Josefina Carabias - Como yo los he visto
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- Libro:Como yo los he visto
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1999
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Como yo los he visto: resumen, descripción y anotación
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De don Pío Baroja se pueden contar muy pocas cosas nuevas. Ésa es la razón por la cual, aun habiéndole tratado durante años y habiendo publicado docenas de artículos y reportajes sobre él, no me haya decidido nunca a publicar un trabajo largo sobre el hombre a quien considero el primer novelista español contemporáneo.
Digo que es difícil, en primer lugar, porque él lo ha contado casi todo en sus memorias.
Muchas de las cosas que algunos cuentan sobre Baroja no son más que repeticiones de lo que él mismo ha contado. No quisiera yo hacer lo mismo. Así pues, voy a reducir este trabajo a aquellos momentos de su vida que pude observar de cerca, así como a las frases, ideas y conceptos que le oí expresar. Todo lo que sigue es, pues, de primera mano, y me hago la ilusión de que el lector encontrará alguna novedad acerca del original personaje sobre el que tanto se ha escrito ya.
Vi por primera vez de cerca a don Pío Baroja durante una noche, nefasta para muchos españoles, gloriosa para otros y, quiérase o no, memorable para todos: la del 14 de abril de 1931.
Antes, sólo le había apercibido de lejos en los alrededores de la Gran Vía que él solía recorrer en sus peregrinaciones por las librerías de viejo.
Desde la primera vez que lo divisé, le reconocí. Le admiraba desde los trece años, cuando leí la mitad de una novela suya, La dama errante. Digo la mitad porque cuando alguien se enteró de que la estaba leyendo, me fue arrebatada violentamente.
—Eso no se puede leer…
—¿Por qué? Si es muy sencillo —respondí ingenuamente; porque de veras me admiraba la llaneza de aquel libro que contrastaba con la rimbombancia de los demás, realmente escasos, con los que yo podía hacerme en Arenas de San Pedro.
—Pues no se puede leer porque es un escritor prohibido.
Hasta entonces, yo tenía la idea de que los libros prohibidos eran solamente las novelas verdes o pornográficas. Ésas sí circulaban en abundancia entre los señoritos de mi pueblo.
En la mitad que yo llevaba leída de La dama errante cuando me la quitaron, no había encontrado ningún motivo de prohibición. Se armó, sin embargo, un considerable revuelo y tuve que confesar que el libro lo había encontrado en casa de unas personas sumamente honorables. Nadie sabía cómo había ido a parar allí semejante cosa. Al fin se puso en claro que el motivo era que en la novela se describían paisajes de nuestra comarca. Don Pío, que había visitado la región y le había gustado, echó por allí a unos personajes que van huyendo tras el atentado del día de las bodas reales de Alfonso XIII.
Al venir a instalarme en Madrid para estudiar la carrera, leí todo lo que quise de Baroja en la biblioteca del Ateneo. Además, tuve la suerte de conocer allí a Ricardo Baroja, hermano del novelista.
Ricardo era uno de los hombres más simpáticos, más abiertos, más encantadores del mundo. Tan grandote, tan risueño, con aquella voz tonante y al mismo tiempo cordialísima, era de esos hombres que lo llenan todo con su presencia. Además le encantaba estar con los jóvenes y nosotros le correspondíamos.
Una de aquellas noches abrileñas, cuando Ricardo regresaba con nosotros ateneístas de un mitin republicano celebrado en no sé qué pueblo, el automóvil volcó. Ricardo se hirió en un ojo y desde el primer momento supo que lo había perdido. Esto, que para cualquiera habría sido espantoso, para un pintor lo era mucho más.
Aquella noche del 14 de abril, algunos amigos nos reunimos en casa de Ricardo —como habíamos hecho en ocasiones anteriores— para distraerle y contarle lo que pasaba en la calle, en vista de que él, aparte lo del ojo, se hallaba todavía maltrecho y no podía salir.
