Juan G. Atienza - La cara oculta de Felipe II
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- Libro:La cara oculta de Felipe II
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1998
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La cara oculta de Felipe II: resumen, descripción y anotación
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La cara oculta de Felipe II — leer online gratis el libro completo
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Uno de los aspectos de la personalidad de Felipe II que no suele recogerse en los estudios relativos a su personalidad fue su gusto por lo esotérico y su creencia en algunas artes mágicas como la Alquimia. Presentado por sus incondicionales a los ojos del mundo como defensor a ultranza de la fe católica y como azote de herejes, fue además protector de magos y adivinos, y mecenas de sabios alquimistas y grandes maestros ocultistas. Una personalidad inclinada hacia «oscuras» tradiciones, que en esencia son contrarias a los principios doctrinales impuestos por la fe cristiana —de la que se declaró legítimo defensor—, pero que hábilmente supo compatibilizar.
La misma Biblioteca de El Escorial, contuvo —y sigue conteniendo— multitud de libros declarados como heréticos en los Índices Vaticanos de su tiempo, repleta de tratados de la Cábala, de filosofía mística islámica, de escritos heterodoxos y de textos ocultistas y herméticos que rozan los límites de aquella fe a prueba de fuego de la que Felipe II hizo gala a lo largo de toda su vida.
La devoción esotérica del gran rey de la Cristiandad no conocía límites, al igual que sus posesiones.
Juan G. Atienza
Alquimia y magia en la España del Imperio
ePub r2.0
RLull 09.05.16
Título original: La cara oculta de Felipe II. Alquimia y magia en la España del Imperio
Juan G. Atienza, 1998
Ilustraciones: Patrimonio Nacional, planos cap. 6 y 10
Diseño de cubierta: Joan Batallé
Editor digital: RLull
ePub base r1.2
Claro que una biografía no consiste en
el mero relato de una vida asilada de su
ambiente. Por el contrario, lo esencial de
ella es el ambiente, comprendiendo en él,
principalmente, la herencia y el espíritu
de la época, que son las dos fuerzas que
modelan con más hondo vigor la personalidad
humana; una, la herencia, porque
supone el pasado que inexorablemente nos
manda, en su forma específica, peculiar
para cada individuo; y otra, el espíritu de
época, porque representa la influencia,
también poderosa, que el medio ejerce
sobre cada uno de los hombres del tiempo
en que vivieron.
Gregorio Marañón
Los tres Vélez (1960)
Es algo indudable, casi inútil de repetir, que el concepto que hoy tenemos de la Historiografía ha cambiado radicalmente desde los tiempos de las crónicas medievales e incluso desde los modelos narrativos que adoptaron a pies juntillas los historiadores de épocas más recientes. Pero aún más que el concepto en sí mismo, me atrevería a asegurar que lo que de verdad ha cambiado ha sido el modo de afrontar los sucesos desde que los narraron los cronistas y los historiadores contemporáneos, hasta que los modernos estudiosos los investigaron y los pudieron contrastar con la ingente documentación que se ha ido descubriendo en los archivos. Estos modernos historiadores, en muchos casos, se han alzado con su papel de desfacedores de entuertos, han entrado a saco en las viejas narraciones históricas y, habiendo comprobado las grandes dosis de fantasía, pura invención, intenciones tendenciosas y memoria legendaria que contenían, decretaron por las bravas la supresión de todas aquellas aparentes falsedades y las hicieron desaparecer del discurso oficial del proceso histórico.
