Capítulo 1
Vothy
Capítulo 10
Man Hon
Capítulo 2
Chuan, el Invencible
Capítulo 3
Reneboy
Capítulo 4
Teddy
Capítulo 5
Mariam
Capítulo 6
Yeshe
Capítulo 7
Belleza Eterna
Capítulo 8
Kim
Capítulo 9
Chaojun
Introducción
Mi rincón favorito en la redacción de El Mundo siempre fue la Sala de Teletipos, un cuartucho pequeño y olvidado de la primera planta de la antigua sede del periódico en Madrid. Me fascinaba el ruido de las máquinas de teletipos escupiendo miles de historias enviadas por reporteros que yo imaginaba corsarios del periodismo, arriesgando su vida en lugares extraordinarios y viviendo grandes aventuras. María solía ordenar aquellos pedazos de papel en montoncitos antes de repartirlos con una sonrisa por las secciones del diario como si fueran pedidos de comida rápida: un terremoto aquí, una dimisión política allí, eh, los de Internacional, ahí va un «urgente» con golpe de Estado…
Siendo un becario, mis jefes solían castigar mis comentarios insolentes enviándome a la Sala de Teletipos a recoger todas aquellas noticias, ahorrándole el viaje a María y fomentando sin saberlo la fetichista desviación informativa que poco a poco habría de convertirme en coleccionista de noticias absurdas. Si los más surrealistas teletipos nunca llegaron a los jefes de sección fue porque se fueron acumulando en el fondo del cajón de mi escritorio con títulos como «Mata a su marido en la India al confundirlo con un mono», «Invidente conduce durante quince años sin ser multado» o «Cae por un precipicio cuando hacía el amor con una gallina».
Las paredes de la Sala de Teletipos estaban adornadas por un inmenso mapa del mundo y reproducciones de viejas portadas del periódico con grandes exclusivas. Era primavera de 1998 y me encontraba buscando la última noticia para mi colección cuando me detuve frente a uno de aquellos grandes titulares anunciando el comienzo de la primera guerra del Golfo. Me golpeó la idea de que lo verdaderamente importante no estaba ocurriendo en aquella redacción. Fijé la mirada en el collage de países y mares pintados de colores en el atlas y fui buscando con el índice un lugar donde el periódico no tuviera corresponsal, dejando atrás las plazas ya ocupadas en América, Europa, África y Oriente Próximo, escorándome cada vez más hacia el este y llegando finalmente a la última esquina del mapa. Allí, en el Extremo Oriente, no teníamos a nadie.
Poco después entré en el despacho del director y le ofrecí inaugurar la corresponsalía del periódico en Asia. La víspera de mi marcha pasé por la redacción una última vez, abrí el cajón donde guardaba mi colección de teletipos y los tiré a la basura, convencido de que por fin iba a cubrir lo verdaderamente serio e importante que pasaba en el mundo. No sospechaba aún que iniciaba un viaje en el que iba a descubrir no ya noticias absurdas, sino un mundo a menudo lo suficientemente absurdo e injusto como para hacer posible que los protagonistas de este libro formen parte de su realidad. Un mundo que, en su audaz y fascinante carrera hacia delante, ha dejado en la cuneta a una parte importante de su gente.
Hijos del monzón no es —ni pretende ser—, un retrato fiel de Asia o de sus gentes. Asia es demasiado grande, diversa y compleja para describirla en mil artículos o un libro. El continente ha vivido en los últimos años la mayor, más rápida y exitosa transformación de la historia de la humanidad, sacando de la pobreza a cientos de millones de personas y mostrando al mundo que la miseria puede dejarse atrás. Si he optado por relatar la vida de quienes no han logrado subirse a ese tren de las oportunidades, a menudo arrinconados por un modelo que ha decidido hurtarles su voz, es porque su historia, llena de coraje y dignidad, también necesita ser contada.
En lugar de cuatro estaciones, dos: la estación seca, la estación húmeda.
La casa en la que busqué refugio en mi último viaje, en una inmensa explanada de tierra sedienta, aparece ahora rodeada de agua en medio de un gran estanque. Las lluvias han pintado los paisajes moribundos de palmeras marchitas y arrozales resecos con los verdes imposibles de una acuarela. El río que me lleva hacia el sur, ¿no era hace tan solo unos meses un camino de arena y piedras? Viajas a un país en la temporada seca y, cuando regresas, con el monzón, no lo reconoces. Es otro. La magia de las estaciones se repite todos los años al este de Suez, donde los días comienzan antes y el Dios Cielo decide qué sueños se cumplirán en esta estación, cuáles deberán esperar a la próxima.
El monzón lo es todo en Asia. Se le aguarda y se le teme, da la vida y la quita. Puede llegar a tiempo de frenar una ofensiva del Ejército en las junglas de Birmania o traer el hambre a millones de campesinos indios si se retrasa. El conductor de un rickshaw de Dhaka me explicó en una ocasión que el representante de Bangladesh se quedó dormido el día que se repartieron las tierras del mundo. «Nos dieron lo que sobraba», me dijo el hombre, decepcionado con una tierra tan castigada por las lluvias que no es raro que se inunde un tercio del país, borrando fronteras que no siempre existieron. Para los soldados encargados de defender la patria esto es un problema, porque no saben dónde empieza o termina su territorio, la línea que los separa de los otros yace bajo el agua y en ocasiones confunden un bote con soldados del país vecino tratando de mantenerse a flote con una incursión enemiga. ¿Están a este o al otro lado? ¿Les ayudamos o disparamos?
La magia de las estaciones realiza el más increíble de sus trucos en el Mekong. El Río de las Memorias Tristes nace en el Tíbet, donde los pastores creen que un poderoso dragón vigila su fuente y garantiza su corriente eterna, pues el agua es la sangre que corre por las venas de las gentes que viven a su vera. Sin su flujo constante, la vida no es posible. Tras abandonar China, el río va enturbiando su color al atravesar el corazón del sureste asiático, convirtiéndose en gran parte de su recorrido en una inacabable fuente color café con leche, tal vez para ocultar las viejas traiciones, los pecados coloniales y las guerras incomprensibles que tanto daño han hecho a sus pueblos. El Mekong sigue después su curso serpenteando entre junglas y valles, bordeando Birmania y Tailandia, atravesando Laos y Camboya antes de morir, lleno de vida, en Vietnam.