Como tantas veces se ha dicho, la familia Baroja vivía en un hotel particular de tres pisos en la calle de Mendizábal: Ricardo, con su esposa Carmen Monnet, en el piso bajo; Carmen Baroja, con su esposo el editor Rafael Caro Raggio y sus dos hijos —Julito y Pío—, en el piso principal; don Pío, con su madre doña Carmen Nessi, en el último.
Hasta entonces yo sólo había entrado en el piso de Ricardo, que me parecía muy suntuoso y confortable. Creo recordar que había una chimenea encendida pues, a pesar de que aquel día 14 de abril había hecho un tiempo espléndido, la noche estaba fresca.
Cuando más animada estaba la tertulia, se abrió lentamente la puerta y asomó don Pío. No se me olvidará nunca el gesto que hizo de volverse de espaldas para dejar otra vez cerrada aquella puerta que había abierto con tanto cuidado.
No pareció agradarle mucho ver allí a tanta gente y se limitó a decir que venía de dar una vuelta. Luego he sabido que había estado por Madrid en coche —a pesar de su afición a ir a pie— con su hermana, cuñado y sobrinos, y que el espectáculo que ofrecían aquella noche las calles de Madrid, abarrotadas de gente entusiasta y vociferante, no había suscitado en él grandes comentarios.
Los republicanos de la tertulia de su hermano Ricardo se quedaron un poco fríos ante el escaso entusiasmo del escritor por la nueva forma de gobierno recién instaurada en medio de un jolgorio popular, sin desmanes de ninguna clase; algo realmente sin precedentes en la historia de los cambios bruscos de gobierno.
Don Pío no quiso sentarse pretextando que era tarde y estaba cansado. Con un seco «¡Hasta mañana!» se despidió de los presentes. A mí no me chocó aquella falta de cordialidad porque siempre había oído decir que Baroja era un hombre hosco y más bien desagradable. Lo que sí me llamó la atención fue su voz, que no se correspondía con su figura. Era hermosa, como de barítono. ¡Cuántos de los oradores de aquella época en la que empezaba de nuevo a florecer la oratoria agitadora, la hubieran querido para sí!
Bastante tiempo después, cuando yo llevaba no sé si varios meses o más de un año colaborando en la revista Estampa, don Pío publicó una nueva novela y me pidieron que fuera a hacerle una entrevista con ese motivo.
Yo tenía miedo a que no me recibiera o a que se mostrase tan seco como decían que era, y confieso que subía las escaleras temblando.
Llamé tímidamente al timbre. Enseguida me abrió una sirvienta quien, ante mi gran sorpresa, no sólo no me interrogó sobre quién era y a qué iba sino que, como la cosa más natural del mundo, me dejó pasar y enseguida, dirigiéndose a una señora vieja que cruzaba en aquel momento por el fondo del vestíbulo dijo:
—Señora, ahí está una señorita que pregunta por el señorito Pío.
El hecho de que a Baroja le llamaran señorito en su casa, me hizo gracia y me pareció tranquilizante.
En efecto, don Pío salió inmediatamente. Sin ceremonia de ninguna clase me pasó al comedor donde la misma criada ponía en aquel momento la mesa con dos cubiertos. Cuando le dije que me había enviado Vicente Sánchez-Ocaña (subdirector de Estampa y amigo suyo) para que me dijese algo sobre la nueva novela, don Pío respondió:
—Ese libro es poca cosa. Yo estoy convencido de que el vigor intelectual que uno haya podido tener está ya en plena decadencia.
Me dejó perpleja. Ninguno de los escritores o artistas que conocía —aún no eran muchos— se había expresado ante mí con tanta modesta sinceridad.
Don Pío Baroja tendría por entonces cincuenta y ocho años pero daba la impresión de ser más viejo. Después de charlar un rato, nos despedimos con indiferencia, como si nunca más nos fuéramos a ver. Si alguien me hubiera dicho en aquel momento que entre aquel señor que me parecía tan viejo y yo llegaría a entablarse una verdadera amistad, me habría asombrado. Es cierto que estuve cómoda con él y que me produjo buen efecto su sinceridad, pero encontraba que no era una persona a la que podía tratar con confianza.
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