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Miguel Artola - Ciencia: lo que hay que saber

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MIGUEL ARTOLA GALLEGO San Sebastián 1923 es uno de los más prestigiosos - photo 1

MIGUEL ARTOLA GALLEGO (San Sebastián, 1923) es uno de los más prestigiosos historiadores españoles. Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático de Historia de España por las universidades de Salamanca y Autónoma de Madrid, es académico de la Historia y doctor honoris causa por las universidades del País Vasco y de Salamanca. Galardonado con el premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales y el Nacional de Historia, es autor de varias obras.

JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ RON Madrid 1949 es catedrático de Historia de la Ciencia - photo 2

JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ RON (Madrid, 1949) es catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid. Miembro de la Real Academia Española, es también académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales y de la Académie Internationale d’Histoire des Sciences de París. Ha dedicado una parte importante de su carrera a los estudios einstenianos.

I
FILÓSOFOS, MÉDICOS Y CIRUJANOS, ASTRÓNOMOS Y NATURALISTAS. OBSERVAR LA NATURALEZA

Los escritos más antiguos se remontan al III milenio a. C.: tablillas sumerias y jeroglíficos egipcios. China desarrolló la escritura hacia 1600 a. C., mientras que el lineal B fue la escritura de los griegos de Creta y Micenas (c. 1375 - 1200 a. C.). La escritura de los Vedas se sitúa entre los siglos XV y XI a. C. y los jeroglíficos mayas son del siglo VI a. C. Constituyen los restos más antiguos de un pensamiento anónimo. El teorema de Pitágoras, que ya mostraron conocer los caldeos, se encuentra en distintas culturas antes de su atribución al propio Pitágoras. En el siglo VIII a. C. Bauhyana (activo en torno al 800 a. C.), escribió el primer Shulba Sutra, en el que se encuentran varios triples pitagóricos, los números enteros que cumplen con el teorema de Pitágoras, como 3, 4, 5 o 12, 35, 37. El objeto de la ciencia era el conocimiento de la naturaleza, y la observación, el método idóneo para ello. Los objetos específicos de estudio en la naturaleza eran el Cielo y la Tierra, cosas inanimadas que dependían de una acción o fuerza exterior para su movimiento, y los seres vivos —plantas, animales y humanos—, con una fuerza interior. En el siglo V a. C. , el Génesis ofreció el relato de la creación, a partir de la nada, del Cielo y la Tierra, la luz, el firmamento, el agua y las plantas, el Sol y la Luna, los animales que habitan los diversos medios, el hombre y, surgida de éste, la mujer.

1. El cielo

A partir del 3200 a. C., los sumerios iniciaron la observación de los cuerpos celestes, a los que dieron nombre e identificaron por sus caracteres, posición y movimiento. Se calcula en 6000 el número de estrellas que se pueden observar a simple vista, aunque las conocidas hasta la invención del telescopio (comienzos del siglo XVII) no llegaban a la mitad de esa cifra. Llamaron estrellas fijas a los cuerpos más lejanos, que aparecían siempre en la misma parte del cielo, de las que sólo las más brillantes fueron identificadas al darles nombre y determinar su posición: Polar, Antares, etc. Los cometas eran estrellas que cruzaban el cielo y desaparecían en el horizonte. Todos los que contemplaron la multitud de los cuerpos celestes coincidieron en la conveniencia de identificarlos mediante un catálogo que incluyese nombre, posición, aparición y ocultación. En Alejandría asociaron el brillo a la magnitud, dieron el número 1 a las estrellas más brillantes y el 6 a las más pequeñas de las visibles, cada una con doble brillo que la siguiente. La catalogación de las estrellas fue la primera actividad científica en todas las culturas antiguas conocidas. Los sumerios fueron los primeros en hacerlo. Tras destruir Nínive (612 a. C.), los caldeos, semitas del sur de Mesopotamia, constituyeron un nuevo reino en Babilonia, que duró hasta el 539 a. C.; de ellos se conservan 70 tablillas que recogían observaciones y noticias (Enuma Anu Enlil). Un catálogo de 71 estrellas que podría remontarse al II milenio a. C. es el Mul.Apin; se trata de la principal fuente de conocimiento astronómico mesopotámico que poseemos (la copia más antigua conocida data del 687 a. C.). Hiparco (190- 120 a. C.) reunió noticias de 850 estrellas hacia 120 a. C., mientras que el catálogo de Ptolomeo (siglo I a. C.) incluía 1022 estrellas fijas, 800 de las cuales eran conocidas por los chinos en el 350 a. C.

Tablilla cuneiforme La observación del movimiento ascendente y descendente del - photo 3

Tablilla cuneiforme

La observación del movimiento ascendente y descendente del Sol en el cielo durante el día y el de la Luna durante la noche condujo a concebirlo como una semiesfera, la bóveda celeste. Se descubrió que había un punto, perpendicular en el cielo, al que se llamó «cenit»; también, que al viajar desaparecían unas estrellas y surgían otras distintas. A partir de estas invenciones se proyectaron los puntos, líneas y figuras terrestres para observar las estrellas sobre el fondo de la bóveda celeste: al prolongar en las dos direcciones el eje imaginario que atraviesa la Tierra, se determinó el de la esfera celeste con sus dos polos, y al extender el plano del ecuador terrestre se imaginó otro celeste. Todo lo que había en la Tierra podía representarse por un punto en el cielo, y para facilitar su descripción se introdujeron las constelaciones, grupos de estrellas arbitrariamente asociadas, a las que se asignó una parte de la bóveda celeste, lo que permitía indicar en qué zona del cielo se habían producido los cambios observados. Los sumerios dividieron la bóveda celeste en doce constelaciones, el Mul.Apin aumentó el número a 17, Homero menciona las constelaciones de Boyero, Orión y la Osa mayor, Ptolomeo ofreció una lista de 24 y en el siglo III Zang Heng catalogó 2500 estrellas en 100 constelaciones, mientras que un siglo después Chen Zhui redujo el número de las primeras a 1484 y aumentó el de las segundas a 283. En 1922, la Unión Astronómica Internacional decidió poner fin a la confusión restringiendo las constelaciones a 88 y describiendo los límites de cada una.

El descubrimiento en 1900 de un pecio en aguas de la isla Antikitera, al norte de Creta, proporcionó un instrumento que recibió el nombre del lugar, aunque su función no se identificó hasta pasadas varias décadas. Los estudios más recientes lo describen como un ordenador analógico que predecía las posiciones de los cuerpos celestes. Las tablas astronómicas, una construcción matemática basada en el registro de los movimientos celestes, permitían calcular la posición de los planetas, las fases de la Luna, los eclipses y otros acontecimientos. Ptolomeo ofreció en el Almagesto modelos geométricos que mediante el uso de las correspondientes tablas hicieron posible el cálculo de las posiciones pasadas y futuras de los planetas. Las tablas musulmanas, Zij, por su nombre persa, de las que se conservan más de doscientas, se caracterizan por la riqueza de su información. En el siglo X, al-Sufi describió la posición y caracteres de los cuerpos celestes e incorporó una «pequeña nube», la constelación de Andrómeda, además de la «gran nube» magallánica. Ibn Yunis (950-1009) destacó por la precisión de sus cifras y al-Kujandi calculó la inclinación de la eclíptica. Alhacén realizó (1009) observaciones en las que modificó las condiciones de la observación. Los observatorios de Bagdad en el siglo IX, Maraghe en el XIII, Samarcanda en el XV y Estambul en el XVI contribuyeron al conocimiento del cielo. Merecen también mención las célebres

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