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Helga Schneider - Déjame ir, madre

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Helga Schneider Déjame ir, madre
  • Libro:
    Déjame ir, madre
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2017
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Déjame ir, madre: resumen, descripción y anotación

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Formidable éxito en Italia, donde ocupó los primeros puestos entre los más vendidos, y a punto de publicarse en varios idiomas, este libro causó sensación por la honestidad y crudeza con que la autora retrata la relación entre una madre y una hija.

El carácter autobiográfico del relato le otorga una autenticidad sobrecogedora, y la brevedad del texto que sólo abarca veinticuatro horas en la vida de las dos protagonistas refuerza aún más una narración que recoge una vida entera y una tragedia histórica.

En 1998, Helga Schneider recibió una carta en la cual se le suplicaba que fuese a visitar a su madre nonagenaria, quien, gravemente enferma, estaba internada en una residencia en Austria. Transcurridos casi seis decenios desde que la ahora inofensiva anciana abandonó a su hija de cuatro años, y a toda su familia, para incorporarse en las SS, Helga se encuentra con una mujer que, pese a su fragilidad y necesidad de cariño, continúa sintiendo el más profundo desprecio hacia las víctimas del Holocausto. Sin embargo, pese a la herida imborrable que la ausencia y el olvido de su madre le causaron, más la vergüenza y repulsión de saberla cómplice activa y voluntaria de tan execrables crímenes, Helga descubre lo difícil que resulta cortar el cordón umbilical que la une a su progenitora. Incapaces de abandonar la lectura, asistimos a un crudo enfrentamiento dialéctico entre dos personas que luchan por salvarse a sí mismas, una intentando recuperar a su hija y la otra procurando romper el vínculo que la une a un ser de moral repugnante. Reconocido por la crítica como un auténtico ejercicio literario, Déjame ir, madre es un extraordinario testimonio, tanto humano como histórico, de un profundo dolor que subyace en la tragedia colectiva que supuso la existencia del Tercer Reich.

Viena, martes 6 de octubre de 1998. En el hotel.

Hoy te vuelvo a ver, madre, después de veintisiete años, y me pregunto si durante todo este tiempo has sido consciente de cuánto daño has hecho a tus hijos. Esta noche no he pegado ojo. Ya es casi de día; he subido la persiana. Una luz mortecina se abre paso sobre los tejados de Viena.

Hoy te vuelvo a ver, madre, pero ¿con qué sentimientos? ¿Qué puede sentir una hija por una madre que renunció a su papel de madre para integrarse en la perversa organización de Heinrich Himmler? ¿Respeto? Sólo por tu edad venerable. ¿Y aparte de eso?

Es difícil decirlo: no siento nada. Al fin y al cabo, eres mi madre. Pero es imposible que sienta amor. No puedo amarte, madre.

Estoy nerviosa, y recuerdo a mi pesar nuestro último encuentro, en 1971, cuando te volví a ver después de treinta años; me estremece recordar el espanto que sentí al descubrir que fuiste miembro de las SS.

Y no te arrepentías. Seguías estando orgullosa de tu pasado, de haber sido una empleada modelo en aquella eficaz fábrica de los horrores.

Son las seis, el cielo está plomizo; será un día lluvioso. Y hoy te vuelvo a ver, madre, por segunda vez desde que me abandonaste hace cincuenta y siete años: toda una vida. Siento una amarga inquietud, de anhelo impaciente. Porque, a pesar de todo, eres mi madre.

¿Qué nos diremos? ¿Qué me dirás? ¿Percibiré en ti alguna huella de amargura por el vacío que ha habido entre nosotras? ¿Me dedicarás esa caricia materna que deseo desde hace más de medio siglo? ¿O volverás a destrozarme con tu indiferencia?

En 1971 yo vivía en Italia y tenía un hijo pequeño, Renzo; de repente, sentí la irrefrenable necesidad de buscarte. Te encontré. Y me precipité a Viena con mi niño para volver a abrazarte. Pero a ese nieto que te miraba con un entusiasmo lleno de curiosidad, tú lo trataste con frialdad, le negaste el derecho de tener una abuela, como me negaste a mí el de tener por fin una madre. Porque no querías ser madre; desde que nacimos, primero yo y luego mi hermano Peter, siempre nos confiaste a otros. Y, sin embargo, en el Tercer Reich la maternidad era incentivada de forma obsesiva, sobre todo por el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels.

