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Marcelino Menéndez Pelayo - Historia de los heterodoxos españoles

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Marcelino Menéndez Pelayo Historia de los heterodoxos españoles

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Advertencias preliminares

La primera edición de la HISTORIA DE LOS HETERODOXOS ESPAÑOLES consta de tres volúmenes, publicados desde 1880 a 1882. Con haber sido la tirada de cuatro mil ejemplares, cifra que rara vez alcanzan en España las obras de erudición, no tardó mucho en agotarse, y es hoy una rareza bibliográfica, lo cual, como bibliófilo que soy, no deja de envanecerme, aunque ninguna utilidad me proporcione. Los libreros se hacen pagar a alto precio los pocos ejemplares que caen en sus manos, y como hay aficionados para todo, hasta para las cosas raras, han llegado a venderse a 25 duros los tres tomos en papel ordinario y a 50 o más los pocos que se tiraron en papel de hilo.

En tanto tiempo, han sido frecuentes las instancias que de palabra y por escrito se me han hecho para que consintiese en la reproducción de esta obra, que era de todas las mías la más solicitada, aunque no sea ciertamente la que estimo más. Si sólo a mi interés pecuniario hubiese atendido, hace mucho que estarían reimpresos los HETERODOXOS; pero no pude determinarme a ello sin someterlos a escrupulosa revisión, que iba haciéndose más difícil conforme pasaban los años y se acumulaban diariamente en mi biblioteca nuevos documentos de todo género, que hacían precisa la refundición de capítulos enteros. Los dos ejemplares de mi uso vinieron a quedar materialmente anegados en un piélago de notas y enmiendas. Algún término había que poner a semejante trabajo, que mi conciencia de investigador ordenaba, pero que los límites probables de la vida no me permitían continuar indefinidamente. Aprovechando, pues, todos los materiales, que he recogido, doy a luz nuevamente la HISTORIA DE LOS HETERODOXOS, en forma que para mí habrá de ser definitiva, aunque no dejaré de consignar en notas o suplementos finales las noticias que durante el curso de la impresión vaya adquiriendo o las nuevas correcciones que se me ocurran. No faltará quien diga que con todo ello estropeo mi obra. ¡Como si se tratase de alguna novela o libro de pasatiempo! La Historia no se escribe para gente frívola y casquivana, y el primer deber de todo historiador honrado es ahondar en la investigación cuanto pueda, no desdeñar ningún documento y corregirse a sí mismo cuantas veces sea menester. La exactitud es una forma de la probidad literaria y debe extenderse a los más nimios pormenores, pues ¿cómo ha de tener autoridad en lo grande el que se muestra olvidadizo y negligente en lo pequeño? Nadie es responsable de las equivocaciones involuntarias; pero no merece nombre de escritor formal quien deja subsistir a sabiendas un yerro, por leve que parezca.

Bien conozco que es tarea capaz de arredrar al más intrépido la de refundir un libro de erudición escrito hace más de treinta años, que han sido de renovación casi total en muchas ramas de la Historia eclesiástica, y de progreso acelerado en todas. Los cinco primeros siglos de la Iglesia han sido estudiados con una profundidad que asombra. La predicación apostólica, la historia de los dogmas, los orígenes de la liturgia cristiana, la literatura patrística, las persecuciones, los concilios, las herejías, la constitución y disciplina de la primitiva Iglesia, parecen materia nueva cuando se leen en los historiadores más recientes. La Edad Media, contemplada antes con ojos románticos, hoy con sereno y desinteresado espíritu, ofrece por sí sola riquísimo campo a una legión de operarios que rehace la historia de las instituciones a la luz de la crítica diplomática, cuyos instrumentos de trabajo han llegado a una precisión finísima. Colecciones ingentes de documentos y cartularios, de textos hagiográficos, de concilios, decretales y epístolas pontificias, de todas las fuentes de jurisprudencia canónica, han puesto en circulación una masa abrumadora de materiales, reproducidos con todo rigor paleográfico y sabiamente comentados. Apenas hay nación que no posea ya un Corpus de sus escritores medievales, unos Monumenta historica, una serie completa de sus crónicas, de sus leyes y costumbres; una o varias publicaciones de arqueología artística, en que el progreso de las artes gráficas contribuye cada día más a la fidelidad de la reproducción. Con tan magnífico aparato se ensanchan los horizontes de la historia social, comienzan a disiparse las nieblas que envolvían la cuna del mundo moderno, adquieren su verdadero sentido los que antes eran sólo datos de árida cronología, y la legítima rehabilitación de la Edad Media, que parecía comprometida por el entusiasmo prematuro, no es ya tópico vulgar de poetas y declamadores, sino obra sólida, racional y científica de grandes eruditos, libres de toda sospecha de apasionamiento.

