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Jon Juaristi Linacero - El bucle melancólico

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Jon Juaristi Linacero El bucle melancólico

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Nuestros enemigos son fuertes, pero, aun siéndolo, no pueden deshacer los milagros de Dios, que hace brotar en los corazones de los jóvenes la semilla sembrada por los jóvenes de una generación anterior. Piensan que han pacificado Irlanda, que lo han previsto todo, que han tomado medidas contra todo; pero —¡insensatos, locos, estúpidos!— nos han dejado nuestros fenianos muertos, y mientras Irlanda guarde sus tumbas, Irlanda, cautiva, nunca estará en paz.

SEAN O’CASEY

En diciembre de 1960, José Macián, gobernador civil de Vizcaya, ordenó derribar Sobin Etxea, la casa natal de los hermanos Arana Goiri. Tras la caída de Bilbao, la Sección Femenina de Falange había instalado allí la sede de Auxilio Social, pero ya Jenaro Riestra, el gobernador que puso a Krutwig fuera de la ley, había decidido demolerla. Su sucesor se encargaría de hacerlo.

Fue otra más en la larga serie de provocaciones estúpidas, de humillaciones gratuitas que el franquismo infligió a los nacionalistas derrotados. Yo no tenía aún diez años, pero entonces cobré conciencia por vez primera de lo que había significado la guerra de la que hablaban mis familiares y supe que esta no había terminado cuando vi llorar a mi abuelo. Acaso lo que digo suene demasiado patético. Qué le vamos a hacer, si aquellos días todo resultaba patético: Riestra fue un enfermo patético, un paranoico que veía conspiraciones rojoseparatistas en cada cuadrilla de chiquiteros. Macián, no: Macián era sólo un imbécil patético. Todavía hoy me pregunto de dónde sacó el régimen a semejante acémila.

La destrucción de Sabin Etxea nos puso, a mí y a otros, en la línea de salida del breve recorrido sentimental que terminaría en ETA. Un nieto de Manuel Eguileor, mi amigo Manu Ibáñez de Aldecoa, recuerda también la desolación de su abuelo durante esos días. El viejo aberriano tenía casi ochenta años (más o menos, la edad de mi abuelo) cuando, con los cristales de las gafas empañados, estuvo rondando las ruinas doblado por la pena, sobornando a los obreros para llevarse a casa tejas y cascotes escondidos bajo el abrigo. Eguileor era un poco fetichista en esto del nacionalismo, y vivía rodeado de recuerdos del Maestro, como Gudari. Algunos otros jelkides siguieron su ejemplo y acudieron al sagrado solar en busca de pedruscos. Macián ordenó entonces cargar todos los escombros en gabarras y arrojarlos al mar, más allá del Abra. Mi amigo Manu, por cierto, también entraría en ETA.

No creo que esta reacción de tristeza en los viejos y de odio en los jóvenes resulte comprensible sin tener en cuenta la importancia de la casa en la cultura nacionalista. No se trata de una simple transposición del simbolismo de la casa en la cultura etnoeusquérica, donde todo individuo aparece definido por su pertenencia a un caserío determinado, donde la casa familiar es la unidad social, a la vez que persona jurídica y ámbito religioso y ritual. En el nacionalismo adquiere también un significado patriótico: la casa simboliza la continuidad del pueblo, la unidad de las generaciones por encima de la contingencia de las vidas individuales: es el eslabón que traba a los muertos con los que están todavía por nacer. Parece difícil entender esto desde fuera de la comunidad nacionalista (y, sin embargo, creo que es posible intentarlo). Nosotros, y hablo de las generaciones vascas de la segunda mitad de este siglo, pasaríamos por nómadas, comparados con nuestros abuelos. Yo he habitado doce casas distintas. Mi padre, tres, pero sigue llamando «nuestra casa» a la primera, a la de Begoña (contigua a Errexiñoleta, que ocupaba Gudari con su familia). Una casa que ya ha desaparecido: la construyó Manuel María de Smith, el arquitecto que impuso en el Bilbao de fin de siglo las formas vernáculas, los palacetes que imitaban casastorre, los chalets en forma de caserío, las estaciones de ferrocarril con palomares copiados de las casonas hidalgas, expresiones todas ellas del imaginario ruralista que con tanta fuerza prendió en el nacionalismo. No voy a ponerme a hacer la crítica ideológica de este imaginario: sería muy fácil (¿qué puede ser más sencillo, más banal que interpretar, por ejemplo, La Casa Solar Vasca, de Kizkitza, como manifestación de la visión del mundo de una burguesía deferencial, enamorada del modo de vida de la jaunchería?). Y, sin embargo, nada de eso me daría una explicación satisfactoria de por qué esas mismas imágenes se instalaron en el doloroso centro de nuestros ensueños melancólicos. Ideología burguesa. De acuerdo, camarada. Yo también pensaba así. Y ahora, dime por qué, después de treinta años de marxismo, de estructuralismo, de psicoanálisis, de deconstrucción, dime por qué no se han callado las voces ancestrales.

