Nota de arranque
De 70 a 73 publiqué capítulos o entregas quincenales de una especie de diario literario que murió de cansancio y buen sentido. Esas entregas hoy reunidas dan materia a este libro.
Supuse que valía la pena contar cuanto vivía desde o para la literatura, y contarlo inmediatamente, conforme lo iba viviendo; luego supuse que valía la pena librarlo del obligado olvido periodístico. Ojalá no me haya equivocado por completo.
Ya es lugar común que la obra escrita de un autor siempre es menos que su obra hablada, que la voz viva del autor delante de sus interlocutores naturales, donde aquél se da enteramente, con apasionamiento que, de alguna manera, es mellado en la reflexión y quietud del gabinete.
Eso buscaron y buscan las páginas que siguen: ser páginas habladas, alzar una anárquica antología de días en voz alta.
Hechos, imágenes e ideas incrustándose en la piel de domingo a domingo, conservando —acaso— la frescura de lo permanentemente pasajero.
He borrado las fechas, por ver si así los tres años de trabajo consiguen unidad e intemporalidad. He alterado apenas el orden de las semanas de entonces, por agrupar temas e hilvanar secuencias con datos, ocurrencias o sucedidos que en su momento se dieron dispersos y no de una sola vez.
Cómo se pasa la vida podría ser tan interminable como toda la vida. No lo soportaría nadie, ni su perpetrador. Sería inútil y monótono hasta la locura. Estamos condenados a repetimos adentro tanto como afuera. Sólo la grande dosis de ausencia o de inconciencia con que vivimos los días, nos hace regresar, un día con otro y día con día recién nacidos, al espejo.
I
Arranque
Álvarez del Villar dirigía este Diorama. Le pedí que me invitara a escribir en sus páginas.
—Sí —dijo—, cada quince días.
—Qué.
—Lo que quieras, tú pones tema.
Pensé primero en artículos ocasionales y literarios. Por ejemplo, que muere Mauriac: la literatura como cumplimiento de los programas de la fe religiosa, cuesta arriba dentro de un argumento predeterminado; escribir desde el final —siempre previsto— hacia atrás, hacia la primera página, y que la vida quede ahí sin catecismo y de veras; algo como desandar caminos trazados de antemano, nunca caminados; la no aventura como entraña de la novela, cuya entraña es la aventura. Tarea pesadísima, casi imposible, tal vez sólo comprendida por el que ha sido libre dentro de los más estrechos límites, por el que se ha movido en la rigurosa vastedad del «alma que a todo un Dios prisión ha sido». Es decir, la literatura, que de suyo es anarquía, mil rumbos, como el orden o rumbo único. Contar valederamente lo que no vale como cuento.
Por ejemplo también: que llega el aniversario de León Felipe. ¿Qué va resultando León Felipe a pocos años de ausencia? Va, y cuesta pena decirlo, quedándose cada día menos en los ojos de quienes lo conocieron y trataron, y sólo ahí va quedándose. Él, poeta apenas, versos echados afuera sin pies ni manos, sin tomo, sin buril, gritos meros de su voz, perfecta voz de poeta, eso sí, ronca, suavemente tropezada, dulcemente arenosa, sus versos cuando mucho rictus de su rostro rabínico, entusiasmo de pintores. Apariencia. Más persona que artista. Genio y figura juntos a la sepultura. Lástima. Los muchachos de hoy ya no lo leen, ya no lo leyeron.
Por ejemplo también y porque sí, o si mucho, por una relectura: 22 de noviembre de 63, Kennedy y Huxley mueren ese día. En una buena pelea el último round es definitivo; el de la muerte, para el escritor, que Huxley libra en desventurada desventaja, pues tantísimo como le debíamos y ni espacio como noticia tuvo su tránsito —un suelto allá, en páginas interiores de algunos diarios— ni tiempo tuvimos para contemplarlo. El asesinato de Kennedy fue su mala sombra, ni quien hablara de Huxley. Y a eso se debe, aunque parezca mentira, mucho de la ignorancia en que lo tienen las generaciones nuevas.
Así pues, iba sopesando los posibles artículos quincenales; sobre autores, sobre libros; claro, lo que uno dizque conoce.
