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Mark Fisher - Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?

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Mark Fisher Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?
  • Libro:
    Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2009
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Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?: resumen, descripción y anotación

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APÉNDICE

MARK FISHER Reino Unido 1968-2017 es un escritor y teórico especializado en - photo 1

MARK FISHER (Reino Unido, 1968-2017) es un escritor y teórico especializado en cultura musical. Colaborador regular de las publicaciones The Wire, Sight & Sound, Frieze y New Statesman. Es profesor de filosofía en el City Literary Institute de Londres y profesor visitante en el Centro de Estudios Culturales de Goldsmith, Universidad de Londres. Entre sus libros se cuentan Capitalism Realism y Ghosts of My Life: Essays on Melancholia, Hauntology and Lost Futures. Mantiene “k-punk”, uno de los blogs más populares sobre teoría cultural.

Dedicado a mi esposa, Zöe, a mis padres, Bob y Linda, y a los lectores de mi website.

DESEO POSCAPITALISTA

A poco de iniciado el movimiento Occupy London Stock Exchange la novelista - photo 2

A poco de iniciado el movimiento Occupy London Stock Exchange, la novelista devenida política conservadora Louise Mensch apareció en Have I Got News For You?, el programa de la BBC, y comentó con sarcasmo que la aglomeración en esa zona comercial de la ciudad había producido «las filas más largas en toda la historia de Starbucks». Y el problema no era solamente que los activistas tomaban café de marca: también usaban iPhone. La línea de su razonamiento era nítida: ser anticapitalista equivale a ser un anarcohippie primitivo. Por supuesto que los planteos de Mensch fueron ridiculizados, y hasta en el mismo programa en el que salieron al aire, pero los problemas que ponen sobre la mesa no se pueden pasar por alto tan fácilmente. Si la oposición al capital no significa que uno tenga que mantener una postura antitecnología y antiproducción en serie, ¿entonces, por qué se ha identificado al anticapitalismo con esta especie de «localismo de la comida orgánica», al menos en la caricatura que hacen de él sus oponentes como Mensch, e incluso en la cabeza de algunos de sus seguidores? Esta perspectiva pasa por alto el entusiasmo que Lenin sintió por Taylor, el que Gramsci sintió por Ford, y el empeño tecnológico soviético en el marco de la carrera espacial, entre otros capítulos de la Historia. No es novedad que el capitalismo ha tratado siempre de ejercer un derecho natural monopólico sobre el deseo: recordemos el famoso aviso de Levi’s de la década de 1980 en el que un adolescente ansioso ingresa de contrabando un par de jeans a través de un puesto de frontera de la URSS. Pero la aparición de los bienes de consumo electrónicos ha permitido al capital confundir deseo y tecnología al punto tal de que el deseo por un iPhone se vuelve automáticamente idéntico al deseo de capitalismo a secas. Inevitable recordar otro aviso: el también célebre «1984» de Apple, en el que la aparición de la computadora personal quedaba igualada con el fin del control totalitario.

Mensch no fue la única que se burló de los activistas de Occupy por su consumo de café de cadena y su empleo de bienes como los teléfonos móviles. En el Evening Standard de Londres, un columnista se quejaba porque «son el capitalismo y la globalización los que produjeron las ropas que usan los que protestan, las carpas en las que duermen, la comida que comen, los teléfonos en sus bolsillos y las redes sociales que usan para organizarse». Pero los argumentos de Mensch y sus compañeros reaccionarios en respuesta a Occupy no fueron sino versiones de aquellos argumentos presentes en los extraordinarios textos antimarxistas que Nick Land escribió en la década de 1990. Las provocaciones de teoría-ficción de Land partían del supuesto de que el deseo y el comunismo eran fundamentalmente incompatibles. Y hay al menos tres razones para tomar estos textos en serio y no como una valentonada antimarxista. En primer lugar, porque en esos escritos Land mostró crudamente los problemas que la izquierda enfrenta hoy en día. Land adelanta la película hasta su futuro cercano, es decir, nuestro pasado inmediato: un futuro cercano en el que el capital se pasea del todo triunfante y muestra hasta qué punto esta victoria depende de la mecánica libidinal de la publicidad y las empresas de relaciones públicas, cuyas excrecencias semióticas parasitan lo que antiguamente fue el espacio público.

