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Paco Camarasa - Sangre en los estantes

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Paco Camarasa Sangre en los estantes
  • Libro:
    Sangre en los estantes
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2016
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Sangre en los estantes: resumen, descripción y anotación

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Ambler
y las novelas de espías sin espías

La profesión de espía o la afición a espiar es, dicen, una de las más antiguas del mundo. Espías ha habido siempre, y algunos de ellos han aparecido en novelas de aventuras anteriores a la primera guerra mundial (como es el caso de la novela considerada como la iniciadora de este subgénero, El enigma de las arenas, de Robert Erskine Childers). Sin embargo, es alrededor de la gran guerra, la época en que William Le Queux, E. Phillips Oppenheim, Sapper y John Buchan comenzaron a publicar sus novelas, cuando comienza a surgir un subgénero —el de espías— que ha ido siempre ligado a la evolución del género negrocriminal, y cuyos libros y autores se han entremezclado en los estantes de cualquier librería negrocriminal que se precie.

Las novelas de Le Queux, E. Phillips Oppenheim y Sapper son inencontrables en castellano. El caso de John Buchan no es mucho mejor: solo la más representativa de su obra, Los treinta y nueve escalones (más conocida por la adaptación que hizo un joven Hitchcock que por haber sido leída), puede leerse en castellano. Además, ha envejecido mal. Sin embargo, aún se lee bien El enigma de las arenas de Childers, el independentista irlandés que empezó espiando para los ingleses y acabó combatiéndolos para conseguir la independencia de Irlanda; fue fusilado por sus cainitas compañeros de lucha.

Buchan y Childers se consideran, formalmente, los fundadores del género de espías.

Pero habría que esperar hasta la segunda mitad de los años treinta para que ERIC AMBLER (Londres, 1909-Londres, 1998) publicara una serie de novelas (Fronteras sombrías, la primera, en 1936, y cinco novelas más hasta 1940) y sentara las bases de lo que consideramos novela de espías.

Hijo de actores, vivió una infancia y una adolescencia poco convencional. En su juventud, fue ingeniero y trabajó en publicidad; más tarde se enroló en el ejército. No llegó a disparar un solo tiro, pero se licenció como teniente coronel, y sus labores propagandísticas le permitieron codearse con Frank Capra, Carol Reed, Peter Ustinov y un joven John Huston.

Era antifascista y pacifista en unos tiempos de tambores de guerra. Hizo lo que sabía, escribir, para señalar que la guerra no era la solución. Sus novelas no tienen como protagonistas a brillantes estrategas ni valientes héroes. Sus personajes son espías sin haberlo querido, son personas normales como usted o como yo, que hacen lo que deben o lo que pueden para salir de una situación en que se han visto envueltos. Son hombres corrientes que se ven accidentalmente o bondadosamente implicados en complejas y peligrosas intrigas internacionales. Pero, una vez inmersos en esas situaciones, no se quedan quietos, no se convierten en víctimas pasivas de las circunstancias.

En Fronteras sombrías ya se habla de una bomba atómica. Esta primera novela de Ambler es poco verosímil, pero aún se lee bien porque es tremendamente amena. Entre esas primeras seis novelas, que son los cimientos del género, encontramos también La máscara de Dimitrios. Una obra maestra. Una novela extraordinaria, dirá Hitchcock. Guillermo Cabrera Infante, con la exageración habitual en él, aseguró que «La máscara de Dimitrios dio a la novela de espionaje una dimensión literaria que no está lejos de Los papeles de Aspern de Henry James». En La máscara de Dimitrios no hay que averiguar quién es el culpable. Conocemos desde el principio al asesino; o, al menos, su cadáver (o presunto cadáver). La intriga se construye en torno al culpable y no en torno a la víctima o a las víctimas.

Después de la guerra, Ambler viajaría hasta Hollywood, pero ni él ni Hollywood eran los mismos de antes, y regresa a Europa en 1958. Sigue escribiendo, sigue construyendo perfectamente sus novelas, pero ha perdido algo en el camino. Ya no hay entusiasmo ni esperanza. Sigue habiendo denuncia de los poderosos, pero encontramos desengaño y desencanto. Los hechos son contemplados desde fuera, sin la pasión del que actúa.

