Juan Eslava Galán - Homo erectus
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- Libro:Homo erectus
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2011
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Homo erectus: resumen, descripción y anotación
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Homo erectus — leer online gratis el libro completo
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¿Problemas con la dama de sus sueños? ¿Aspira usted a entender a su pareja? Descubra en estas páginas QUE NO DEBEN LEER LAS MUJERES algunas claves que explican, pero en modo alguno justifican, la eterna lucha entre sexos. Una visión ácida, mordaz y desenfadada de las relaciones de pareja, con el sexo en primer plano, que propone, de forma divertida, pero no por ello menos seria, un posible armisticio entre las partes.
Juan Eslava Galán ofrece un catálogo de sabios consejos para sobrevivir en la pareja. Un libro a medio camino entre el erotismo, la antropología, la historia y la psicología; un libro que denuncia, sin pelos en la lengua, las complejas maquinaciones masculina y femenina en el arte amatorio e intenta defender, con moderado entusiasmo, a una especie en extinción: el seductor (o seductora).
Con altas dosis de humor, Eslava Galán repasa los distintos estadios de una relación a lo largo de la vida del ser humano y la evolución del erotismo y del sexo a lo largo de la historia, desde la invención de la teta por los bisabuelos de los hombres de Atapuerca, hasta la revolución del Wonderbra y el calzoncillo bóxer, pasando por la aparición de la mujer cazadora y de la píldora liberadora, la mujer pantera, el descubrimiento del sexo recreativo, las tribulaciones del homo salidus, que conducen a la empanada mental del homo asustadus y mucho más…
Juan Eslava Galán
El manual para hombres que no deben leer las mujeres (aunque allá ellas…)
ePub r1.1
Titivilus 25.01.15
Juan Eslava Galán, 2011
Diseño de cubierta: Planeta
Editor digital: Titivilus
ePub base r1.2
JUAN ESLAVA GALÁN (Arjona, Jaén, 1948). Se licenció en Filología Inglesa por la Universidad de Granada y se doctoró en Letras con una tesis sobre historia medieval. Amplió estudios en el Reino Unido, donde residió en Bristol y Lichfield, y fue alumno y profesor asistente de la Universidad de Ashton (Birmingham). A su regreso a España ganó las oposiciones a Cátedra de Inglés de Educación Secundaria y fue profesor de bachillerato durante treinta años, una labor que simultaneó con la escritura de novelas y ensayos de tema histórico. Ha ganado los premios Planeta (1987), Ateneo de Sevilla (1991), Fernando Lara (1998) y Premio de la Crítica Andaluza (1998). Sus obras se han traducido a varios idiomas europeos. Es Medalla de Plata de Andalucía y Consejero del Instituto de Estudios Gienenses.
Evolución
El terpeuta aficionado
Permítanme que me presente: Romualdo Holgado Cariño. Me hice terapeuta aficionado por pura chiripa. Una noche, al regreso de la Adoración Nocturna, sucumbí a la tentación de tomar una copa en La Inmaculada Concepción de María’s.
—Un gin-tonic —solicité a Mohamed, el taciturno barman magrebí que ejerce sus habilidades entre anaqueles de cristal abarrotados de bebidas abominables (según el Corán).
Saboreaba mi trago meditando sobre los insondables misterios de la naturaleza humana cuando un tipo con aspecto de empleado de banca (luego resultó que lo era) entró en el bar, se acomodó en el taburete contiguo y solicitó un whisky doble que bebió de dos tragos.
—¡Vaya sed que traía, amigo! —comenté por socializar un poco (en las reuniones de terapia nos tienen dicho que hay que socializar, que ningún hombre es una isla).
—No es sed —respondió—: bebo para olvidar.
—A una mujer —adiviné.
Asintió, ceñudo.
—¿Qué otra cosa tenemos que olvidar los hombres, sino a las mujeres y los quebrantos tanto emocionales como económicos que nos causan? —razonó ahondando en su tristeza.
—Es que son dificilillas de entender —comenté para solidarizarme con aquel congénere atribulado.
Nunca lo hiciera, porque hundió aún más los hombros y corroboró, con voz cavernosa:
—Pídele a Dios que no te toque una venenosa, porque serpientes son todas.
Bogart parecía asentir desde el cartel de la película Casablanca que adornaba la pared.
Como terapeuta experimentado, además de hombre de mundo, debo aclarar que no creo que las mujeres sean malas, sino distintas. Distintas a todo lo demás, hombres incluidos. Lo que es malo es la vida, la misma vida propiamente dicha, la biología programada que llevamos dentro. Ellas, las mujeres, son como tienen que ser: mujeres. Es un asunto mental, cerebral más bien, como enseguida veremos.
Socializando, socializando, el desconocido me hizo objeto de sus confidencias. Tancredo García Vílchez fue mi primer paciente, allí, en la barra de La Inmaculada Concepción de María’s.
—Hace un mes que Elena me abandonó —suspiró—. Aprovechó que yo estaba de viaje, contrató un camión de mudanza y se llevó lo suyo y lo nuestro. Sobre el espejo del vestíbulo dejó escrito, con barra de labios: «Me largo, capullo. No me busques».
—Por lo menos te dejó el espejo —observé.
—Es que no le gustaba —aclaró—. Era un regalo de boda de una tía mía algo hortera.
O sea, su enamorada había volado del nido. La mía, mi Teresa, me despidió por Internet, simplemente porque le había confesado que había otra mujer en mi vida. Iba a explicarle que la que ocupaba el centro de mi corazón y de mi pensamiento era ella, pero cortó secamente. «Olvídame. Adiós».
—¡Qué jodidas son! —murmuré apurando mi vaso de un golpe, virilmente, como hace John Wayne en los westerns—. Para estos casos los franceses han acuñado una expresión: découcher, o sea, largarse de la cama.
Mis palabras, ese toque erudito y mundano que les doy (y que tanto aprecian mis pacientes), debieron de obrar como un bálsamo en su alma dolorida. Se sinceró conmigo:
—Sin ella, el techo se me cae encima. ¿Por qué las necesitamos tanto? Estas noches, en lugar de regresar al nido desierto, helado, glacial, a enfrentarme con la soledad, me meto en La Inmaculada Concepción de María’s y ahogo mis penas en alcohol. Este bar fue el refugio de mi época noctámbula y existencialista. Porque yo ahora trabajo en un banco, de traje y corbata, sicario del sistema, pero hubo un tiempo en que era libre y llevaba el pelo por los hombros y una camisa floreada.
—La típica regresión a la edad dorada —comenté—. De eso entendemos los psicólogos.
Suspiré pensando en los viejos tiempos. También yo fui joven, tuve erecciones consistentes, casi pétreas me atrevería a decir, y navegué en un submarino amarillo.
—Hacía años que no volvía por aquí —prosiguió mi compañero de barra—, realmente desde que Elena me redimió de los hábitos nocturnos y del tabaco. «La mala vida», como la llamaba ella. Han cambiado de barman y han puesto a este moro que se come los recortes de jamón a escondidas, pero el local sigue igual, con esa pátina cochambrosa que la penumbra de sus lámparas de escasos vatios disimula. Suelo cenar aquí: un vermú y una tapa de patatas chips y boquerones en vinagre, como en los viejos tiempos. A veces brindo con ese Humphrey Bogart del póster: «Play it again, Sam». Yo traje aquí a Elena al principio de lo nuestro, ¿sabes?, y pareció que le gustaba, pero luego, cuando profundizamos en nuestra relación, resultó que no le gustaba tanto humo y tanto borrachuzo. Le parecía cutre.
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