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AA. VV. - Crónicas de El Dorado

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AA. VV. Crónicas de El Dorado
  • Libro:
    Crónicas de El Dorado
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2003
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Crónicas de El Dorado: resumen, descripción y anotación

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PRÓLOGO

El Dorado, nuestro país ilusorio, tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

La soledad de América Latina (1982)

El Dorado no existía en ninguna parte, pues era fruto de la concreción de las ideas clásicas sobre indicios de posibilidad, que el conquistador acumuló, por el paso de unas a otras huestes, sobre un supuesto racional: el de la necesidad de que existieran unas minas riquísimas en el lugar donde las condiciones naturales fueran óptimas.

DEMETRIO RAMOS PÉREZ

El mito de El Dorado: su génesis y proceso (1973)

POCOS LUGARES en la historia mundial han sufrido las variantes y los traslados de su emplazamiento como el llamado “El Dorado”, que provino de repetidas historias en su gran mayoría falsas y poco seguras de comprobar.

En principio y a raíz del descubrimiento del Nuevo Mundo, los europeos guiados por sus fantasías medievales, mantuvieron muy en alto la esperanza de lograr una fuente constante de metales preciosos, especialmente oro, que les sirvió de estimulante verbal atrayendo a incautos sorprendidos en su buena fe, para lograr el patrocinio de ricas expediciones o lograr la construcción de barcos y formular promesas basadas fundamentalmente en una tierra especial, un esperanzado paraíso donde estaban los tesoros desconocidos para lo cual sólo era necesario la osadía de buscarlos. Basándose en esta utopía, la historia muestra la sucesión de exploraciones, penosas caminatas, enfrentamientos con los naturales de las tierras desconocidas y la innumerable variedad de inconvenientes que rodean estos sucesos.

“El mito de El Dorado, escribe Arturo Uslar Pietri, ha sido la concepción más tenaz de la noción mágica de la riqueza que caracterizó los viejos pueblos de Occidente”.

Las tierras de América fueron entonces el escenario cambiante y perseguido de todos aquellos esperanzados en lograr la magnificencia y las regalías que lo llevarían a la fama y, al mismo tiempo, a ser los dueños o señores de reinos inconmensurables, bien provistos en la existencia deslumbrante de minas, secretos, esclavos e, invariablemente, de oro y plata, en otros casos de esmeraldas y rubíes, de canela y especias, de ciudades sagradas protectoras de dichos tesoros.

“La forma más característica en que la utopía se manifiesta en América es bajo los visos de un país fabulosamente rico en oro y plata y piedras preciosas y que responde a los varios nombres de El Dorado, Paititi, Trapalanda, Lin Lin, La Fuente de la Eterna Juventud y La Ciudad Encantada de los Césares. Todas estas regiones fantásticas o imaginarias ya se mencionan durante el siglo XVI, a los pocos años del descubrimiento, y están directamente relacionadas con uno u otro conquistador”, como afirma Stelio Cro en Realidad y utopía en el descubrimiento y conquista de la América Hispana (1492-1682) .

Un fascinante espectáculo tuvieron que enfrentar los europeos ante el territorio inmenso de América. Ello les permitió el tejer las más intensas aventuras dedicadas a proporcionarse renombre, a lograr una mayor simpatía de las autoridades en nombre de quienes venían a conquistar con el manto protector de la espada y la cruz.

La sorpresa del Nuevo Mundo muy pronto surtió de promesas utópicas las desconocidas tierras, donde se sucedieron los nombres orientadores y llamativos para imantar el escenario geográfico, hablando del Paraíso Terrenal, de los ríos que lo recorrían, de las amazonas o mujeres guerreras, de gigantes, de la Edad del Oro, de los hombres sin cabeza, de los monstruos del mar que aterrorizaban las playas, de los demonios que habitaban en los sitios más diversos y en las minas, en los seres deformados y en innumerables fantasías que crecían y lograban asideros en un vulgo sin cultura. Por ello los indios contaban, hacían largas y artificiosas explicaciones, con mucha dificultad de captación por los intérpretes de los recién venidos de Europa, una leyenda contundente sobre el oro, que iría variando según las zonas de la América toda y que sirvió para gestar las expediciones más sorprendentes.

