Ricardo Garibay - Beber un cáliz
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- Libro:Beber un cáliz
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1965
- Índice:4 / 5
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Beber un cáliz: resumen, descripción y anotación
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Título original: Beber un cáliz
Ricardo Garibay, 1965
Portada: detalle de Guardián del océano de Maribel Portela. Barro en gobes y conchas de mar, 149 x 48 x 31 cm, 2000
Diseño de cubierta: Marco Xolio/Phonacot
Editor digital: IbnKhaldun
ePub base r1.2
Pasaba frente a la puerta de vidrios. Iba y venía por el corredor: a la espalda las manos anudadas, cabizbajo, hablando entre dientes. Pasaba frente a los vidrios de la puerta.
Era una tarde cargada de vientos que rugían azotando las ramas del pirul.
Yo estaba en cama, a oscuras. Veía retorcerse en la luz parda de afuera la furia gigantesca del árbol allá en el fondo, y la silueta que desaparecía y aparecía untándose a los vidrios como durísima sombra.
No sé por qué las ramazones del pirul, que los vientos desgreñaban y zarandeaban para arrancarlas y hacerlas estallar en terribles pedazos, y el pétreo perfil de mi padre en su ir y venir formaban una sola cosa: el rostro de la fuerza y la cólera, el ceño y la melena del mal. Y yo era, de seis años en la enorme cama, ardor, cobijas lijosas, miedo.
Estábamos en la casa solos, él y yo. Él era un hombre colosal que oscurecía cuanto tocaba. Sus pasos cuando llegaba del trabajo, a mediodía, eran como avanzar de penumbras. Decía: «Qué hay, buenas tardes», y su voz era una losa justo arriba de las cabezas de todos los hombres. Desde ese momento yo era su prisionero, mis horas se arrastraban ácidas y ahogadas hasta la mañana siguiente, cuando cerraba tras de sí el zaguán. Retumbando el zaguán él moría, el espacio se ensanchaba hasta las nubes y el sol brillaba alegremente. Yo odiaba con toda mi alma su pequeño jardín, su higuera, sus herramientas de carpintero. Monstruos de cola larga y lisa habitaban debajo de su cama. Sus arbitrarias e inmensas manos hubieran podido partirme fácilmente el cráneo. Una ira impotente, como si demonios cómplices me amarraran los brazos, me taparan la boca e hicieran burla de mí, me debilitaba, me licuaba. Hubiera aplastado jubilosamente sus ojos, inapelables, con una tonelada de cualquier cosa. Lo veo venir estrellando un vaso contra el piso de la cocina del rancho —estridencia coagulada para siempre, nítido retumbar de sus zapatos de charro—, me encojo, me cubro con los brazos, las columnas de sus piernas pasan junto a mí.
Él andaba en el corredor. Yo naufragaba en el mar. Estábamos solos en la casa. No acabaría nunca la rabia del pirul. En cualquier momento recordaría que yo estaba adentro. Dejaría de caminar. Me vería. Entraría en la recámara. Dios mío. Se hacía de noche. Yo naufragaba en el mar; flotaba a duras penas en alta mar y veía venir la noche y era tan ensordecedor el ruido del agua negra que nadie oía mis gritos pidiendo auxilio.
¿Qué indecisión es ésta? ¿Qué clase de indecisión es ésta? A veces, más que pena, parece que busco cuanto pueda demostrarme, más tarde, que no quise su muerte, que no la esperé; cuanto pueda asegurarme que la neurosis no me asaltará por ese lado.
Es mi padre. Y no sé por qué siento que al fin existe por sí mismo. El hombre fiero existe fuera de mí, ocupa un espacio doloroso frente a mí y es más él mismo cada día. Sin embargo, también siento que cada día es menos lo que él era, y que el espacio que ocupo yo es espacio ruin.
En la casa todos trajinan de médicos a colesterol a oxígeno a telefonazos a cáncer a consunción y a gangrena y rosarios mientras yo permanezco inmóvil, maniatado, tratando de explicarme por qué ya no es yo y es más él mismo y es menos lo que él era y no era yo y otras muchas tonterías.
