Ricardo Garibay - Cómo se gana la vida
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- Libro:Cómo se gana la vida
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1992
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Cómo se gana la vida: resumen, descripción y anotación
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Alfredo Cardona Peña escribió hace años un poema —no recuerdo si es soneto— donde habla de la soledad de un parque bajo la lluvia. Es un poema intenso y delicado, y lo leí y vi de pronto en un desfile veloz —especie de repentino panning cinematográfico— la multitud de jardines donde yo había sido desdichado o feliz, y cuánto la juventud se había dado entre frondas y troncos, en calzadas umbrosas, de roja grava, silenciosísimas. Y fue así porque, donde anduviera, buscaba el jardín; y los había en la ciudad suficientes para verlos ahora como los espacios donde se dieron, y sólo allí pudieron darse, la reflexión y los amores o su melancolía.
Yo me he atrevido a ver la entraña de la melancolía en el tormento de Tántalo. Tener el fruto a la vista, al alcance de la mano, fruto ofrecido, regalado, el delicioso entre los frutos, y no tenerlo nunca, no alcanzarlo jamás. La certeza de una dicha que me pertenece, que casi está conmigo pero que nunca llegará, no estará en mis manos, no saciará mi gana de devoración. Eso es.
Y en la soledad de un parque bajo la llovizna veo yo, no sé por qué, o sí, acaso por esa cosa melancólica, por la obligada frustración de los años jóvenes, tan ambiciosos y tan huérfanos, veo, digo, los jardines que viví; y aunque estén llenos de sol se les cuela el agua tristemente, una lluvia sin ruido, que no moja, como aquélla que, al paso de las ciudades dolientes de Lord Dunsany, no impedía las polvaredas del camino que es la enorme antigüedad de sus recuerdos.
Primero aquel jardín de eucaliptos centenarios, en el kinder, frente a la alameda de Tacubaya, en lo que después fue Monte de Piedad y hoy es el consabido almacén de auto servicio. Yo recuerdo Tacubaya como mares de árboles y hoy la veo, una vez al año, hecha de asfalto, postes y automóviles. En el jardín de aquel kinder había grandísimos troncos derribados, y en algunos troncos había polvo dorado.
—Son los ángeles —decía la señorita Lorenza, negroide y alta y contralto—. Vienen de noche y el polvo de oro se les cae de las alas.
—¿Por qué de noche? ¿Por qué no vienen ahora?
—Sí vienen, pero no los podemos ver por tanta luz.
—Ah —decía. Volvíamos al salón, pedía permiso de ir al baño y me paseaba por el jardín, tentaleante, entrecerrando los ojos para ver de noche, oyendo rumores de alas. Una mañana vi a dos ángeles. Eran toscos, como estatuas vistas de cerca. Uno era muy verde, y el otro, que ya se iba volando, era amarillo y llevaba los pies sucios de lodo. Estuve enfermo una semana.
—Vi dos ángeles, mamá —le dije a mi madre. Mi madre se veía muy preocupada.
Luego viene un jardín sin límites. Sin límites delante de los ojos y sin límites hacia los cielos, como si hoy me plantaran en lo cerrado de la selva amazónica. Un coro incesante de ramazones arriba y una algarabía ensordecedora acá abajo. Niños y niños. Puestos de dulces y de jarras humeantes. Kermés. Carreras. Columpios. Me aparto y camino las calzadas. Un planeta verde y gris y en silencio, como los acuáticos caminos de Concha Urquiza. Me pierdo. Tamborea mi corazón. Se oyen muchos insectos voladores. De repente un cuidador, de dientes de sable. Una arañaza. Un sapo gigantesco. Y en una encrucijada a la que nadie ha llegado jamás, a la que llegan apenas jirones de los voceríos, me encuentra la señorita Pétersen agitadísima, me tironea de las orejas, me va insultando hasta los columpios, me sienta en una banca, en medio de los niños más pequeños, y entre amenazas me pone en las manos un jarro de atole caliente, color de rosa.
—¡Si se mueve de aquí lo mato a palos! —me grita y se va. Hasta hoy no he tenido noticia de un lugar más extenso ni más misterioso. Eran los viveros de Coyoacán.
Luego viene el Parque Miradores y el Jardín Pombo.
El Jardín Pombo era denso, de pinos oscuros. Decían que era vestigio de apretados pinares de tiempo de los conquistadores, o que no, que los había plantado Don Porfirio. Lo veíamos cosa de gente mayor. No había bullicio en El Pombo, frontero de San Vicente. Y así como en un anciano de noventa años vemos al hombre derruido y su esqueleto y que le ralea por todas partes la poca vida, así de triste se ve hoy El Pombo. Su gloria yo ya no la alcancé, fue en los veintes, cuando —me decían— brillaban de tan lozanos y negros sus pinos, una mancha sombría rodeada de milpas y llanos sin fin, hasta Insurgentes, hasta Mixcoac y en un chico rato hasta San Ángel.
Y el Parque Miraflores, que nació con San Pedro de los Pinos, era la juventud, los árboles tiernos, la claridad, los patines y las bicicletas. El güero Chávez, que después fue futbolista famoso, jugaba como nadie al baloncesto, el enano Panturrano encestaba de canasta a canasta, Popeye el de los canutos se enredaba con Armando León en una inolvidable tanda de mulazos, y Alma la griega —nunca hubo mujer más hermosa— pasaba y pasaba pedaleando entre la multitud de los domingos —la grita subía hasta las nubes— y yo llorando la veía pasar inaccesible, yo con un raspado de a centavo y de tres colores, entre la mano y la boca.
Luego vienen Chapultepec y la Alameda Central, al mismo tiempo, tiempo de la Preparatoria, ya en 1940. Un mes de julio me llevé a Cristina. Cristina era una criada de rara belleza y de innata realeza de porte, igual a la hembra que va con su madre y que el peor Amado Nervo, cerrando los ojos, deja pasar. Me dijo que temprano porque tenía quehaceres, y por eso yo le dije a Pier, a Justo y al Pepingo:
—Mañana temprano me llevo a Cristina.
Ellos dijeron: —¡No!
Y yo dije: —A güevo.
Y ellos de su estupor no cabían en sí, tal como dice Castelar en una de sus inmortales oraciones. Porque Cristina era de veras linda y muy codiciada, y tanto que se decía que no era criada sino hija de un general retirado, que la abandonó; y que no, que mentiras, que era hija de una cirquera, por eso era tan guapa; y que no, que era hija de una señora de la calle, muy famosa y desconocida, que la había tenido con un francés. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, salió pintarrajeadísima. Yo tenía tres planillas de las de a tres por veinticinco, para la segunda del Villa-Obregón, y nada más; pero el asunto sería engatusarla con la labia y repegarla a un tronco en lo apartado del bosque. Pero había llovido a lo salvaje en la noche. Todo nadaba en agua sucia. Cristina tiritaba y no entendía nada de lo que yo decía y me pidió un refresco y yo me hice el loco y ella me empujó y se apartó del tronco, empapada:
—¡Órale ya, pinche güero, nostés tentaloniando, estoy toda llovida, y ya cállate, qué pasó con el refresco!
Fue un fracaso redondo. Estábamos cerca del estanque o baño de Moctezuma o Carlota, no recuerdo ahora quién se bañaba allí, hondo el estanque y habitado de árboles y lianas. Chapultepec solitario y susurrante olía a malezas de verano. Ya sin hablarnos la llevé hasta el tren y le di la planilla que me quedaba. Regresé al bosque y estuve mirando el lago hasta las doce del día.
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