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Olga Lengyel - Los hornos de Hitler

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Olga Lengyel Los hornos de Hitler
  • Libro:
    Los hornos de Hitler
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1947
  • Índice:
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Los hornos de Hitler: resumen, descripción y anotación

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Agradecimientos

La autora agradece a Louis Zara su espléndida cooperación y sugestiones constructivas, así como la ayuda valiosísima que le prestó Isidore Lipschutz, el profesor Emile Lengyel, de la Universidad de Nueva York, Charles Eube, Oscar Ray.

Mi agradecimiento también a N. Adorjan, licenciado Paul Salmón, doctor Eric Legman, M. Steier, Ladislas Gara, Clifford Coch, Paul P. Weiss, al doctor Andrés M. Mateo por su gran ayuda y al señor José Luis Ramírez Jr por su comprensión y valiosa cooperación.

Deseo expresar mi agradecimiento a los Editores franceses, americanos, ingleses y mexicanos, así como al personal bajo sus órdenes que con sus valiosas sugestiones han hecho posible la publicación de este libro en sus países respectivos.

OLGA LENGYEL Cluj Rumanía-Hungría 19 de octubre de 1908 EE UU 15 de - photo 1

OLGA LENGYEL. (Cluj, Rumanía-Hungría, 19 de octubre de 1908 – EE. UU. 15 de abril de 2001), fue una escritora y enfermera húngara. En tiempos de la Segunda Guerra Mundial estudió enfermería y fue esposa del doctor Miklos Lengyel, a quien asistía en su hospital de Cluj-Napoca antes de ser deportados a Auschwitz en 1944 donde a su llegada perecieron sus padres e hijos, su esposo murió después poco antes de su liberación.

Lengyel fue la única superviviente de su familia y escribió sus vivencias en su libro I Survived Hitler’s Ovens —Los Hornos de Hitler, en la edición española—, que se publicó en 1947. Su vida posterior al Holocausto fue dedicada a mantener la memoria de los hombres, mujeres y niños que murieron como resultado de la Segunda Guerra Mundial.

Después de la guerra, emigró a los Estados Unidos. Según el website de The Memorial Library, Olga fundó la Librería Memorial, la cual fue auspiciada por la Universidad del Estado de Nueva York. Olga murió a la edad de 93 años, habiendo sobrevivido a Auschwitz, la pérdida de su primer marido, dos hijos y sus padres en el campo de concentración de Auschwitz, y después de haber batallado y sobrevivido a tres ataques separados de cáncer.

Su testimonio, durante el juicio de Bergen-Belsen, contra el Dr. Joseph Mengele fue contundente. También contra el SS Hauptsturmführer —Capitán— Josef Kramer, Comandante del Campo de Concentración de Birkenau; Irma Grese, famosa celadora SS de Birkenau y el Dr. Fritz Klein, rumano quien hizo injustificables experimentos científicos con prisioneros.

Capítulo I

8 caballos… o 96 hombres, mujeres y niños

¡Mea culpa, fue por culpa mía, mea máxima culpa! No puedo acallar mi remordimiento por ser, en parte, responsable de la muerte de mis padres y de mis dos hijos. El mundo comprende que no tenía por qué saberlo, pero en el fondo de mi corazón persiste el sentimiento terrible de que pudiera haberlos salvado, de que acaso me hubiese sido posible.

Corría el año 1944, casi cinco después de que Hitler invadió Polonia. La Gestapo lo gobernaba todo, y Alemania se estaba refocilando con el botín del continente, porque dos tercios de Europa habían quedado bajo las garras del Tercer Reich. Vivíamos en Cluj ciudad de 100 000 habitantes, que era la capital de Transilvania. Había pertenecido antes a Rumanía, pero el Laudo de Viena, de 1940, la había anexado a Hungría, otra de las naciones satélites del Nuevo Orden. Los alemanes eran los amos, y aunque apenas era posible abrigar esperanza ninguna, no sentíamos, si no rezábamos porque el día de la justicia no se retrasase. Entre tanto, procurábamos apaciguar nuestros temores y seguir realizando nuestros quehaceres diarios, evitando, en lo posible, todo contacto con ellos. Sabíamos que estábamos a merced de hombres sin entrañas —y de mujeres también, como más tarde pudimos comprobar—, pero nadie logró convencernos entonces del grado auténtico de crueldad a que eran capaces de llegar.

