Marsilio Ficino - Sobre el furor divino y otros textos
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- Libro:Sobre el furor divino y otros textos
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1557
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Sobre el furor divino y otros textos: resumen, descripción y anotación
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QUALEM FUROREM POETIS ADESSE OPORTEAT
QUÉ FUROR DEBE ESTAR PRESENTE EN LOS POETAS
Por Leonardo Bruni
ORATIO SOLUTA POETICIS MODIS ET NUMERIS EXORNANDA EST
DEBE EMBELLECERSE LA PROSA LIBRE CON FORMAS POÉTICAS Y RITMO
DE MUSICA
SOBRE LA MÚSICA
Leonardo saluda a Marasio Sículo.
Se afirma, si damos crédito a las leyendas y a las pinturas, que hay una fuente en la que, según dicen, reciben la juventud los ancianos que se sumergen en ella. Son aguas verdaderamente tan deseables que vale la pena ir a buscarlas en peregrinación hasta la Irlanda Taprobana. Pero cuídense otros de investigar en qué parte del mundo se encuentran; para mí, en cambio, tú has derramado ahora con tus poemas, a decir verdad, las aguas de esta fuente admirable, me he sentido realmente rejuvenecido al punto y he leído con atención los poemas, que son abandonados por los que sufren el peso de la edad, para ser devuelto a la juventud.
¿Decimos que es obra de la naturaleza o de alguna otra razón el hecho de ser llevados a imitar aquellos sentimientos que examinamos atentamente, lo cual puede detectarse por la risa y el llanto? Al examinarte, pues, como amante y hablando efusivamente con todo sentimiento, que me muera si yo mismo no he empezado también a amar. Pero ante todo debe discutirse lo que escribiste acerca del furor, diciendo: «Ten indulgencia, Aretino, con nuestro furor». Alguno lo considerará quizás de otra manera, pero yo ciertamente lo tomo como furor digno de alabanza y no de reproche. Hay, en efecto, según explica Platón, dos especies de furor: una procedente de las enfermedades humanas, en verdad mala y detestable; otra, de la divina enajenación de la mente. Del furor divino, a su vez, hay cuatro clases: profecía, misterio, poesía y amor. Los antiguos pensaron que al frente de éstas estaban otros tantos dioses, pues atribuían la profecía a Apolo, el misterio a Dionisos, la poética a las Musas y el amor a Venus.
Qué es, en fin, la profecía nadie que sea un poco leído lo ignora. Es un tipo de adivinación, pero no toda adivinación es profecía, sino sólo aquélla [de Apolo]: «mente y espíritu grandes inspira con fuerza el profeta Delio y revela el futuro», como dice Marón; pues los arúspices, augures, intérpretes de sueños y demás muchedumbre de este estilo, ni ellos mismos son profetas ni su actividad es profecía, sino prudencia de hombres cuerdos y conjetura ingeniosa de las cosas futuras.
Los misterios, por su parte, versan sobre la religión y expiaciones en honor del numen divino, junto con cierta agitación mental de fuerte vehemencia. Ejemplos abundantes se leen en los libros sagrados, practicados con frecuencia para aplacar la ira divina y para ciertas súplicas.
También el poema recibe casi la misma determinación que acerca de la profecía decíamos más arriba. En efecto, no toda obra es poema, sino sólo la eminente, la digna de esta honrosa denominación, la que es emitida por cierto soplo divino. Así pues, en la misma medida en que la profecía supera en dignidad a la conjetura, hay que anteponer al artificio de hombres cuerdos el poema que procede del furor. De aquí que son de buen poeta aquellas palabras pronunciadas como por un hombre fuera de sí: «¿Desde dónde ordenáis, diosas de la ira?». Y Virgilio:
Hablaré de guerras terribles;
hablaré de ejércitos en formación, de reyes empujados, en su ardor, a la matanza,
de la hueste tirrena y de toda la Hesperia reunida en armas.
Nace un tiempo de hazañas más altas;
una obra más alta emprendo.
