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Ricardo Garibay - De vida en vida

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Ricardo Garibay De vida en vida
  • Libro:
    De vida en vida
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1999
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De vida en vida: resumen, descripción y anotación

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AGUSTÍN LARA

N ació en mil novecientos y murió hace diecinueve años, pero donde quiera que se cante y se baile aquí y en muchísimas partes del mundo, está vivo desde toda nuestra antigüedad y probablemente no morirá nunca. Agustín Lara es —para decirlo con palabras que podrían ser suyas— una de las esencias del alma mexicana.

Casi como una tragedia nacional anunció la prensa su agonía. Desde ventanas fronteras a su cuarto de hospital, cámaras telescópicas filmaron sus horas últimas. Lo vimos en la televisión, brevísimo, recostado en almohadas, en doloroso abandono, parecía contemplar algo infinito o sumamente tonto. Boqueaba. Irrumpieron las trompetas de un mariachi, con aquello de «Acuérdate de Acapulco, de aquellas noches, María Bonita, María del alma…». Dios mío —pensé— ni muriéndose escapa a su pecado.

Su pecado era —fue macizamente durante setenta años— la cursilería. No he conocido a nadie que asumiera con tanto orgullo y robustez la baratura de la vida como excelencia. Se embriagaba recitando las letras de sus canciones, y golpeaba de pronto el teclado: «¡Esto es poesía, chingao, y que no me vengan a mamar! ¿Eh, hijo eh? ¡Tú eres un dínamo, tú di lo que sientes, qué joder!».

«Sí maestro, claro, qué joder» —decía yo y él volvía al piano recitando:


Como dos puñales

de hoja damasquina

tus ojazos negros

ojos de acerina

clavaron en mi alma

su mirar de hielo

regaron mi vida

con su desconsuelo…


—¿Eh hijo? ¿Eh? ¡Que no vengan a mamar!

—Por supuesto, maestro, que no vengan. Me decía dínamo «Tú eres un dínamo, recuérdalo».

Un día llegué con un carrito de madera y unos libros entre las redilas del carrito. El carrito era para mi hijo, 1957 o 1958. Se le aguaron los ojos y llamó a gritos a su mujer: «Mira, cabresta, primorosa, la síntesis de la inteligencia y la humanidad, del amor y del espíritu. Libros en un carrito. ¡Hijo, tú eres un dínamo de luz y de energía, cómo chingados no!».

Iba yo a su casa, tres veces por semana, en las tardes, porque Antonio Badú había arreglado que el maestro me contara su vida. Yo con eso haría un guión y la película dejaría millones. El productor era el poderoso Gabriel Alarcón. Seis meses duró el asunto, el cuento de su vida, porque marchábamos a paso de tortuga. De mucho de lo que contaba, decía: «Esto no lo pongas, dínamo. Todavía hay muchos jodidos que me mandarían matar». Otras veces se eternizaba engolosinado y lacrimoso hablando de un amor, sobre todo de una María Parker de la casa de Ruth, «que era un genio en el derrame». Otras veces nos poníamos hasta el cepillo —esto era frecuente— con coñac francés que en aquel tiempo costaba cinco mil pesos la botella. Otras veces me decía la criada: «De que el señor está servido y no lo puede recibir». «¿Servido?». «De que le tocó pulque en la comida, con sus compadres, y se pone cabreado y luego ya se duerme». Otras veces bajaba su mujer, y todo era acosarla, injuriarla, golosamente, retarla a que se confesara «a lo pelón». «¡No escondas, no escondas tu suculento y delicioso pasado!». Algunas veces contaba:

—Yo —Dínamo, Esperanza de las Letras— te lo voy a decir: yo fui un cabrón desde niño. Un niño maravilloso, con el arcoiris en las manos, con el cielo y el viento en la carrera, pero un cabrón bien hecho…

Lo vi subir tartageante y trastabillante y lo vi bajar diez minutos después pálido, lúcido, sereno. Y así lo vimos en una ocasión en que dijo que era padrino de unos estudiantes, y después del programa en XEW iríamos a cenar. Cena deliciosa, vinos a pasto. El maestro contaba de sus mejores años, allá en prostíbulos de los veinte y treinta, y juraba que por los jóvenes —«sangre roja y caliente de la patria»— daría su vida. Alucinados los muchachos. Y de pronto ya va el maestro cayéndose a los lados, y ya viene de regreso, entero como si empezara la noche. Dos semanas después le pregunté: «¿Y los ahijados que cenaron con usted?». «No hables de esos ojetes, gorrones, ya no los aguanto por teléfono».

