John Dos Passos - Rocinante vuelve al camino
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- Libro:Rocinante vuelve al camino
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1922
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Rocinante vuelve al camino: resumen, descripción y anotación
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El joven Dos Passos pasó una temporada en la España de los años veinte y aprovechó aquel viaje para escribir unas estampas periodísticas en las que se acercaba a la realidad ibérica.
John Dos Passos
ePub r1.1
Titivillus 14.06.16
Título original: Rosinante to the Road Again
John Dos Passos, 1922
Traducción: Margarita Villegas
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
John Rodrigo Dos Passos (Chicago, Illinois, 1896 – Baltimore, Maryland, 1970) fue un novelista y periodista estadounidense.
Nacido en Chicago, en una familia descendiente de portugueses de la isla de Madeira, en su juventud viajó, junto a sus padres, por México y algunos países de Europa (en especial Portugal, Bélgica, el Reino Unido y España). En 1916 se graduó en Artes por la Universidad de Harvard.
Durante la Primera Guerra Mundial fue conductor de ambulancias en el frente francés e italiano, experiencia que le proporcionó material para su novela Iniciación de un hombre: 1917 (1920), de corte autobiográfico. Siguió a ésta Tres soldados (1921), con la cual alcanzó el reconocimiento de la crítica por su amargo antibelicismo. Tras la guerra, volvió a viajar por España y a su regreso publicó Rocinante vuelve al camino (1923).
En 1925 publica Manhattan Transfer, una visión panorámica de la vida neoyorquina entre 1890 y 1925 que tuvo un éxito inmenso. Esta poderosa novela, construida con fragmentos de canciones populares, titulares de prensa, pasajes de monólogo interior y fragmentos naturalistas de las vidas de una multitud de personajes sin relación entre sí, determinó el estilo de las mejores de sus últimas novelas. Su trilogía USA (reunida en 1938), en el mismo estilo, amplió su panorama para abarcar todo el país. Comprende las novelas El paralelo 42 (1930), 1919 (1932) y El gran dinero (1936), y describe el crecimiento del materialismo estadounidense desde la última década del siglo pasado a la Gran Depresión.
En 1927 hizo pública su postura contraria a la ejecución de los anarquistas Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti y fue encarcelado por ello. Aunque inicialmente mantuvo una ideología cercana al socialismo, una visita a la Unión Soviética a finales de los años 20 le hizo ser bastante más crítico. En 1937 volvió de nuevo a España para colaborar con Ernest Hemingway en el guion del documental «La tierra española», pero al conocer la desaparición de su amigo y traductor de su obra José Robles Pazos, presumiblemente a manos de los servicios secretos soviéticos, rompió definitivamente con la ideología comunista. A esta época corresponden algunas de sus novelas, como Aventuras de un joven, Número uno o El gran destino.
Sus novelas, representativas de la «generación perdida», amargas y profundamente impresionistas, atacan la hipocresía y el materialismo de los Estados Unidos entre las dos guerras mundiales y tuvieron una honda influencia en varias generaciones de novelistas europeos y americanos, como en el peruano Ciro Alegría, o en los españoles Camilo José Cela y Juan Benet.
[1] Los fragmentos en cursiva están en español en el original. Traducción de J. F. Vidal Jové; editorial Castalia, Madrid, 1984.
[2] Traducción de J. F. Vidal Jové; editorial Castalia, Madrid, 1984.
Telémaco se había alejado tanto en busca de su padre, que ya no recordaba lo que andaba buscando. Sentado en un diván de felpa amarilla, en El Oro del Rin, plaza de Santa Ana, Madrid, rebañaba con una miga de pan la salsa que tiznaba el plato, en cuyos bordes había amontonado el descoyuntado esqueleto de un pichón. Frente a su plato había otro plato semejante, que su compañero acababa de lustrar. Telémaco se llevó a la boca el último trozo de pan, vació de un trago espasmódico un bock de cerveza, suspiró, se inclinó sobre la mesa y dijo:
—No sé por qué estoy aquí.
—¿Dónde mejor? —replicó Lieo, un joven de hundidas mejillas y ademanes calmosos, en cuya boca rondaba continuamente una sonrisa apenas dolorosa, y él también apuró su cerveza.
Sobre una pequeña tarima situada al extremo de una fila de blancas mesas, cuatro alemanas tocaban Tannhäuser Los parroquianos alargaban la cabeza entre espirales de humo de tabaco. Olor a cerveza, serrín, langostino, pichón asado.
—¿Conoces a Jorge Manrique? Ahí tienes un motivo, Tel —continuó Lieo calmosamente. Con una mano hizo seña al camarero pidiéndole más cerveza, se pasó la otra por la cara como para borrar la impresión de la música y luego, pronunciando las palabras a tropezones, recitó:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte,
contemplando cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando:
cuán presto se va el placer,
cómo después de acordado
da dolor,
cómo a nuestro parecer
cualquier tiempo pasado
fue mejor.
—Siempre la muerte —dijo Telémaco—; pero hay que seguir.
Había llovido. Luces rojas, anaranjadas, amarillas, verdes rielaban en los limpios adoquines. El viento frío de la sierra silbaba en las calles bulliciosas. Mientras andaban, el otro joven iba contando cómo este hombre de armas, noble y cortesano, se había encerrado cuando murió su padre, el maestre de Santiago, y había escrito las coplas, creando este formidable ritmo de muerte que azota al mundo como un viento. No había vuelto a escribir más. Se lo figuraban en el patio de su polvorienta mansión de Ocaña, cuyos anchos aleros estaban llenos de arrullos y cuyos amplios corredores tenían oscuras vigas con arabescos pintados de bermellón, vestido de terciopelo negro, escribiendo en una mesa bajo un limonero. En la catedral, que por aquel entonces se construía allá abajo, en la calle rayada de sol, entre el olor del andamiaje y el polvillo de la tierra, se alzaba el tremendo catafalco donde, rodeado de sus armas, yacía el maestre de Santiago; en las talladas sillas del coro los corpulentos canónigos entonaban, gimiendo, una letanía sin fin; a la puerta de la sacristía, el obispo, en las piedras de cuya mitra resplandecía el fulgor de los cirios, manoseaba sin cesar su báculo, preguntando de cuando en cuando a su corista favorito por qué don Jorge no había llegado aún. Y varios mensajeros tuvieron que correr a casa de don Jorge para avisarle que los oficios estaban a punto de empezar, y él los había despedido con un grave ademán de su larga mano blanca. Mientras tanto, el lejano canturreo, el retintín del bocado de plata de su caballo roano que, atado a una columna morisca, piafaba nerviosamente; el recuerdo de los bailes cortesanos, de los vistosos desfiles al son de largas trompetas por las ciudades conquistadas y el arrullo de los palomos en los aleros se confundían en su mente como cuerdas de una guitarra tañidas a la vez en una oleada de ritmos que absorbió su vida en este poema en loor de la muerte:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir…
Telémaco se repetía las palabras en voz baja cuando entraron en el teatro. La orquesta tocaba una sevillana. Mientras buscaban sus butacas divisaron, por encima de las cabezas y los hombros del público, a una mujerona que bailaba con patética solemnidad. La mantilla, alzada por una peineta de palmo y medio, caía sobre el vestido rosa guarnecido de encaje. Con el taconeo de sus diminutos zapatos temblequeaba la curva de sus pechos, de su vientre, de su triple papada. Cuando los dos amigos se sentaron, ella se retiró ladeándose, como se ladea un barco enjarciado en una borrasca. Cayó el telón, en la sala se hizo el silencio. La siguiente era Pastora.
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