Pero muchas veces, seguro que demasiadas, han procedido a esta poda indiscriminada de los acontecimientos sospechosos sin detenerse a meditar sobre el hecho de que las falsedades y los errores allí contenidos no eran siempre tales. Pues muy a menudo se trataba en ellos de formas alternativas de transmisión de determinados mensajes que sólo podían ser expuestos mediante una trasposición ficticia de los hechos, de tal modo que, unas veces, lo que se relataba pudiera contarse sin riesgo para el narrador, que envolvía su discurso en señales de reconocimiento que disimulaban su realidad inmediata, aunque a menudo la potenciaban sin tergiversar su significado más auténtico. Otras, la narración se distorsionaba y hasta rozaba lo fantástico para agradar a quienes iba destinada, halagando su amor propio con la excusa de errores y el maquillaje de faltas que podrían ensombrecer el panegírico propuesto.
Hace ya algunos años, cuando la Historiografía moderna rechazaba en masa episodios reconocidos como legendarios y ya había desterrado de los textos de estudio episodios considerados como legendarios, como el de la Campana de Huesca, el profesor Antonio Ubieto Arteta, catedrático de la Universidad de Zaragoza y uno de nuestros más rigurosos medievalistas, rompió una lanza en defensa de las viejas crónicas y los anales donde se narraba esta vieja aventura, demostrando que la inserción de aquella leyenda no había sido gratuita ni mero producto de la fantasía de los cronistas. Por el contrario, al incluirla entre los episodios señeros del remoto pasado aragonés, se puso indirectamente de manifiesto, con nombres y apellidos familiares, quiénes habían formado parte, años después, del sector de la nobleza de aquel reino que se mostraba contraria a la unión definitiva de la antigua Corona y el Condado de Barcelona, fomentando la aparición casi providencial de un falsario que se hizo pasar por el desaparecido Alfonso el Batallador, que habría retornado casi milagrosamente para restaurar la independencia de su reino y devolver su poder feudal a un sector determinado de la nobleza autóctona. Así, por caminos torcidos, pero indudablemente verosímiles y, sobre todo, intencionados, una leyenda rediviva acudía para dar su espaldarazo de autenticidad a otro episodio histórico nacido, a su vez, al amor de una estructura legendaria.
Pasajes como éste, que contaron verdades a medias valiéndose de una narración ficticia, revelaban bajo la capa del relato novelesco acontecimientos ocultos, prohibidos, o tal vez difíciles de aceptar en su desnuda realidad por los destinatarios de las crónicas, a causa de la «mala prensa» que les reportaría. Y a poco que escarbemos, nos daremos cuenta de que narraciones semejantes se repiten constantemente en textos viejos —y aun no tan viejos— de la historia de España y en la de todos los pueblos del mundo. Unas veces se trata de leyendas que reflejan a su aire la importancia de los sucesos, a través de los motivos supuestamente trascendentes que los originaron. Otras fueron novelizaciones de bulos y trasposiciones ficticias de acontecimientos que nos dan cuenta de sentimientos encontrados, atentatorios contra la buena imagen de un monarca o de un personaje al que se pretende ensalzar. Otras, en fin, trataban de justificar la evidencia de un acontecimiento recurriendo a signos ficticios que, en realidad, venían a revelar por lo bajinis su auténtica identidad.
Cuando las crónicas de los reyes de Castilla contaron la muerte pretendidamente anunciada de Fernando IV, relacionándola con la maldición que le lanzaron los hermanos Carvajales, emplazándole a comparecer ante el tribunal de Dios cuarenta días después de su injusta ejecución, no estaban en realidad dando pábulo a un suceso fabricado y creído a pies juntillas por el pueblo, sino que denunciaban en clave ficticia y con aires de sobrenaturalidad el mal comportamiento que tuvo el soberano con los caballeros de la Orden del Temple, arrebatándoles sus posesiones y adjudicándoselas caprichosamente a sus propios allegados o apoderándose de ellas en beneficio de la Corona, contra lo que había ordenado la Santa Sede que se hiciera con los bienes de la Orden recién suspendida por el concilio de Vienne. Pero, al no poder proclamar de forma abierta la sevicia del soberano con aquel acto, los cronistas inventaron la fábula que denunciaba su actitud y que, en cierto modo, reclamaba su posterior castigo.
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