Su obra, 25 novelas y un libro de memorias, es la obra de uno de los mejores. Me gusta mucho comenzar este libro por Ambler, del que sigo siendo un lector fiel, leal y entusiasta.

Gracias a él (mejor dicho, a la editorial Bruguera de la época, hace muchos años), he aprendido que al subir al tren o al avión hay que llevar no uno sino dos libros para que no pase lo que me pasó en un viaje a Madrid, cuando había Intercity, para ir a una reunión. El viaje transcurrió rápidamente; yo estaba inmerso en las andanzas de Charles Latimer y Dimitrios Makropoulos, abducido por las páginas de La máscara de Dimitrios, que se iba deshojando como era habitual en las ediciones de Libro Amigo. Pero cuando solo faltaban las apasionantes últimas treinta páginas, descubrí que las de mi novela se habían quedado en blanco. Maldije a alguien, pisoteé el libro, y el revisor me pidió calma mientras yo trataba de explicarle lo que ocurría. El viaje se había convertido en una pesadilla para mí. ¿Qué pasaría con el pobre Latimer por las callejuelas de París? Al llegar a Atocha, lo primero que hice fue ir a una librería. Tuve suerte. Tenían un ejemplar sin páginas en blanco de La máscara de Dimitrios. Eso sí, llegué tarde a la reunión, pero valió la pena entrar feliz tras haber terminado la novela.

Hay también otros autores de novelas de espías que aún leo con agrado. Por ejemplo, sigue habiendo uno que me gusta mucho y que ha retomado los temas, los ambientes y los protagonistas inocentes metidos a espías. Me refiero a Alan Furst, que ha recorrido la Europa de finales de los treinta y de la guerra y nos lo cuenta. Aunque no sé si le puedo perdonar los errores sobre la guerra civil española en Soldados de la noche. También me gusta Joseph Kanon, en especial en Estambul, una novela ambientada en esa ciudad tan querida para Eric Ambler, quien situó en ella Topkapi, Viaje al miedo y La máscara de Dimitrios.

No se preocupen, no me he olvidado: de los espías profesionales de la CIA, del KGB, del MI5, les hablaré cuando hablemos de Le Carré.

Arjouni,
el turco que solo sabía alemán

JAKOB ARJOUNI (Fráncfort, 1964-Berlín, 2013) deja su ciudad natal después de la secundaria para instalarse en Montpellier, donde quiere estudiar agronomía y literatura. Como no tenía mucho dominio del francés, pero sí mucho tiempo libre, decidió combatir el aburrimiento escribiendo una novela. Allí nació Kemal Kayankaya, un detective privado triste y solitario que siempre termina metiéndose en mil líos. Y que es rechazado por los alemanes por su aspecto turco, pero también por los turcos porque sospechan que es un renegado y no habla turco ya que quiere ser «un buen alemán». No es, desde luego, un ejemplo de buenos modales. Además, es provocador, sarcástico y algo cínico, y su humor corrosivo le crea problemas a menudo.

Tanto los alemanes como los turcos desconocen que Kayankaya nació en Ankara pero que sus padres, primero su madre y después su padre, murieron cuando ya estaban instalados en Fráncfort. Más tarde fue adoptado por una familia alemana. Es, por lo tanto, de cultura germánica pero de aspecto turco, en unos años en los que el racismo, la xenofobia y la discriminación contra los turcos campaban a sus anchas en la Alemania preunificada. Recuerden también el impresionante testimonio del periodista Günther Wallraff y su Cabeza de turco.

Por desgracia, las tres novelas de Arjouni que una pequeña editorial alternativa, Virus, tradujo al español en su momento, han sido poco leídas. ¡Happy Birthday, turco!, con prólogo de Manuel Vázquez Montalbán, Más cerveza y Rakdee con dos es no han pasado, en España, de obras de culto entre los seguidores más fieles del género. Quizá su nivel de popularidad hubiera cambiado si se hubiera estrenado entre nosotros la película que la prestigiosa Doris Dörrie hizo basada en la primera de estas novelas.

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