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Christian Jacq - Mozart. El Gran Mago

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Christian Jacq Mozart. El Gran Mago

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Al Batelero Wolfgang Amadeus Mozart es un niño prodigio en busca de las notas - photo 1

Al Batelero

Wolfgang Amadeus Mozart es un niño prodigio en busca de «las notas que se aman y crean armonía». Compone sin tregua sonatas, réquiems, óperas…, a pesar de los continuos viajes por Europa, de los malévolos músicos de la corte y de que estaba enfermo. Pero justo cuando está a punto de desfallecer conoce a un extraño personaje: Thamos, conde de Tebas. Con su ayuda, las puertas de los palacios más importantes de Viena, París y Londres se abrirán para el joven compositor.

El lector pronto descubrirá que el aliado del artista es el último guardián de un secreto eterno. Ha venido de Egipto para llevar a cabo una misión: encontrar al Gran Mago, aquel cuya obra protegerá a la humanidad del caos. Y el gran príncipe oriental sabe, desde el primer día en que lo vio tocar, que se trata de Mozart.

Thamos compartirá conocimientos secretos con los masones de grados superiores, a la vez que irá preparando al artista para su nuevo papel, encargándole composiciones en honor a Isis. Desde ese momento, el hombre y el niño no volverán a separarse. ¿Conseguirá el conde proteger a Mozart de las trampas que le tiendan sus numerosos enemigos?

Christian Jacq Mozart El Gran Mago Mozart - I ePub r10 ebookofilo - photo 2

Christian Jacq

Mozart. El Gran Mago

Mozart - I

ePub r1.0

ebookofilo26.09.13

Título original: Mozart. Le Grand Magicien

Christian Jacq, 2006

Traducción: Manuel Serrat Crespo

Editor digital: ebookofilo

ePub base r1.0

Notas Alto Egipto 1756 D ecididos a degollar al joven monje los diez - photo 3

Notas

Alto Egipto, 1756

D ecididos a degollar al joven monje, los diez mamelucos se arrojaron sobre su víctima. Desarmada, sólo opondría una irrisoria resistencia a aquellos asesinos profesionales al servicio de un pequeño tirano local que alentaba sus fechorías.

¿Cómo Thamos, el joven monje, podría haber imaginado que allí, en pleno desierto, sería atacado por una banda de asesinos? Por lo común, meditaba de cara al poniente rememorando las enseñanzas de su venerado maestro, el abad Hermes, un anciano de sorprendente vitalidad. El tiempo desaparecía bajo la arena de las dunas; el sabor de la eternidad brotaba de la inmensidad silenciosa, apenas turbada por el vuelo de los ibis.

Thamos corrió hasta perder el aliento. Puesto que tenía una importante ventaja, el conocimiento del terreno, sacó de ella el máximo beneficio. De un brinco digno de una gacela, cruzó el lecho seco de un uadi y, luego, trepó por la pedregosa ladera de una colina.

Sus perseguidores, demasiado gruesos, sudaban la gota gorda. Uno de ellos se torció un tobillo, y arrastró en su caída a tres de sus compañeros. Los demás se ensañaron con él, vociferando contra aquella maldita presa de inagotable aliento.

Thamos flanqueó una extensión de arena blanda en la que se hundieron dos mamelucos, socorridos por sus congéneres. Furioso, un obstinado no renunció: cuando vio que el monje se le escapaba, lanzó colérico su sable.

El arma falló por poco su blanco.

Thamos corrió mucho tiempo aún, evitando dirigirse hacia el monasterio, pues no quería ponerlo en peligro. Sin aliento ya, se arrodilló al pie de una acacia e invocó a Dios. Sin Él no habría escapado a aquellos depredadores.

Cuando hubo recuperado el resuello, el joven volvió sobre sus pasos y se aseguró de que los mamelucos hubieran dado marcha atrás. Acostumbrados a victorias fáciles, temían a los demonios del desierto y detestaban permanecer allí.