No es tan fácil evitarle en la Historia moderna, puesto que los problemas que desde el Renacimiento y la Reforma comenzaron a plantearse son en el fondo idénticos a los que hoy agitan las conciencias, aunque éstos se formulen en muy diverso estilo y se desenvuelvan en más vasto escenario. Pero tiene la investigación histórica, en quien honradamente la profesa, cierto poder elevado y moderador que acalla el tumulto de las pasiones hasta cuando son generosas y de noble raíz, y, restableciendo en el alma la perturbada armonía, conduce por camino despejado y llano al triunfo de la verdad y de la justicia, único que debe proponerse el autor católico. No es necesario ni conveniente que su historia se llame apologética, porque el nombre la haría sospechosa. Las acciones humanas, cuando son rectas y ajustadas a la ley de Dios, no necesitan apología; cuando no lo son, sería temerario e inmoral empeño el defenderlas. La materia de la historia está fuera del historiador, a quien con ningún pretexto es lícito deformarla. No es tema de argumentación escolástica ni de sutileza capciosa y abogadil, sino de psicología individual y social. La apología, o más bien el reconocimiento de la misión alta y divina de la Iglesia en los destinos del género humano, brota de las entrañas de la historia misma; que cuanto más a fondo se conozca, más claro nos dejará columbrar el fin providencial. Flaca será la fe de quien la sienta vacilar leyendo el relato de las tribulaciones con que Dios ha querido robar a la comunidad cristiana en el curso de las edades, para depurarla y acrisolarla: ut qui probati sunt manifesti fiant in vobis.

Guiados por estos principios, grandes historiadores católicos de nuestros días han escrito con admirable imparcialidad la historia del Pontificado en los siglos XV y XVI y la de los orígenes de la Reforma; y no son pocos los eruditos protestantes que al tratar de estas épocas, y aun de otras más modernas, han rectificado noblemente algunas preocupaciones muy arraigadas en sus respectivas sectas. Aun la misma crítica racionalista, que lleva implícita la negación de lo sobrenatural y es incompatible con cualquiera teología positiva, ha sido factor de extraordinaria importancia en el estudio de las antigüedades eclesiásticas, ya por las nuevas cuestiones que examina, ya por los aciertos parciales que logra en la historia externa y documental, que no es patrimonio exclusivo de nadie.

Católicos, protestantes y racionalistas han trabajado simultáneamente en el grande edificio de la Historia eclesiástica. Hijo sumiso de la Iglesia, no desconozco la distinta calificación teológica que merecen y la prudente cautela que ha de emplearse en el manejo de las obras escritas con criterio heterodoxo. Pero no se las puede ignorar ni dejar de aprovecharlas en todo lo que contienen de ciencia positiva, y así la practican y profesan los historiadores católicos menos sospechosos de transacción con el error. Medítense, por ejemplo, estas palabras del cardenal Hergenroether en el prefacio de su Historia de la Iglesia, tan conocida y celebrada en las escuelas religiosas: «Debemos explotar y convertir en provecho propio todo lo que ha sido hecho por protestantes amigos de la verdad y familiarizados con el estudio de las fuentes. Sobre una multitud de cuestiones, en efecto, y a pesar del muy diverso punto de vista en que nos colocamos, no importa que el autor de un trabajo sea protestante o católico. Hemos visto sabios protestantes formular sobre puntos numerosos, y a veces de gran importancia, un juicio más exacto y mejor fundado que el de ciertos escritores católicos, que eran en su tiempo teólogos de gran nombradía.

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