Todo lo que no pasa directamente por el mercado cae triturado por la axiomática del capital y queda incrustado holográficamente a las marcas estigmatizantes de su obsolescencia. Una forma generalizada de publicidad negativa deslibidiniza todo lo que sea público, tradicional, piadoso, caritativo, autorizado, prestigioso o serio, en pos de la seducción suave de la mercancía.

Land está en lo cierto al referirse a esta «forma generalizada de publicidad negativa», pero la cuestión está en cómo combatirla. En lugar del llamado a retirarse de la producción semiótica que hace la activista Naomi Klein en No logo, ¿por qué no abrazar todos los mecanismos de la producción semiótica libidinal en nombre de un antibranding poscapitalista? El estilo radical chic no debería ser un motivo de vergüenza para la izquierda, bien al contrario: es algo que deberíamos incentivar y cultivar. ¿No fue justamente el momento del colapso de la izquierda coincidente con el punto en el que los conceptos de chic y radical dejaron de ser compatibles? Es hora de que comencemos a valorar y proveer de una connotación positiva a estos epítetos como radical chic y socialismo de diseñador, porque justamente fue la homologación del diseño con el modo de producción capitalista lo que hace parecer al capitalismo como la única forma de modernidad posible.

La segunda razón por la que son importantes los textos de Land es porque exponen una contradicción incómoda entre el compromiso oficial con la revolución de la izquierda radical y su tendencia real al conservadurismo en el terreno político, estético y formal. La fuerza casi hidráulica del deseo, en los escritos de Land, se opone al impulso derrotista hacia la preservación, la protección y la defensiva que resulta típico de la izquierda. Pero el delirio disolvente de Land es una especie de autonomismo invertido, en el que el capital asume todas las capacidades improvisacionales y creativas que Mario Tronti, Michael Hardt y Toni Negri adscriben al proletariado y la multitud. Al sobrepasar inevitablemente todos los intentos del «sistema de seguridad humano» para controlarlo, el capital emerge como la auténtica fuerza revolucionaria capaz de someter todo, incluyendo las estructuras de la llamada realidad, a un proceso cabal de licuefacción: «escape, síndrome chino planetario, disolución de la biosfera en la tecnosfera, crisis terminal de la burbuja especulativa, ultravirus y revolución privada de toda escatología cristiana o socialista». ¿Dónde está la izquierda que pueda hablar con confianza en nombre de un futuro alienígena, que pueda celebrar y no llorar la desintegración de las sociabilidades y territorialidades existentes?

La tercera y última razón por la que los textos de Land valen la pena es porque reconocen el terreno en el que la política hoy en día opera, o debería operar si ha de ser efectiva: un terreno que nos muestra a la tecnología totalmente entrelazada en la vida cotidiana y el cuerpo. El diseño y las relaciones públicas son ubicuas; la abstracción financiera ejerce dominio sobre el gobierno. La vida y la cultura se subsumen en el ciberespacio. Por eso mismo el hackeo de datos asume una importancia cada vez mayor. Así podría parecer que Land, el avatar del capital acelerado, termina confirmando ampliamente la afirmación de Žižek de que el trabajo de Deleuze y Guattari funcionaría como una ideología para los flujos desterritorializados del capitalismo tardío. Pero hay dos problemas con la crítica de Žižek: el primero es que toma de modo muy literal la promesa del capital, dando por descontadas sus propias tendencias a la inercia y la reterritorialización; el segundo es que la posición desde la que Žižek realiza su crítica depende, implícitamente, de la afirmación del carácter deseable y posible de una vuelta al leninismo-estalinismo. En el momento más álgido de la decadencia del movimiento obrero tradicional, fuimos forzados más de una vez a tomar partido por una dicotomía falsa entre el leninismo ascético y autoritario, que al menos funcionó bien en su momento (en cuanto pudo tomar el control del Estado y limitar la esfera de dominio del capital), y los modelos de autoorganización política que han hecho, efectivamente, muy poco para desafiar en serio la hegemonía del neoliberalismo. Necesitamos construir aquello que se prometió tantas veces pero que nunca se hizo efectivo a lo largo de las sucesivas revoluciones culturales de la década de 1960: una izquierda antiautoritaria efectiva.

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