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Miguel Ángel Sabadell - Feynman. La electrodinámica cuántica

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Miguel Ángel Sabadell Feynman. La electrodinámica cuántica

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MIGUEL ÁNGEL SABADELL es físico y divulgador Es editor técnico de revistas de - photo 1

MIGUEL ÁNGEL SABADELL es físico y divulgador. Es editor técnico de revistas de divulgación científica y ha asesorado a organismos tales como la Expo 2008, el Centro de Astrobiología (INTA-CSIC), vinculado a la NASA, y la European Space Agency (ESA).

CAPÍTULO 1 Un nuevo mundo cuántico

Entender la constitución última de la materia es una aventura intelectual que comenzó con Demócrito, en la antigua Grecia. Sin embargo, no fue hasta finales del siglo XIX cuando empezamos a darnos cuenta de lo que era y significaba el mundo de los átomos. En 1890, y sin que nadie lo advirtiera, empezó a incubarse una revolución conceptual que culminaría en 1930: la teoría cuántica.

Once de mayo de 1918. La polémica política estaba servida: en pocos días el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, firmaría la polémica Acta de Sedición de 1918, «la más dura legislación de la nación contra la libertad de expresión», en palabras del historiador sobre derechos civiles norteamericanos Geoffrey R. Stone. En ella se ampliaban los delitos contemplados en el Acta de Espionaje de 1917 a cualquier opinión o discurso hechos en público que usaran «un lenguaje insultante, irreverente, difamatorio, despectivo o desleal hacia el Gobierno de Estados Unidos, la forma de gobierno o la bandera», señalaba The New York Times. En definitiva, su objetivo era perseguir comportamientos poco patrióticos en medio de una guerra que acabaría terminando en pocos meses. En esos momentos, cerca de un millón de soldados norteamericanos se encontraban en el frente occidental, la mitad de ellos en retaguardia y la inmensa mayoría llegados a la ensangrentada tierra europea hacía pocos meses. El frente occidental se veía azotado por la ofensiva de primavera planeada por el general Erich Ludendorff. El alto mando alemán sabía que debía arrollar a los ejércitos francés y británico antes de que los norteamericanos desplegaran todo su poderío. Además, rompiendo las líneas del frente occidental podrían alcanzar un armisticio en condiciones. En este contexto, y a pesar de que esta ley de Wilson era un mazazo legal contra la libertad de expresión, la práctica totalidad de los periódicos norteamericanos la aplaudieron.

No se sabe cuál habría sido la opinión de un judío asquenazí emigrado de Minsk (Bielorrusia), un hombre que enseñó a sus hijos a cuestionar la ortodoxia, a plantearse dudas: Melville Feynman. En aquel último año de la Gran Guerra vivía junto a su mujer, Lucille Phyllips, en Far Rockaway, un pequeño villorrio del condado de Queens (uno de los cinco boroughs que componen la ciudad de Nueva York) situado en la costa sur de Long Island. Allí se encontraba asentada una importante colonia judía con un temperamento lo suficientemente abierto y liberal para aceptar ateos como Melville: eran miembros del judaísmo reformado, una corriente que nació en la Alemania del siglo XVIII —pocos años antes de su muerte, Richard Feynman visitó la ciudad de su niñez y descubrió cómo sus habitantes habían virado hacia la más pura ortodoxia—.

«Solo a base de trabajar duro puede descubrirse algo».

—RICHARD FEYNMAN.

Sin embargo, ese día de mayo Melville estaba preocupado por algo mucho más cercano e importante, el nacimiento de su primer hijo. Cuenta la leyenda familiar que había comentado a Lucille: «Si es niño, será científico». A lo que ella respondió: «No cuentes los pollos antes de que rompan el cascarón».