Al caer la noche, Thamos regresó al monasterio fortificado de San Mercurio, donde, desde su infancia, vivía en compañía de otros once hermanos, ancianos ya.

Dio tres golpes a la pesada puerta de madera y vio aparecer al guardián del umbral en lo alto de la muralla. A la luz de una antorcha, éste identificó al recién llegado.

—¡Por fin! ¿Qué ha ocurrido?

—He escapado de una pandilla de agresores.

El guardián del umbral abandonó su puesto de observación para entreabrir la puerta del monasterio, y llevó a Thamos hasta el abad Hermes, que estaba leyendo un papiro repleto de jeroglíficos.

El anciano tenía casi cien años y pocas veces salía ya de su celda, transformada en biblioteca. En los anaqueles, descansaban textos que databan de la época en que los faraones gobernaban un Egipto próspero y radiante.

En aquellos tiempos de desolación, el Imperio otomano reinaba tiránicamente. Aniquilada Bizancio, había conquistado Oriente Próximo y amenazaba Europa. Verdad absoluta y definitiva, ¿no debía el islam imponerse al mundo entero? El poder militar turco sabría hacerlo triunfar.

Egipto agonizaba, abrumado por los impuestos, martirizado. El pachá dejaba que actuaran los beys de El Cairo, explotadores a la cabeza de milicias armadas que se pasaban el tiempo matándose entre sí. Ahora predominaba la de los mamelucos, implacable y bien equipada. Miseria, hambre y epidemias estrangulaban las Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto, y la gloriosa Alejandría ya sólo contaba con ocho mil habitantes.

Desde la invasión árabe del siglo séptimo, el monasterio de San Mercurio parecía olvidado por unos bárbaros que habían destruido gran cantidad de antiguos templos, habían cubierto con velos los rostros de las mujeres, consideradas ahora como criaturas inferiores, y habían arrasado las viñas.

En aquel apartado paraje, san Mercurio protegía a la pequeña comunidad. Persuadidos de que sus dos espadas, bajando del cielo, podían cortarles el gaznate, los saqueadores no se atrevían a atacar.

Conteniendo sus palabras, Thamos relató su desventura al abad.

—Se acerca la hora —decidió el anciano—. San Mercurio no nos salvará por mucho tiempo ya.

—¿Tendremos que partir, padre?

—Tú, hijo mío, tú partirás. Nosotros nos quedaremos.

—¡Os defenderé hasta que sólo me quede una gota de sangre!

—No, cumplirás una misión mucho más importante. Acompáñame al laboratorio.

Desde la matanza de la última comunidad de sacerdotes y sacerdotisas egipcios, en Filae, la isla de Isis, no se había grabado texto jeroglífico alguno. Los secretos de la lengua mágica de los faraones parecían perdidos para siempre. Sin embargo, se habían transmitido de boca de maestro a oído de discípulo, y el abad Hermes era el último eslabón de la cadena.

—Nos matarán e incendiarán el monasterio —predijo—. Antes, enterraremos nuestros tesoros en las arenas. Y voy a revelarte las últimas fases de la Gran Obra para que la tradición no quede interrumpida.

El laboratorio era una pequeña estancia que parecía la cámara de resurrección de las pirámides del Imperio Antiguo. En los muros, fórmulas jeroglíficas que recordaban el modo como Isis había enseñado la alquimia a Horus, devolviendo la vida a Osiris asesinado. Osiris, unidad primordial reconstituida tras su dispersión en la materia, triunfo de la luz sobre las tinieblas, sol que renace en el corazón de la noche.

—La cebada puede transformarse en oro —indicó el abad—, la piedra filosofal es Osiris. Los jeroglíficos te dan un conocimiento intuitivo, capaz de abarcar la totalidad de lo real, visible e invisible. Contempla la obra de Isis.

Thamos asistió a la consumación de la vía breve, deslumbramiento de un instante de eternidad, y de la vía larga, matrimonio del espíritu y la materia al cabo de un largo proceso ritual.

El joven monje grabó en su corazón las palabras de poder.

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