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Ricardo Garibay - Fiera infancia y otros años

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Ricardo Garibay Fiera infancia y otros años
  • Libro:
    Fiera infancia y otros años
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1982
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Fiera infancia y otros años: resumen, descripción y anotación

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Título original: Fiera infancia y otros años

Ricardo Garibay, 1982

Ilustración de portada: Alfonso Michel, Paloma herida, 1956

Editor digital: IbnKhaldun

ePub base r1.2

Que ya va a llegar mi papá que te metas Ésa era la maldición En el mejor - photo 1

—Que ya va a llegar mi papá, que te metas.

Ésa era la maldición. En el mejor momento, justo cuando los juegos empezaban a hacerse encarnizados y apuntaban seguras dos o tres peleas, se presentaba mi hermana mayor con la estúpida embajada. Eran tardes de vacaciones, cortas y frías, noviembre, oscurecía temprano. Rojo aún y chorreando sudor me pegaba a los vidrios de la ventana. De punta a punta la avenida de los Pinos era un mar de muchachos al galope; a los cielos subían las griterías, las oía caer como aguacero feliz en todo el mundo, y jamás después fueron los cielos tan altos, tan hondos, tan puramente azules. Entre encontronazos y carreras pasaban los carritos de elotes, los carritos de tamales, los dulceros, los canastones del pan. En el zaguán retumbaba el portazo de mi padre.

—Que vayas a lavarte, que ya viene subiendo mi papá las escaleras.

Cómo anhelaba a partir de aquel retumbo la calle. Si la gritería se enmarañaba, era que ya estaban peleando. Seguro se daba Sánchez Gustavo o Jorge el Teco pero ¿contra quién?, ¿alguno de las Lomas de Becerra?, ¿alguno de los lavaderos? Gustavo era zurdo, tranquilo, letal; el Teco se reía peleando y le encantaba tragarse la sangre de su nariz en plenos cabronazos. Mi padre estaba comiendo, y todos debíamos acompañarlo. Masticaba lentamente, sus muelas sonaban con golpecitos secos, apretados. Comía mirando la tarde en el corredor, que se iba haciendo morada. Al llegar el café encendía un cigarro y hablaba de cosas del gobierno, del precio de la madera. Del precio de la madera porque invariablemente andaba metido en ahorros para comprar un par de tablones o un polín, porque invariablemente estaba haciendo en sus ratos libres un librero, una pequeña cómoda, una reja para las gallinas. Y cuando preguntaba —aquel gesto severo, aquella espesa sombra de los ojos clavándosenos uno a uno—: «Y éstos ¿qué han hecho en todo el día?», empezaban a explotar las griterías gruesas, mucho más salvajes que las enmarañadas; eran los grandes, los de doce y catorce años, peleaban. ¡Chin! Mañana me contarán. Ya era de noche. Muchos cantaban. Se oía «Doña Blanca». Se oía el «Matarili». Se oía «A las estatuas de marfil» y «Qué quieres coyotito». El día se había perdido sin remedio.

—Así que nada, nada en todo el día —qué odiosa voz ronca y dura, ha de tener un charco en la garganta, un sapo, charcos de lodo.

—Dejó tirados los cuadernos, el libro de la doctrina no aparece por ningún lado, se fue retobando un montón de groserías, ni para hacer un mandado siquiera. En la calle desde que te fuiste. Entró corriendo para plantarse en la ventana cuando vio que ya ibas a llegar —¿cómo puede mi madre ser tan cruel?, ¿no está viendo que me ahogo?, uno de los grandes es Arias, porque gritaban ¡Arias, Arias!, ha de haber sido con el Gambusino, le sonaron al Gambusino.

—¿Qué?

—¿Mande usted?

—¡Mande usted!, no ¿qué?

—¡Que busque el libro de la doctrina y se ponga a leer! ¡Dentro de poco será como uno de tantos vagos de allá afuera!

Allá afuera no acababa la alegría no acabó nunca; por siempre los muchachos estuvieron encendiendo los focos de las esquinas y jugaron a la ronda, por siempre seguirán estrellándose en el alféizar de la ventana, y gritarán ¡encantado, encantado!, siguen arrebatándose a patadas la pelota hecha de trapos y pedazos de hule, cantarán «Voy a luchar con Sandino allá en Nicaragua, que quieren libertad» encaramados en los montones de tierra de las zanjas del drenaje, llega temblando en la oscuridad el ángelus de San Vicente —en casa, de hinojos, luz de velas, estaremos rezando el rosario— y la avenida de los Pinos flota transparente, sus calles de tierra, su polvo, sus álamos, sus niños inmortales y descalzos, navegante avenida desde 1930 hasta la eternidad.

