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Mary Berg - El gueto de Varsovia

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Mary Berg El gueto de Varsovia
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    El gueto de Varsovia
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El gueto de Varsovia
Diario 1939-1944
Capítulo I
EL SITIO DE VARSOVIA

10 de octubre de 1939. Hoy cumplo quince años. Me siento vieja y sola a pesar de que mi familia hizo todo lo posible para hacer de este día un verdadero cumpleaños. Prepararon un pastel de almendras en mi honor, lo que constituye un gran lujo en estos días. Mi padre se arriesgó a salir a la calle y regresó con un ramo de violetas alpinas. Cuando lo vi no pude evitar el llanto.

Me asombra haber pasado tanto tiempo sin escribir mi diario teniendo en cuenta todo lo que ha sucedido. Es un momento para resumirlo.

Paso la mayor parte del tiempo en casa. Todos tememos salir. Los alemanes están aquí.

Me parece mentira que hace apenas seis semanas mi familia y yo estábamos en el hermoso lugar de descanso de Ciechocinek, en unas despreocupadas vacaciones con miles de viajeros. No tenía entonces la menor idea de lo que nos esperaba. Tuve el primer indicio de nuestro futuro destino la noche del 29 de agosto cuando el ronco sonido del gigantesco altavoz, al anunciar las últimas noticias, detuvo a la muchedumbre de peatones que andaba por las calles. La palabra «guerra» se repetía en cada frase.

Todavía mucha gente se negaba a creer que el peligro fuese real, y la expresión de alarma que empalidecía los rostros y apagaba la voz del altavoz desapareció gradualmente.

Mi padre pensó de manera distinta. Resolvió que regresáramos a nuestra casa de Lodz. Casi de inmediato nuestras maletas estuvieron preparadas y colocadas en medio de la habitación. Apenas nos dábamos cuenta de que sólo era el comienzo de muchas semanas de constantes viajes de un lugar a otro.

Cogimos el último tren que condujo pasajeros civiles a Lodz. Cuando llegamos, la ciudad estaba en estado de confusión. Pocos días después fue blanco de terribles bombardeos por los alemanes. El teléfono sonaba una y otra vez. Mi padre saltaba de una oficina de movilización a otra, recibiendo una tarjeta de diferente color en cada una. Un día, el tío Abie, hermano mayor de mi madre, entró inesperadamente en nuestra casa para despedirse antes de partir al frente. Estaba harapiento, sucio, sin afeitarse. No llevaba uniforme; sólo su casquete militar y la mochila sobre sus hombros indicaban que era un soldado. Había tenido que vagar de una ciudad a otra en busca de su regimiento.

Pasamos la mayor parte del tiempo en el sótano de nuestra casa. Cuando llegó la noticia de que los alemanes habían roto las lineas del frente polaco y se acercaban a Lodz, el pánico se apoderó de toda la población. A las once de la noche la muchedumbre comenzó a abandonar la ciudad en distintas direcciones. Antes de cumplirse una semana de nuestra llegada de Ciechocinek empaquetamos nuestras cosas y partimos una vez más.

Hasta en las mismas puertas de la ciudad estábamos inseguros acerca de la dirección que debíamos tomar: ¿Varsovia o Brzeziny? Por último, siguiendo a la mayoría de los judíos de Lodz, tomamos el camino de Varsovia. Más tarde supimos que los refugiados que siguieron al ejército polaco en su retirada hacia Brzeziny fueron aniquilados casi hasta el último hombre por los aviones alemanes.

Para nosotros cuatro —mi madre, mi padre, mi hermana y yo— teníamos tres bicicletas, que eran nuestro bien más precioso. Otros refugiados que trataron de llevar consigo cosas que tenían valor en la vida que dejaban detrás se vieron obligados a deshacerse de ellas. A medida que avanzábamos la carretera se abarrotaba con toda clase de objetos, desde sacos de pieles hasta automóviles abandonados por falta de gasolina. Tuvimos la suerte de adquirir otra bicicleta a un labriego que pasaba, por la fantástica suma de doscientos zlotys, y tuvimos la esperanza de poder avanzar juntos a mayor velocidad. Pero los caminos estaban atestados de gente y gradualmente nos veíamos envueltos en la lenta y constante ola de personas que se dirigían a la capital.