Todo esto lo reveló el poeta al modo del que profetiza. Queda dicho, pues, por mi parte, hasta aquí qué es la profecía, qué es el misterio o qué es el poema. Acerca del amor hablaremos también más adelante. Ahora hay que mostrar que estas clases de furor sobre las que hemos hablado más arriba no son malas; de modo que en primer lugar empezaré por los misterios. ¿Quién dirá que esa enajenación y furor, y casi elevación y rapto del hombre relativos a la realidad divina, son malos? ¿Quién dirá que no son buenos y loables? Me doy cuenta de que trato un tema extenso. Ahora bien, existen ejemplos casi innumerables de hombres divinos, si conviniera extender el discurso en esta parte; pero considero rechazable la prolijidad en un asunto claro. Así pues, en lo que toca a los misterios es manifiesto que el furor no es malo. Por qué aquel furor de la profecía tampoco es malo, queda patente por la misma razón, porque de él provienen bienes muy abundantes. La Sibila, en efecto, y otros de este estilo atacados de furor, mientras lo estaban, fueron útiles a muchos pública y privadamente; pero cuerdos lo fueron a muy pocos o a ninguno. También los poetas sobresalen como buenos solamente cuando son arrebatados por aquel furor suyo. Por este motivo los denominamos profetas, como si fueran arrebatados por cierto furor; pero aquel que sin el furor de las Musas, como dice Platón, se acerca a la puerta de la poesía esperando llegar a ser un buen poeta por medio de cierto arte, en vano se consume él mismo y su arte, que procede de prudencia, ante aquel que viene del furor.
Así pues, el furor de los poetas procede de las Musas, y el de los amantes, de Venus. Nace éste de la contemplación de la verdadera belleza: al percibir su imagen por la vista, el más sutil y violento de nuestros sentidos, y quedar atónitos y como fuera de nosotros, somos arrastrados hacia la vista por todos los sentimientos y, para no decirlo con menos verdad que elegancia, «el alma del amante vive en cuerpo ajeno». En consecuencia, este arrobamiento y solicitud vehemente se llama amor. Es una cierta enajenación divina, como un olvido de sí mismo, y un flujo unitivo con aquello cuya belleza admiramos.
Si llamas a este furor también locura, lo aceptaré ciertamente y lo reconoceré, con tal que entiendas que no puede haber poeta bueno alguno, si no es arrebatado por un furor de esta clase, ni los profetas pueden prever el futuro, si no es mediante un furor de esta clase, ni puede honrarse a Dios de modo perfecto y eximio, si no es por una enajenación de la mente de esta clase.
Hasta aquí, pues, quede lo dicho por mi parte sobre el furor a requerimiento de tus palabras. Por cierto, si tu furor es como el que yo mismo acabo de describir, no sólo le doy el perdón que me suplicas, sino que además te animo a él. ¿Quién reprueba el amor? ¿Qué puede decirse, en fin, sino que es digno de reproche el que se encuentre en odio desesperado hacia todas las cosas? Pero con esto ya basta para una carta, género que repudia sobre todo la extensión.
Por otra parte, apruebo hasta tal punto tus mismos poemas y la amenidad de su estilo, que creo que hay que situarte entre los Nasones, Propercios y Tibutos. Se cree que ellos escribieron la elegía del modo más correcto y bello de todos; pero quiero que sepas una cosa: yo no creo que deba atribuírsete este triunfo tanto a ti como al amor. Él es en realidad el que te dicta las palabras, el que te muestra las ideas, el que te suministra la variedad, los temas y la elegancia.
Puesto que me alabas tanto en tus poemas, digo que me pasa lo mismo que a Temístocles; pero yo no soy pronto a darles crédito, pues sé que lo he intentado y que lo intento, aunque, por lo demás, estoy lejos. Sé que en modo alguno me has adulado, sino que la benevolencia hacia mí te ha engañado.
Adiós, y escribe cada día para hacer algo digno del amor y para no abandonar a las Musas. La gloria, sin duda, se adquiere actuando y arriesgándose, y las coronas no están preparadas para los que se esperan inactivos, sino para los que luchan. De nuevo, adiós.
Florencia, 9 de octubre de 1429
Marsilio Ficino saluda al rétor Bartolomé Foncio.
Con suma elegancia, Foncio, preguntas por qué razón preferentemente inserto en la prosa libre algunas veces rasgos poéticos y ritmo, sea obligado por un precepto o fiado en una autoridad. Para responder brevemente a tu agudísima observación: esto me lo manda el cielo, pues el mismo celeste Platón lo enseña; o bien, si miras el cielo, verás allí a Mercurio, maestro de elocuencia y a un tiempo artífice de la cítara. Si pudiéramos, pues, oírle hablar, le oiríamos mezclar con frecuencia en sus palabras algunos compases de su cítara, sobre todo porque él mismo siempre se une por entero, o a lo menos acompaña muy de cerca, unas veces a Febo, padre de la música noble, es decir, de la poesía, y otras a Venus, madre de la música ligera.
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