Hasta tu jefe, Heinrich Himmler, Reichsführer de las SS, sostenía que sus miembros debían seguir siempre un principio: honestidad, lealtad y fidelidad a los que pertenecían a su misma sangre. Y tus dos hijos, ¿acaso no eran de tu misma sangre?

No, tú no querías ser madre; preferías el poder. Delante de un grupo de prisioneras judías te sentías todopoderosa. Celadora de las desnutridas, exhaustas y desesperadas judías de cabeza rapada, de mirada vacía… ¡Qué miserable poder, madre!

Miro el cielo inhóspito de Viena y me invade un impulso de rebeldía: me arrepiento de haber contestado con tanta solicitud a la llamada de una desconocida. Debería haberla ignorado, me digo, dejar que las cosas continuaran como en los últimos treinta años.

He decidido viajar con demasiada precipitación.

La carta llegó un día de finales de agosto y, por algún oscuro motivo, recelé de ella incluso antes de abrirla. ¿Qué podía contener aquel sobre de un empalagoso color rosa? No esperaba correo de Viena. Me fui de allí en 1963 y, desde entonces, había perdido el contacto con todas las viejas amistades.

La autora de la carta se llamaba Gisela Freihorst y aseguraba ser una buena amiga de mi madre. Así fue como me enteré de que aún vivía.

Sí, seguía viva, pero la habían trasladado hacía poco a un Seniorenheim, una residencia de ancianos, pues su estado de salud había empeorado: salía de casa y se perdía, se olvidaba de cerrar los grifos del agua o, peor todavía, la espita del gas, con lo que se arriesgaba a volar el edificio entero; en resumen, como se dice en estos casos, se había convertido en un peligro para ella y para los demás.

Al principio la trataba el servicio de salud mental de su barrio: tenía que ir al centro de día tres veces por semana; para lo demás, se ocupaban de ella varias asistentas sociales, a las que siempre hacía huir desesperadas (era evidente que los años no le habían dulcificado el carácter, siempre receloso, huraño y rebelde). Pero al final habían decidido sacarla de su casa y llevarla a un lugar en el que pudiera estar controlada día y noche.

«Su madre se acerca a los noventa años —terminaba la carta—, y podría irse en cualquier momento. ¿Por qué no considera la posibilidad de verla una vez más? Después de todo, sigue siendo su madre».

Aquellas palabras que quedaban entre lo sencillo y lo burocrático me conmocionaron profundamente. Después del decepcionante encuentro de 1971, había sepultado el recuerdo de mi madre en un rincón oscuro de la memoria; desde hacía muchos años vivía convencida de que, con el paso del tiempo, esa sepultura virtual se había transformado en una realidad. Imaginaba a mi madre inhumada en uno de esos encantadores cementerios de Viena, su ciudad natal y la de mi padre. Aquella Viena en la que había vivido de muchacha, en un colegio, sola y llena de rencor; la ciudad que había admirado pero no amado. Viena, la del inmortal orgullo imperial; la rigurosa, civilizada, verde, limpia y fría Viena.

La Viena que ahora, con la perspectiva de veintisiete años, vuelvo a contemplar con una especie de cauta fascinación.

Me había hecho ilusiones. Aquella carta metida en su empalagoso sobre rosa destrozó la confortable convicción de que mi madre había muerto, de que ya no tendría que enfrentarme al desgarramiento y al dolor por su culpa.

* * *

Son las seis y veinte; empieza a lloviznar. El cielo sombrío aumenta mi inquietud.

Debería haber ignorado la carta, cada vez estoy más convencida. Me habría inquietado durante unos días, pero luego la habría sepultado poco a poco junto a todo lo demás y me habría deslizado de nuevo hacia una aparente serenidad. Pero no. Me he dejado embaucar por las palabras afligidas de Frau Freihorst. O tal vez por la curiosidad: ¿qué aspecto tendrá ahora mi madre?

¿Es posible que estuviera renaciendo en mí una pequeña y estúpida esperanza? Quizá hubiera cambiado; quizá se hubiera arrepentido; tal vez la vejez le hubiera dulcificado el corazón; quizá hasta fuera capaz de un gesto maternal. Curiosidad, esperanza… y una especie de oscura atracción. Cedí y, casi como si temiese cambiar de idea, anuncié enseguida mi llegada a Frau Freihorst.

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