Milla tras milla era lo mismo. El terrible calor ajaba los campos. La gigantesca nube de polvo que levantaba la vanguardia de los refugiados pasaba sobre nosotros, borraba el horizonte y cubría nuestros rostros y ropas de capas sucesivas de polvo. Una y otra vez nos arrojamos a las zanjas del borde del camino, con los rostros sepultados en la tierra, mientras el ruido de los aviones sonaba en nuestros oídos. Durante la noche, enormes manchas rojas se encendieron en la negra cúpula de los cielos. El fuego de las ciudades y aldeas incendiadas se levantaba a nuestro alrededor.

Cuando llegamos a Lowicz la ciudad era una inmensa hoguera. Pedazos de maderas encendidas caían sobre las cabezas de los refugiados que trataban de abrirse paso por las calles. Postes de teléfono caídos interrumpían nuestros pasos. Las aceras estaban abarrotadas de muebles. Muchas personas se quemaban en medio de terribles llamaradas. El olor de la carne humana chamuscada nos persiguió hasta mucho tiempo después de dejar la ciudad.

El 9 de setiembre se nos terminaron los alimentos que habíamos traído de casa. No nos quedaba otro remedio que seguir avanzando. Debilitada por el hambre, mi madre se desmayó en el camino. Me arrojé junto a ella, lloré amargamente, pero no dio señales de vida. Mi padre, aturdido, caminó hacia adelante en busca de algo de agua mientras mi pequeña hermana se quedó inmóvil, como paralizada. Pero sólo fue un momento pasajero de debilidad.

En Sochaczew conseguimos unos cuantos encurtidos agrios y algunas pastas de chocolate con sabor a jabón. Fue todo lo que comimos en el día. Beber un vaso de agua resultaba tan difícil como conseguir alimento. Todos los pozos que encontramos en el camino estaban secos. Una vez hallamos un pozo lleno de agua oscura, pero los aldeanos nos aconsejaron no beber porque estaban seguros de que había sido envenenada por los militares alemanes. Pasamos de largo a pesar de nuestros labios resecos y de nuestras gargantas doloridas.

De repente vimos una pequeña columna de humo que se elevaba de la chimenea de una casa al borde del camino. Todas las casas que habíamos encontrado a lo largo de la carretera estaban abandonadas pero ésa daba señales de vida. Mi padre se precipitó dentro de ella y regresó con una enorme olla. Había una extraña expresión en su rostro; con voz temblorosa nos informó de lo que había hallado y por un momento nos abstuvimos de tocar esa preciosa agua… La olla estaba sobre un brasero encendido. Cerca, en una cama, yacía un hombre con el rostro vuelto contra la pared. Parecía dormir plácidamente y mi padre lo llamó varias veces sin obtener respuesta. Entonces se acercó al campesino dormido y comprobó que estaba muerto. La cama estaba cubierta de sangre. Los vidrios de las ventanas estaban perforados de balas.

La olla que «heredamos» de ese campesino asesinado se convirtió en nuestro fiel compañero en todo el camino hasta Varsovia. Al acercarnos a la capital nos encontramos con los primeros prisioneros alemanes de la guerra, conducidos por soldados polacos. Ese espectáculo nos dio ánimos aunque los alemanes no parecían estar abatidos por su situación. Llevaban elegantes uniformes y sonreían insolentemente. Sabían que no estarían prisioneros mucho tiempo.

Comimos los primeros alimentos calientes en Okecie, suburbio de Varsovia. Unos soldados compartieron con nosotros su sopa de patatas en un edificio abandonado. Después de cuatro días y noches de un viaje que parecía interminable comprobamos hasta qué extremo estábamos fatigados. Pero teníamos que seguir adelante. No había un momento que perder porque cuando abandonamos Okecie vimos a hombres y mujeres levantando barricadas con coches de tranvía vacíos y piedras sacadas de las calles, preparándose para el sitio de la capital.

En Varsovia hallamos a las mujeres a las puertas de sus casas repartiendo té y pan a los refugiados que llegaban a la capital en interminables columnas. Y así como decenas de miles de gentes de las provincias entraban en Varsovia con la esperanza de encontrar allí refugio, miles de antiguos residentes de la capital huían al campo.

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