Mi marido, Miklos Lengyel, era director de su propio hospital, el «Sanatorio del Doctor Lengyel», moderno establecimiento de dos pisos y setenta camas, que habíamos construido en 1938. Cursó sus estudios en Berlín, donde consagró mucho tiempo a las clínicas de caridad. Ahora se había especializado en cirugía general y ginecología. Todo el mundo lo respetaba por su extraordinario talento y consagración a la ciencia. No era hombre político, aunque comprendía plenamente que estábamos en el centro de un verdadero Maelstrom y en peligro constante. No tenía tiempo para dedicarse a otras ocupaciones. Con frecuencia veía a 120 pacientes en un solo día y se dedicaba a la cirugía hasta bien entrada la noche. Pero Cluj era una comunidad dinámica y progresiva, y nos sentíamos orgullosos de representar a uno de sus principales hospitales.

Yo también estaba consagrada a la medicina. Había estudiado en la Universidad de Cluj y me consideraba con méritos para ser la primera asistente quirúrgica de mi marido. La verdad era que yo había contribuido a terminar el nuevo hospital, poniendo en su decoración todo el cariño que siente la mujer por el color; y así había alegrado las instalaciones en la manera más avanzada.

Pero, aunque tenía una carrera, me sentía más orgullosa todavía de mi pequeña familia, integrada por dos hijos, Thomas y Arved. Nadie, pensaba yo, podía ser más feliz que nosotros. En nuestro hogar residían mis padres y también mi padrino, el profesor Elfer Aladar, famoso internista, dedicado al estudio e investigación del cáncer. Los primeros años de la guerra habían sido relativamente tranquilos para nosotros, aunque oíamos con temor los relatos interminables de los triunfos de la Reichswehr. A medida que asolaban más y más territorios, iban disminuyendo los médicos y, especialmente, los cirujanos capaces de servir a la población civil. Mi marido, aunque prudente y bastante circunspecto, no hacía gran esfuerzo por ocultar ni disimular sus esperanzas de que la causa de la Humanidad no podría perderse del todo. Naturalmente, sólo hablaba con libertad a las personas de su confianza, pero había almas sobornables en todos los círculos y nunca podía saberse quién iba a ser el próximo «espía». Sin embargo, las autoridades de Cluj lo dejaron en paz.

Ya en el invierno de 1939, observamos un indicio de lo que estaba ocurriendo en los territorios ocupados por los nazis, por entonces, brindamos refugio a numerosos fugitivos polacos, que se habían escapado de sus hogares después de haberse rendido los ejércitos de su patria. Los escuchábamos, les dábamos alientos y los ayudábamos. Pero, a pesar de todo, no éramos capaces de dar crédito total a lo que nos contaban. Estos individuos estaban llenos de resentimiento y deshechos moralmente: sin duda, debían de exagerar. Hasta 1943 no nos llegaron relatos estremecedores de las atrocidades que se estaban cometiendo dentro de los campos de concentración de Alemania. Pero, al igual de tantos como me escuchan a mí hoy, no nos cabían en la cabeza tan horripilantes historias. Seguíamos considerando a Alemania como una nación que había dado una gran cultura al mundo. Si aquellas historias eran verídicas, indudablemente tenían que haber sido perpetradas por un puñado de locos; era imposible que se debiesen a una política nacional y que constituyesen parte de un plan de dominio y supremacía mundial. ¡Qué equivocados estábamos!

Ni siquiera cuando un comandante alemán de la Wehrmacht, a quien habían aposentado en nuestra casa, nos hablaba de la ola de terror que su nación había desencadenado sobre Europa, fuimos capaces de darle crédito. No era un hombre que carecía de estudios; por eso estaba yo convencida de que trataba de asustarnos. Intentamos vivir separados de él, hasta que una noche nos pidió que lo admitiésemos en nuestra compañía. Por lo visto, no buscaba más que tener alguien con quién hablar, pero cuantas más cosas nos contaba, mayor era el rencor y la amargura que dejaba en nuestras almas. Por todas partes, declaraba, las gentes sometidas lo miraban con ojos llenos de odio. ¡Y sin embargo, de su familia no recibía más que constantes quejas, porque no les enviaba suficiente botín! Otros soldados, tanto rasos como oficiales y clase de tropa, mandaban a su casa numerosas joyas, ropa, objetos de arte, y alimentos.

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