Muchos años antes de los ochos años, cuando pusieron focos en los postes de las esquinas, alguien dijo que por la Calle 16 había subido un hombre hecho de hilachos y regueros de sangre. Que subía jorobándose y el traperío le colgaba de todas partes rojo, y subió gruñendo adelante de un aguaje oscuro. En cada cuadra había un foco, y cada foco alumbraba o más bien amarillaba una isla de pocos metros. Los muchachos del pozo artesiano jugaban canicas en una de ellas. Eran las diez de la noche, tiempo de calor, y esos muchachos eran como perros sueltos pues el pozo alzaba su torre ya casi en despoblado. Y oyeron un resoplar y se espantaron, y el hombre cruzaba la isla, muriéndose, invisible debajo de una agitación o marejada de hilachas como dije, como dijeron, sangrientas. Fuimos de día a seguir el rastro. Nada. Decían: de noche se aparecen las manchas, de día no. Fuimos de noche. Dije que iba al excusado en el patio de atrás, y dejé abierto el portón, para correr hacia la casa ante el primer peligro. Decían ¡mírala aquí, y aquí ésta otra, por aquí pasó! Yo no veía nada. Es que tiene que ser a las diez, ¿nos vemos a las diez? Yo dije sí las veo, sí las veo. Porque era imposible salir a las diez. Luego dijeron el hombre se fue a morir a las cuevas de Las Lomas. Un día vamos a las cuevas, hay tarántulas del tamaño de una gallina. Yo veía las tarántulas a toda hora, no me dejaban dormir.

Era frecuente en San Pedro de los Pinos oír de hombres que cruzaban la noche ensangrentados. Periodiquitos de dos páginas se vendían como pan caliente, por crímenes atroces cometidos hacía unas horas, aquí en la calle de, en la cuadra siguiente, casi en mis narices. Se hablaba de mujeres violadas en Las Lomas. En Becerra había piqueras secretas y cuartos con putas. Había pulquerías, muchas; en la de Pinos y Calle 18 don Manuel Lozano mató de seis puñaladas a un Zenón, que tenía seis hijos y le mentó la madre seis veces a don Manuel y don Manuel le dio a puñalada por hijo y por mentada. Don Manuel se fue a la cárcel y los muchachos fuimos a ver al muerto: estaba en cruz, en el centro de la pulquería, que era espaciosa y olía a agrio; como riéndose Zenón, dijeron jugaba beisbol, y a veladora por puñalada, dijeron así siquiera va acompañado, ya con seis veladoras no es como ir sin nada. Las piernas de las gentes grandes no nos dejaban ver bien. Sentí un terrible tirón en los cabellos de la sien derecha. Era don Ángel, hermano de don Manuel, que llegaba llorando. Ai viene su padre buscándolo, güero, váyase de aquí —dijo—. Nunca corrí tanto. En lo que mi padre caminaba media cuadra, yo di vuelta a la manzana. Cuando él llegó gritando mi nombre, yo estaba debajo de la higuera con los libros y los cuadernos. Me miraba y remiraba. Yo contenía la respiración y le sacaba punta a las pinturas, los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte amén voy a confesar me arrepiento Dios mío que fui a la pulquería a ver un muerto, a Zenón y se estaba riendo ¿te fijaste?

Era un terregal San Pedro de los Pinos hacia arriba, hacia Las Lomas de Becerra, y era de muchos modos un jardín a solas hacia abajo, hacia la avenida Revolución y Patriotismo.

Esto de los jardines lo supe después, cuando ya era mayor —ocho años, nueve— y caminaba solo la colonia. La primera vez fue una aventura estupenda. Y me miro desde hoy como en cámara lenta, paso a paso reconstruyendo dentro de mí la geometría de las esquinas, aquí a la derecha, cuidado, voy a dar al parque, cuidado aquí a la izquierda, voy a dar a la 1.º de Mayo, así es, ésta es la Calle 12, ya vencí, no podía perderme, ésta es la casa de la francesa: «¡Güero, qué andas haciendo tan solo!». Tenía seis años y había quince calles hasta San Vicente. ¡Me vio la francesa, mamá, y me dijo, me dijo! Como en un sueño me veo caminar esa primera vez, que no tuvo nada para recordarse, claro: pero haga usted de cuenta que estoy filmando y he colocado mis cámaras de modo que balcones y fachadas se ven de mucho espesor y gran tamaño, y los árboles son inmensos, y en grúa sube mi cámara hasta las altísimas frondas y cruzándolas va la criatura, llenándose del aire de las ramas, y un momento después va allá abajo, lejos, minúscula entre los matorrales alrededor de los fresnos de la avenida Revolución.

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