Fotografías
Para Constancia Romilly (la Burri)
Jessica Mitford (1921).
Unity y Jessica Mitford.
Asthall, 1921. De izquierda a derecha: mamá, Nancy, Diana, Tom, Pam, papá. Delante: Unity (Gorgo), Decca, Debo.
Enero de 1935. De izquierda a derecha: Unity, Tom, Debo, Diana, Jessica, Nancy, Pam.
Jessica Mitford en Bermeo, Vizcaya
Repatriación de Unity Mitford tras su intento de suicidio en Alemania (1940).
Esmond Romilly y Jessica Mitford en el Roma Bar de Biscayne Bay, Miami (1940).
Unity y Diana Mitford en la Alemania nazi (1937).
Esmond Romilly y Jessica Mitford.
Jessica Mitford (1979).
Título original: Hons and Rebels
Jessica Mitford, 1960
Traducción: Patricia Antón de Vez
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Nobles y rebeldes
Notas
[1] El pasaje de Claud Cockburn en cuestión aparecía entre paréntesis tras los comentarios citados en la página 258. Decía así: «Después de todo, nadie puede sospechar que el señor Kennedy abrigue excesivos prejuicios contra los regímenes fascistas, y es a través del señor Kennedy que el gobierno alemán confía en mantener “contactos”».
[2] El término en inglés es Hons, forma abreviada y plural de The Honourable, determinación a la que tenían derecho las hermanas Mitford por ser hijas de un par del reino. El título en inglés del libro es Hons and Rebels.
[3] Carta en español en el original.
[4] En español en el original.
[5] Esmond murió en combate en noviembre de 1941, cuando tenía veintitrés años.
Introducción de Christopher Hitchens
El homenaje póstumo a Jessica Mitford, que se celebró en el West End de Londres en febrero de 1997, tuvo algo de ovación final a aquellos que creían haber «conocido» tanto a las celebérrimas hermanas de Swinbrook como las múltiples leyendas que habían circulado sobre ellas. En el vestíbulo del Lyric Theatre de Shaftesbury Avenue, en homenaje a «Decca» y a la lucha que libró durante toda su vida contra los demonios de las pompas fúnebres, se había emplazado sobre un caballete un ataúd de precio asequible, por no decir barato. Esta observancia de sus últimas instrucciones (su verdadero funeral, en San Francisco, había corrido a cargo de una funeraria con precios de ganga) debió bastar, de hecho, para disuadir a su hermana Deborah o «Debo», más conocida como duquesa de Devonshire y señora de Chatsworth House, quien tras haber pagado generosamente el alquiler del teatro decidió no hacer acto de presencia en aquel espectáculo macabro y populista. Diana, lady Mosley, todavía leal al recuerdo de su marido camisa negra, gozaba entonces de una salud que le habría permitido viajar desde París, pero ni se le pasó por la cabeza hacerlo. («¿Tienes alguna vez noticias de Diana?», le pregunté en cierta ocasión a Decca. «Nos saludamos desde lejos con una inclinación de cabeza en el funeral de la querida Nancy —respondió con tono glacial—, pero, aparte de eso, desde lo de Múnich no hemos vuelto a cruzar palabra»).
El local estaba lleno hasta la bandera y, como orador invitado, tuve el privilegio de que me presentaran a Eddie Romilly, sobrino del primer marido de Decca, Esmond. Me pareció advertir cierto parecido con las fotografías del joven cuyo avión había caído a las gélidas aguas del mar del Norte en noviembre de 1941. Luego me encontré con una vieja y querida amiga: Mary Churchill, la viuda lady Soames. Hija mayor de Winston Churchill y biógrafa de su madre, Clementine, debía de ser la más destacada representante del Partido Conservador entre los presentes, si no la única. Habría hecho falta algo más que aquel ataúd en el vestíbulo para impedir que acudiera. La siguiente historia, que me confió aquel día, ayuda a comprender su ferviente presencia en el homenaje.
Como todas las chicas Churchill, se había quedado prendada de su primo Esmond. «Nos pusimos todas muy celosas cuando Decca se fugó con él a España y luego a Estados Unidos; después nuestro querido Esmond murió, claro, pero durante un tiempo figuró como “desaparecido” porque su avión había caído al mar». (Esmond, que estaba entonces en Estados Unidos, se alistó como voluntario en la Real Fuerza Aérea Canadiense en cuanto se declaró la guerra; no habría sido consciente de ello, pero William Faulkner había recurrido al mismo método una generación antes). Su muerte había dejado a Decca abandonada a su suerte en Washington D. C., convertida en una viuda joven, criando al bebé que llevaba ya en su seno cuando el avión de Romilly cayó derribado. Y así, cuando el primer ministro se disponía a cruzar el Atlántico para asistir en Washington a una cumbre vital con el presidente Roosevelt, tuvo que enfrentarse a una delegación de sus hijas, quienes lo instaron a prometerles que haría algo por Decca. Era un hombre de palabra. La invitó a desayunar en sus dependencias en la Casa Blanca, donde le comunicó que había pedido un informe detallado de inteligencia y que sentía tener que comunicarle que ya no tenía sentido seguir considerando «desaparecido» a Esmond. Ella, con el bebé en brazos, encajó la noticia con estoicismo porque ya la esperaba. El primer ministro le entregó entonces una generosa suma de dinero en metálico, parte de la cual era contribución de sus propias hijas, y a continuación le explicó que había hablado con lord Halifax, embajador británico en Estados Unidos, quien le había asegurado que una voluntariosa joven inglesa con el talento de Decca podía contar con un puesto en su gabinete diplomático. Acto seguido, Churchill vio cómo la joven arrojaba sobre la cama el dinero que le había dado. «Si ha imaginado por un instante que iba a considerar siquiera la posibilidad de trabajar para ese viejo monstruo de la contemporización, está muy, pero que muy equivocado —espetó la viuda, ofendidísima—. Preferiría morirme de hambre». No le faltaba razón, como Churchill bien sabía. (A Halifax lo habían enviado a Washington en parte para quitarlo de en medio y para debilitar a la facción conservadora que aún podía estar a favor de firmar la paz por separado con Hitler). A su regreso a Inglaterra, antes de informar al Parlamento y al Gabinete del mayor conflicto armado en que se había embarcado nunca su nación, el primer ministro tuvo que hacer frente a las preguntas de sus hijas: «¿Y cómo te fue con Decca?». «Pues rematadamente mal», fue su respuesta.