Ahora lo miro por primera vez, esto sí es cierto, y ya no es lo que era. Porque éste que miro ahora echado, silencioso, ya ni siquiera es el hombre que antier agitó los brazos y aulló buscando mis ojos, mi presencia saludable e inútil; es un cuerpo todo huesos, unos pantalones inmensos, dentro de los cuales nadan los fémures, un rostro largo, amarillo, una nariz que no acaba nunca y unos ojos hondos, azorados, abiertos a no sé qué espantosa irrealidad.
Hace tres días lo llevamos a que le tomaran radiografías urgentes. Cuando acabaron me quedé solo con él y se me derrumbó helado en los brazos; sosteniéndolo palpaba sus cabellos, fríos, su piel, tirante y exhausta; vi sus ojos, que se abrían sin ver, y tenté sus manos; lo besé en la cara. Lo besé en la cara: nunca lo había hecho: tengo treinta y nueve años de edad. Era nada, ¿nadie? Un anciano abrumado de cansancio, acosado por la muerte, en mis brazos. Esto era el padre terrible que siempre recordé con temor o con odio o con servilismo. Momentos después empezamos a vestirlo. Él no podía resistir más.
—Déjenme —decía—, yo me pongo el braguero, déjenme.
Nos impacientamos.
—Bien, póntelo tú.
El viejo miró largamente, largamente, el braguero.
—Anda, póntelo.
Hacía mucho calor. Estábamos hartos de sostenerlo en vilo, de la oscuridad del cuarto en que se habían tomado las radiografías, de gana de salir a desayunar, de la mañana que indefectiblemente se había perdido. Queríamos dejarlo ya, listo, en su cama, y buscar un restorán. Y él miraba, olvidado ya de que miraba interminablemente, el braguero; sus brazos, caídos, caída su cabeza, sus manos, caído su cuerpo en una especie de sopor óseo, o de sopor de ausencia, o de cansancio de cada una de sus células, o de abismación.
—Póntelo, a ver.
Hizo un intento inmóvil, y luego movió la cabeza con mucha pesadumbre.
¿Quién es? ¿Cómo ha vivido? ¿Cuáles han sido sus virtudes y cuáles sus pecados? ¿Por qué ha tenido que sufrir tanto y por qué ahora sus hijos varones no se duelen de verlo hundirse día a día hacia la muerte? No conozco nada suyo, nunca pude preguntarle nada que de verdad me interesara, nunca pude verlo de frente, nunca le vi los ojos cuando me estaban mirando. Ahora llego a su pieza y me le siento delante; una vez le hablé de Jesucristo; se alivió ligeramente; las demás veces me siento y no digo palabra y él tampoco.
De pronto abre la boca y dice:
—El vacío. El vacío.
Y vuelve a ver la pared.
Mi padre. Era una tarde bochornosa. Yo acarreaba de la fuente a la calle cubetadas de agua para aplacar el polvo. Él estaba asomado a los vidrios de la ventana. Veía yo, temblando, su duro frontal contra el vidrio, su boca, torcida por un pliegue sarcástico, comida de impaciencia, su color oscuro alterarse porque algo de lo que yo hacía estaba mal hecho, sus dedos golpeando violentamente los maderos de la ventana. Me gritaba. Yo no oía. Se exasperaba. Y me alcanzó en las escaleras, rugió, me golpeó. Yo sentía la tarde como algo abominable para siempre. Al día siguiente llegó con la noticia de que le habían dicho que sí a propósito de un empleo que andaba buscando. Entre bromas y veras mi madre le reprochó la ira de la tarde anterior.
—Era la angustia —dijo— de no saber qué iba a hacer, cómo los iba a mantener, a éstos —nos señaló—, a ustedes —señaló a mi madre.
¿Qué me importaba a mí su angustia ni su desempleo? ¿Qué me importan ahora, casi treinta años después? La tarde se agrió, rígida, en mi memoria. Y junto a esta tarde, junto a ese rostro iracundo en la ventana, está la cabeza caída, humilde, viejísima, inerme, desolada, abismada de dolor y de cansancio, en mis brazos, contra mi hombro, entre mis manos, en mis labios —que la besaron.
Sus manos, sus pies, su boca, el brillo de su mirar, el pesado retumbar de su llegada, me asustaron a diario, entristecieron mi infancia, mi adolescencia. Pero ahora todo eso, que ha cruzado cientos de horas de dolores y terrores, es nada, es una espina temblorosa, adoloridísima, que me bendice, a la que yo podría destruir con unas cuantas palabras.
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