—Bueno, empieza ya —dijo del Villar.
—No —dije—, no me llena, ya muchos lo hacen más o menos bien, no tiene caso.
—Eso tampoco —me dijo Jorge Hernández Campos—; se ha hecho mucho y te reduciría los lectores a unos cuantos, a nadie le interesaría saber cómo y dónde te atoras.
Porque yo le había dicho: mira, una serie larga de artículos que dejen ver el revés de la trama, cómo se hila lo literario en el taller, el taller interior, recuerda a Guillén: «Si el valor estético es inherente a todo el lenguaje, no siempre el lenguaje se organiza como poema (o como novela o cuento o ensayo o lo que sea materia literaria). ¿Qué hará el artista para convertir las palabras de nuestras conversaciones en un material tan propio y genuino como lo es el hierro o el mármol a su escultor?».
—Nada, olvídate de eso —insistió Hernández Campos—, aprovecha tu impudor para decir las cosas, y dilas, todas.
—Cómo.
—Un diario, un diario con todo lo que encuentres a través de quince días.
—Saco de mendigo, cajón de sastre.
—Ajá —dijo—, precisamente, cuanto se viva, se diga, se haga, cuanto suceda alrededor y cada quince días.
—Muy buena idea —dijo Monterroso—, siempre actual, y generosa porque siempre queda, siempre podrá reunirse en un libro como testimonio de tal época o de tales años. «Mi quincena» es el título, inclusive por su sabor burocrático, económico, de mexicano a media calle.
—Lo necesitamos, además —dijo Mejia Sánchez, y se refería a que necesitamos ese testimonio desde cualquiera de nosotros, los que arrieros somos; lo ha hecho Novo pero con chocarrería, también algún otro pero circunscrito a crítica literaria—, y hay que entrar a fondo y sin discriminaciones, incluso podremos ayudarte, pasarte notas, tips, comentarios, cada quien desde su esfera ¿comprendes?, debes contar con el mayor número de auxilios, que la columna sea realmente el testimonio de tus contemporáneos. Un amplio diario de escritor, y ahí está el título: diario de un escritor. Ya desde ahora me entusiasma.
—Periodístico antes que nada, la profunda superficialidad que tú tanto desdeñas pero que lleva a la gente a no tirar el periódico después de las dos primeras líneas. No sé si me explique, pero aparte de la importancia o calidad de la colaboración, lo que deberá hacerla legible, codiciada, será el tratamiento periodístico de los temas, y con un título, no sé, tal vez «en la ronda de los días», por ejemplo, o «razones mexicanas», algo que se refiera muy concretamente al aquí y ahora nuestro, ¿verdad? no sé si me explique —esto me dijo Froylán López Narváez.
Y por ahí seguí preguntando, sometiendo, anotando. Entre más festejaban los compañeros la idea, más me espantaba.
—Estoy redondeándola —le decía a del Villar.
—Se te va a hacer cuadrada —me decía.
«Mexicaneando», «Requinto a Quince», «De a quince días», «Bodegón de Frioleras», «Guerrilla Urbana», «Asómese al Valle», fueron títulos que me dieron éste y aquél y el otro, hasta que Alfonso Noriega sugirió: «Cómo se pasa la vida…».
—¡Leñe —dije—, qué lindo título!
—Y apadrinado —dijo Fausto Vega.
—Sí —dijo Pancho Ligori —ese huérfano es un buen padrino.
—¿Cuál huérfano? —preguntó Mejía Sánchez.
—Cómo cuál huérfano —dije— luego ¿no se le murió el padre?
—Le cai al que recite la copla —dijo Noriega.
Y así quedó y así comienzo. No habrá fechas, habrá nombres y trajines, habrá ideas —ojalá—, habrá un buscar un lenguaje de saqueo, a cada saqueo su lenguaje, a ver si se puede, que uno es pensar despacio, con buenas palabras, y otro es manotear en el enjambre de las breverías que nunca nos detienen. Breverías son horas, borracheras, viajes, diálogos, peleas, películas y cuadros y lecturas, lo que se oye, se gusta, se tienta, se huele y se ve, todo aquello diario donde no advertimos qué tan aprisa ni «cómo se pasa la vida». Punto.