Buscando algo incierto y en lugares generalmente impropios, dieron con ríos inmensos —Amazonas, Orinoco, Meta, Río de la Plata, Magdalena—, superaron los picos nevados, llegando a Potosí, subiendo los Andes Meridionales, buscando una laguna o un lago donde se volcaban los rescates en oro, lo que produjo, hacia 1539, el encuentro en la gran sabana bogotana, de conquistadores como Jiménez de Quesada, Sebastián de Benálcazar y Nicolás Federman que procedían respectivamente de Santa Marta, Quito y Coro.

El escenario siempre rotativo y por supuesto muy incierto, lo aumentan en la tenacidad y empeño de los buscadores, lo cual permitió la realización de extensas rutas por caminos penosos que se cubrían de agua algunas veces, altos pastos o selvas intrincadas, neblinas tropicales, del griterío sorpresivo de la selva, por extensos pantanos cubiertos de insectos, con animales carnívoros, serpientes y caimanes.

Bien lo presenta Gustavo Cobo Borda cuando escribe que:

partieron por esas infinitas llanuras, inundadas durante largos meses de lluvia, calientes y salpicadas por una vegetación capaz de cubrirlos durante la estación seca, queriendo atrapar a un hombre o a un rey, una mina o una laguna, una ciudad o un imperio, la Casa del Sol o un bosque de canela, una montaña de cristal o el tercer marquesado del Nuevo Mundo, luego de México y Perú, o el perdido reino de los incas Paititi en el sitio donde hoy confluyen Bolivia, Paraguay y Brasil; que siempre estaba más allá, en otra parre, detrás del horizonte, difuminándose, como en los llanos, en medio de esa neblina provocada por el propio calor del trópico. Nunca lo consiguieron del todo ya que, cuando el polvillo amarillo se les deslizaba entre los dedos o cuando montículos más altos que un hombre, de refinada orfebrería, eran fundidos la imaginación volvía a susurrarles lo que querían oír, y las voces de los indios, aterrados de su cudicia, como escribían los cronistas, les indicaban una cima más elevada, detrás de la cual sí se hallaba escondido el verdadero tesoro. En palabras de Gonzalo Fernández de Oviedo: “Los indios prometen a los cristianos lo que ven que desean; esto es: oro”. Era como una leyenda fabricada entre todos. (Fábulas y leyendas de El Dorado, 1987).

Estas expediciones fueron una sucesión de contratiempos que envuelven combates y muerte, la presencia perturbadora de los mosquitos o el sorpresivo jaguar, enfrentamiento con una naturaleza poco reparadora, la fatiga, putrefacción y aguas intomables.

Ese inmenso esfuerzo —que mantenía la esperanzada fe de los aventureros— consolidó el sacrificio de vidas humanas, contrariando las privaciones, miserias y hambrunas que debieron mitigar comiéndose las sillas o los correajes “cocidos en agua y después asados al rescoldo” —como apunta Cieza de León—, que fueron ocasionalmente alimentos, cambiantes por caballos, perros, serpientes, gusanos, hierbas y todo aquello que se consideró recurso para mantener la vida.

Hablar del “hombre dorado”, el cacique untado con resina y luego recubierto con oro pulverizado, que salía en una balsa con un séquito especial para cumplir con el ritual de sus antepasados, sirvió como constante imagen de las riquezas sepultadas en lagunas consagradas al culto religioso.

Este “El Dorado” lo personificó. Tras su búsqueda la historia nos muestra los testimonios de protagonistas y aventureros que fueron reemplazándose y proliferando a lo largo del tiempo.

No siempre floreció la gloria o el resultado eficiente. La frustración queda señalada en variadas páginas de los cronistas, dando cuenta realista del tormento nacido de una irresponsable búsqueda, constantemente falseada o alterada por los sucesos, que nunca produjo un hecho definitivo y celebratorio.

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