James Salter - Quemar los días
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- Libro:Quemar los días
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1997
- Índice:4 / 5
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Quemar los días: resumen, descripción y anotación
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Quemar los días — leer online gratis el libro completo
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Este libro es, en cierta medida, la historia de una vida. No la historia entera pues, como en la mayoría de los casos, sería imposible de contar: resultaría demasiado extensa, más que la obra de Proust, por no hablar de las repeticiones.
Me he limitado a ser sincero y escribir sobre personas y sucesos que fueron importantes para mí, aunque confiando sólo, aquí y allá, en los simples recuerdos. «Tu idioma es tu patria», dijo Léautaud, pero también lo es la memoria, además de ser ésta un baremo, por la huella que deja, del valor de las cosas. Supongo que podría afirmarse de manera no menos convincente que lo contrario es también verdad, que lo que uno decide olvidar resulta igual de revelador, pero eso de momento dejémoslo a un lado. Por alguna razón oigo las palabras de E. E. Cummings en The Enormous Room (La habitación enorme). «Oh, yes, Jean: I do not forget, I remember Plenty…»
Aparte de apoyarme en mi propia memoria, he recurrido a recuerdos de otras personas, así como a cartas, diarios y todo lo que he encontrado.
Si por un momento uno imagina la vida como una casa grande con cuarto de juego para los niños, salón, comedor, dormitorios, despacho y demás, todo desconocido y luminoso, los capítulos que vienen a continuación son, en cierto modo, como mirar por las ventanas de esa casa. A algunos ocupantes alcanzaremos a verlos sólo fugazmente. Las visitas van y vienen. En algunas ventanas quizá uno desee quedarse más tiempo, pero por desgracia no es posible. Como ocurre en cualquier casa, no puede verse todo lo que hay dentro.
La persona que me indujo a escribir este libro fue mi editor, Joe Fox, quien, después de leer una especie de artículo personal —no concebido como capítulo— publicado en la revista Esquire en 1986 con el título «La mujer del capitán», me instó a escribir más. Tras no pocas vacilaciones, puse manos a la obra.
Escribir sobre mí se me antojó difícil, quizá más de lo que parezca. Como se verá en el segundo capítulo, llegué a creer que mi propia identidad no era lo principal, y así viví durante mucho tiempo. Además, volver al pasado fue como cruzar una y otra vez un Bergschrund, un profundo abismo entre lo que había sido mi vida antes de cambiarla por completo y lo que fue después.
Por tanto, la elaboración del texto fue lenta. Extenuado por la revelación de mí mismo, de pronto interrumpía el trabajo y no lo reanudaba hasta transcurridos unos meses. Lo triste es que, cerca del final, Fox, que durante todo el tiempo se había mantenido lealmente alerta y al tanto, murió antes de ver las últimas páginas. A él debe su existencia este libro.
En el pasado he escrito sobre dioses y en algunos momentos también lo he hecho aquí. Por lo visto, es una tendencia mía. No rindo culto a los dioses, pero me gusta saber que están ahí. La fragilidad, por humana que sea, me interesa menos. De modo que he escrito únicamente sobre determinadas cosas, lo esencial desde mi punto de vista: el mundo tal como era, al menos para mí.
En la juventud da la sensación de que las preocupaciones de uno son las mismas que las de todo el mundo. Más adelante queda claro que no es así. En la última etapa vuelven a coincidir. Al final todos somos pobres. Las frases del guión ya se han pronunciado. El escenario queda vacío y desnudo.
Antes de eso, sin embargo, la función debe representarse.
Se levanta el telón.
J. S.
El verdadero cronista de mi vida, un hombre alto, de aspecto afable y ojos húmedos, se acercó a mí en una reunión y, como si llevara mucho tiempo esperando para decírmelo, afirmó que lo sabía todo. Era la primera vez que lo veía.
Yo ya tenía más de cincuenta años. Él no era mucho mayor, pero por alguna razón parecía un personaje del pasado. Recordaba haberme visto en Passaic cuando yo era pequeño, montado en un coche de caballos por Hope Avenue. Dijo mi fecha de nacimiento: «El 10 de junio de 1925, ¿me equivoco? Salió su foto en el New York Times cuando era capitán en Corea y acababa de abatir tres aviones. Se casó con una chica de Washington. Tiene cuatro hijos».