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Se veía exangüe, pero lo poseía una extraña y colérica energía que le iba brotando de todas partes conforme transcurrían las sesiones. Impaciencia, irritación, desdén: lo dibujaban cuando lo conocí. Me hacía sentir que se refugiaba en el pasado para recuperar el encanto de la vida. Prácticamente había vivido cuanto puede vivir un hombre de su condición. Nada le guardaba sorpresas ni misterio. Veía llegar con seca desconfianza a hombres y mujeres. Lo hastiaban las cosas, los nuevos contratos, las situaciones más imprevisibles. Se adormecía contento repasando su historia. Pero a poco el gozo del pasado acaba y vuelve el presente. Destapaba otra botella, servía suspirando, decía: «Por qué ha de pasar la vida, Dínamo; por qué tiene que pasar. Todo era tan bello, tan sublime. Aquellas mujeres con sus mejillas de coloretes, sus ojos y sus lunares pintados con hueso de mamey, y su boca de corazón. Aquellas muchachas frescas, trascendiendo a jabón de olor, arregladas cual debe, con sus faldas largas, su fleco, sentadas todas en la sala grande, esperando los clientes. Y en el piano, Pierrot, Serenata (acuérdate: “Bella imagen que soñé…”. Y luego: “Del jardín la alta tapia escalar/de la noche en la dulce quietud…”), y Club verde… Club verde…». Llenó su copa hasta el borde, la miró con rabiosa tristeza y se la bebió de un trago. «La vida es un suspiro, un suspiro y ya se la llevó el carajo».

No parecía querer a nadie. Con respeto y mucha gentileza hablaba de María Félix y de nadie más; con amor lloroso hablaba del Garbanzo, su primer maestro, acaso el único que tuvo, que lo enseñó a explotar a las mujeres. «¡Era un gran señor! Mira, Dínamo, fíjate bien; me decía el Garbanzo: No pierdas tiempo, no te apendejes, las mujeres son un pañuelo para sonarse la verga. ¡Éste era el Garbanzo! Tenía sus muchachas, por Cuauhtemotzín, cada una en su cuarto. Y se presentaba ya tardeando, y una por una: ¡Qué armas portas, cabrona! Y el mulazo donde cayera, para que empezaran a apoquinar la lana de la jornada». «¿Por qué les pegaba, maestro, si de todos modos le iban a entregar el dinero?». «Sí sí sí, pero tenían que sentir el rigor, no nomás era de que ya me voy muchas gracias, mija, ¡no! Ya luego les iba dando su parte y se despedía: a trabajar, no estén ai de güevonas cascaroleándoselas. Mañana paso temprano. Ése me enseñó a andar en la vida».

Tenía una radio de gran potencia. Me decía: «Qué país quieres oír ¿Argentina?». Movía los botones, localizaba Argentina. En alguna estación estaban tocando su música. «Cuál ahora ¿París? ¿La Habana? ¿Nueva York? ¿Marruecos?». Invariablemente alguien cantaba una canción de Lara. «Estoy en todo el mundo, en todos los idiomas. Si escribes un libro con lo que te cuento, venderemos más ejemplares que Mein Kampf, de Hitler. ¡Y que no me vengan a mamar!».

En el garaje había once automóviles, todos de lujo. En una limusin enorme había instalado un bar y una bacinica. «Es por si sube el hijito de la tiznada de mi mujer, que no dé lata, aquí adentro puede hacer chis». Si alguno de los coches fallaba un poco, lo miraba con desprecio, como a un ser humano, y decía:

«Esa marca no sirve. Son coches que no sirven», y lo vendía aprisa, se negaba a volver a verlo.

Mandaba cobrar sus regalías. «Me roban en todo el mundo. Esta miseria es lo que consigo rescatar». Me mostraba los papeles. De ciento veinte mil a doscientos mil pesos mensuales. Agriamente revisaba los papeles. Los botaba.

A la tercera copa comenzaba su buen humor, su amor por el mundo, sus gratitudes, sus lágrimas. Los muebles de la casa monumentales estaban forrados de plástico. Alfombras dobles, gordísimas. Junto al gran piano de concierto un perro de peluche de dos metros de altura. Abriendo la puerta principal, sobre una saliente de mármol, sus manos de oro macizo, y la leyenda: «Mis pobres manos, alas quebradas». Cuadros infames, coloridos. Homenajes enmarcados de gentes mil y de paisanos veracruzanos. Del dedo meñique derecho le colgaba una cruz de oro diminuta. «No, no creo mucho, pero se ve chingona ¿o qué no? Qué buen puntách, como dice el loco Valdez».

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