Melville siempre había sentido pasión por la ciencia, pero para un judío inmigrante de entonces esto era algo con lo que únicamente podía soñar, nunca cumplir. Así que se dedicó a lo que desde tiempos inmemoriales ha sido casi lo único que se les ha dejado hacer a los judíos: negocios. Vendió uniformes de policía, carritos para llevar correo, una cera para coches llamada Whiz… Su manera de educar fue muy sutil. El mismo Richard reconocería tiempo más tarde que no sabía cómo su padre le llevó hacia la ciencia, pues nunca le dijo algo como «tú tienes que estudiar física». Lo que le enseñó fue la forma en que se hace ciencia, a hacer preguntas en lugar de regalarle respuestas, a que estuviera más atento a lo que no sabía que a lo que sabía. De este modo, le mostró que se puede vivir sin saber las respuestas a las preguntas más importantes; incluso que es preferible vivir así. Por su parte, Lucille inculcó en su hijo un poderoso sentido del humor, la capacidad de reírse de sí mismo y, sobre todo, cómo tener coraje para lanzarse al mundo. Dichas cualidades demostraron ser decisivas en la vida que le esperaba al joven Richard.

Cuando tenía cinco años, «Ritty» conoció la llegada de un hermanito, que recibió el nombre de Henry Phillips en honor al abuelo materno que había muerto el año anterior. Pero la desgracia les esperaba a la vuelta de la esquina: a las cuatro semanas el bebé se puso muy enfermo y murió un mes más tarde, el 25 de febrero de 1924, posiblemente debido a una meningitis. En noviembre de ese mismo año, y a 5800 kilómetros de distancia, el hijo menor de Victor, quinto duque de Broglie, presentaba su tesis doctoral en física de la que Albert Einstein dijo: «Ha levantado una esquina del gran velo», en una clara alusión a la famosa frase con la que, tiempo atrás, Louis Pasteur definió el trabajo científico. Louis de Broglie acababa de cambiar la manera que se tenía de entender la materia para siempre. Era el punto de inflexión de una revolución que había empezado a pergeñarse hacía treinta años, durante la llamada «década malva».

MISTERIOS Y REVOLUCIONES

Los últimos años del siglo XIX estaban siendo científicamente agitados y, sin embargo, aún había quien sostenía que «ahora no hay nada nuevo que descubrir. Todo lo que queda es hacer medidas cada vez más precisas», según palabras atribuidas al físico británico William Thomson (lord Kelvin) en 1900. Se había descubierto una partícula, el electrón, que nadie sabía de dónde venía, y también que ciertos compuestos de uranio emitían una radiación de naturaleza desconocida. Un nuevo misterio, la radiactividad, entraba en escena. Para terminar de enredar las cosas, las dos grandes teorías de la física del siglo XIX eran incompatibles. Por un lado, estaba la mecánica de Newton, que se ocupa de los cuerpos en movimiento, y por otro el electromagnetismo, explicado en 1873 por el escocés James Clerk Maxwell. Galileo ya había sugerido que las leyes físicas eran las mismas independientemente de si estamos quietos o corriendo a velocidad uniforme. Esto funcionaba de perlas con pelotas y piedras, pero no con la luz. Al final fue la teoría especial de la relatividad de Einstein la que resolvió el problema: la dinámica de Newton se aplicaba bien a cuerpos que viajan a velocidades pequeñas, pero no si estos se mueven a velocidades cercanas a la de la luz.

El efecto fotoeléctrico consiste en la emisión de electrones desde la - photo 2

El efecto fotoeléctrico consiste en la emisión de electrones desde la superficie de un metal al incidir sobre ella luz de una cierta frecuencia. El enigma era por qué existía esa frecuencia umbral. Einstein dio con la explicación.

Por otro lado, el desarrollo de la termodinámica, la ciencia del calor, había traído de la mano una hipótesis que por antigua no era menos polémica: la materia estaba hecha de átomos minúsculos e indivisibles. Suponer que no era continua sino discreta había permitido aplicar las leyes de la mecánica y, con ella, calcular muchas de las propiedades físicas de la materia. Pero no todos los científicos estaban convencidos. Uno era el alemán Max Planck, un experto en termodinámica clásica y para quien los átomos eran «un enemigo para el progreso» que al final «serán abandonados por la suposición de una materia continua». Curiosamente este físico protagonizaría una de las revoluciones conceptuales más importantes de la historia de la ciencia; el 14 de diciembre de 1900 anunciaba en la Sociedad Alemana de Física algo absolutamente aberrante para las mentes de entonces, que la materia no puede absorber energía en cantidades cada vez más pequeñas; existe una cantidad mínima de energía por debajo de la cual no se puede bajar, el

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