Y así siguió. Conocía detalles íntimos, algunos un tanto confusos, como quien lleva los bolsillos llenos de notas en papeles sueltos. Su nombre era Quinton; trabajaba en una oficina de correos y lo llamaban, según supe más tarde, el Historiador, despectivamente, como si su pasión fuese vana e incluso bochornosa, como si con ella pretendiera darse cierta importancia. «Estudió usted en Horace Mann —dijo—. El entrenador de fútbol era Tillinghast».
En realidad, el entrenador era un hombre canoso y patizambo llamado Tewhill. Tillinghast era el director. Me pareció un error intrascendente.
Por un lado está tu vida tal como la conoces; por otro, tal como la conocen los demás, quizá erróneamente, pero aun así debe concedérsele cierta importancia. Resulta difícil aceptar que uno es observado desde distintos puntos y que la suma de todos ellos posee validez.
Su mujer le rogaba que me dejara en paz. A mí me asombró lo que sabía. «El 44 de State Street. Ahí vivía su abuela, ¿no? Le daba sopa de lentejas y bistec cuando su padre lo llevaba de visita; contrataba los servicios de un taxi una vez al mes».
La decrépita casa de madera en la esquina, con sus escalones de cemento y su jardín, y la inalterable comida que a mí tanto me gustaba, servida en una mesa cuadrada en la cocina, tras lo cual, sin nada que hacer, me quedaba sentado en los peldaños de detrás durante una hora mientras mi padre hablaba con su madre, contándole las cosas que hacía y reconfortándola, supongo. El taxista esperaba en silencio en el coche.
Mi padre y yo hacíamos esos trayectos juntos. Mi madre nunca nos acompañaba. Aquellas vacías mañanas de domingo cruzábamos el West Side de Manhattan por la orilla del río, mirando por la ventanilla los grises e interminables edificios de apartamentos a un lado, y a lo lejos, resplandeciente, el nuevo puente de George Washington. El humo del puro, aromático y empalagoso, escapaba por encima del cristal junto a mi padre mientras él permanecía abstraído, a ratos tarareando en susurros. Por la radio del taxi se oían las palabras enardecidas del fervoroso sacerdote antisemita que hablaba todos los domingos, el padre Coughlin. Las virulentas fórmulas que repetía una y otra vez me llegaban como un martilleo. Corrían tiempos difíciles. El taxista se ganaba cinco dólares por el viaje, incluidas las dos horas de espera antes de llevarnos de regreso. Siempre era un taxista distinto, que mi padre paraba en la calle y cuyos servicios contrataba en el acto.
Pasábamos por debajo de la gran torre entramada en el extremo este del puente, a la que atribuí gran importancia desde que mi padre me contó que habían previsto construir un restaurante en lo alto. Dentro de la estructura de acero había un ascensor, y en una ocasión subimos en él; o quizá lo imaginé, como también imaginé la vista olímpica.
El Hudson era el río de mi juventud, el río de la puesta de sol y los transbordadores como tartas nupciales, mi río pese a que nunca sentí siquiera una gota de agua suya en la mano o la frente. Había cruzado el puente a pie más de una vez, apoyándome en la barandilla para contemplar las aguas oscuras a una distancia infinita bajo mis pies, y ocasionalmente tenía la suerte de ver cómo las surcaba una barcaza blanca de paseo, su soleada cubierta llena de sillas como un auditorio sin techo. Una vez al año, formando una larga fila hacia el mar, fondeaba allí la flota de la Armada, cruceros con nombres de ciudades lejanas y grandes acorazados hundidos más tarde en Pearl Harbor. Desde algún lugar de la orilla, unas lanchas llevaban a la gente a visitarlos. Yo había ido varias veces, había trepado por las escalerillas de acero y me había colocado bajo los imponentes cañones. Los marineros con sus pantalones blancos de pernera ancha, los viriles oficiales, las cubiertas de madera: era algo de lo que enorgullecerse, la única defensa de la república inocente y desarmada en que nací.
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