Gabriel Aresti nació en 1933 allí cerca, a la vuelta de Sabin Etxea, en la calle BarroetaAldamar: donde estuvo la sala de baile El Edén, que hicieron cerrar los hermanos Arana Goiri. Cuando derribaron la casa de estos escribió una extensa elegía en castellano a sus ruinas. Cuatro años después publicaba el más famoso de sus poemas. El que comienza:

Defenderé

la casa de mi padre…

Y, todavía en el 67, viviendo ya en un pequeño piso de una barriada obrera, en la calle llamada entonces Alcázar de Toledo, escribe:

La casa en donde vivo

es tan vieja…

Fue labrada

con la primera piedra

de las montañas vascas…

Aresti sabía de qué hablaba y sabía que nuestra generación iba a entender ese lenguaje, porque era la que había visto llorar a sus abuelos a causa del derribo de la casa de Sabino Arana Goiri. A mí ese libro de Aresti, La piedra vasca, me lo prestó Julio Araluce, un novicio jesuíta que no tardaría en ahorcar los hábitos y entrar en ETA. También él tenía, como Aresti, familiares franquistas (a un tío suyo, presidente de la Diputación de Guipúzcoa, lo mató la misma ETA años después). Dudo que Julio hubiese visto llorar a sus abuelos por Sabin Etxea, pero de repente las voces ancestrales se pusieron a clamar por todas partes, y uno las oía tuviese o no abolengo nacionalista. Las oían incluso gentes sin antepasados vascos, hasta hijos de guardias civiles. Era como si, al echar abajo el caserón de Abando, todos los fantasmas que habían permanecido afligidos entre sus paredes se hubiesen desparramado por el país exigiendo venganza. A mediados de los sesenta, nietos de gudaris, de aberrianos, de republicanos y hasta de franquistas, los «nietos de la ira», como los ha llamado (nos ha llamado a todos, incluyéndose en el lote) Patxo Unzueta, se agolpaban a pedir el ingreso en la organización terrorista. No eran muchos todavía, aunque su número crecería exponencialmente al final de la década. Tenían —teníamos— entre dieciséis y veinte años, la melancolía adolescente, la leyenda de los gudaris y el odio hacia los que derribaron la casa de Sabino. Todos habíamos oído ya a la vieja que pasó llorando.

Las voces ancestrales clamaron en muchas partes, pero resonaron con más fuerza en determinados ámbitos: en el movimiento scout, por ejemplo. El escultismo de los sesenta dependía de las diócesis. Llegó a ser muy fuerte en Bilbao y la zona industrial de Vizcaya —por contraste con Guipúzcoa, donde florecían otras organizaciones eclesiásticas dedicadas a la formación de la juventud de los caseríos, a la que no había necesidad de descubrirle el monte—. Los hijos de nacionalistas no entrábamos en la OJE, el engendro juvenil de Falange (amigos que conocí después, hijos de emigrantes que pasaron por los campamentos de la organización falangista, me aseguraron que allí se hicieron comunistas). Afluíamos en masa al escultismo. Movimiento sobre el que nadie ha escrito líneas más acertadas que estas de Czeslaw Milosz:

El escultismo tenía encantos para mí: las grandes excursiones, los fuegos de campamento, las noches bajo la tienda, la búsqueda de pistas, los cuchillos, los nudos. Pero también tenía su lado desagradable, con sus «¡agrupación en columna de a dos!», «¡alinearse por la derecha!», «¡descanso!», etc., y con su hogar (una vasta sala prestada por la escuela y adornada por los símbolos de los «Lobos», de los «Linces» y de los «Buhos», así como por guirnaldas de papel). El estado espiritual dominante era «hay que hacer algo, ¿pero qué?». Dicho de otra manera, el reino del aburrimiento. No podía comprender el sentido de las charlas y de las homilías, llenas de grandes palabras, y notaba que ni los oradores ni los oyentes se las tomaban en serio. Muchos años después comprendí que Badén Powell había sido un destacable profeta de la concentración social: reconocí en el comunismo un escultismo elevado a la enésima potencia.

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