Giovanni Sartori - ¿Qué es la democracia?
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- Libro:¿Qué es la democracia?
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2007
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¿Qué es la democracia?: resumen, descripción y anotación
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Nada nos ha asombrado más del comunismo que el modo
en que ha salido de la historia.
MARTIN MALIA
En 1789 saltaba la chispa de la Revolución Francesa. Por una singular coincidencia, es en 1989 cuando salta la chispa que cierra el ciclo revolucionario puesto en marcha en París exactamente dos siglos atrás. La Revolución Francesa duró, como movimiento de crescendo revolucionario, desde el 9 de julio de 1789 hasta el 28 de julio de 1794, cuando la cabeza de Robespierre también rodó bajo la hoja de la guillotina. El comunismo cae en 1989 en Europa del Este y se disuelve también en Moscú en 1991: cinco años de vorágine revolucionaria en el siglo XVIII, dos años de rápida descomposición dos siglos después. El símbolo del comienzo de la edad de las revoluciones fue la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789. El símbolo del fin del Estado revolucionario por antonomasia fue la caída del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989. Y la disolución del comunismo nos deja ante un vencedor absoluto: la democracia liberal.
Es importante subrayar que el vencedor es la democracia liberal, porque desde hace medio siglo se nos ha contado que las democracias eran dos: formal y real, capitalista y comunista. Esta «alternativa inexistente» (supra, XIII. 2 y XIII. 4) tuvo que estallarnos en las manos para que fuera reconocida su inexistencia. Pero ahora la falsedad está bien a la vista para que todos la vean. La democracia ha vencido, y la democracia que ha vencido es la única democracia «real» que jamás se ha materializado en la tierra: la democracia liberal.
Perder al enemigo cambia todos los puntos de referencia. La democracia sin enemigo ya no tiene problemas externos, fuera de ella. Paradójicamente, aunque no demasiado, perder al enemigo externo destapa la caja de Pandora de los problemas internos. Por un lado, cada vez se hace más difícil rechazar la democracia; por otro, y conjuntamente, también gestionarla puede volverse cada vez más difícil. Pero eso iremos viéndolo poco a poco. Para empezar, hay que comprender bien cuál es el margen de nuestra victoria y en qué campo; y también debemos guardarnos de los triunfalismos exagerados y prematuros.
Por lo pronto hay muchos tipos de victoria (incluyendo las pírricas), y derribar a un enemigo todavía no significa ocupar su lugar. Hoy la victoria de la democracia es in primis la victoria de un principio de legitimidad. A la larga es una victoria decisiva; pero a corto plazo es sólo una victoria preliminar. Y si además distinguimos, como puntualiza oportunamente Morlino (1980, en especial en el capítulo 4), entre instauración y consolidación de una democracia, la distancia entre una y otra es larga. En América Latina ha habido, hasta la fecha, experiencia de instauraciones sin consolidación, o de todas formas, de consolidaciones casi siempre precarias. En Europa del Este estamos todavía, como es inevitable, en la fase de instauración. Y allí donde la caída de los regímenes comunistas se ha transformado en un colapso generalizado es demasiado pronto para prever si la medicina que mantendrá al paciente con vida será algún tipo de democracia.
La diferencia de fondo se da entre una victoria a medias y una victoria completa. La primera derriba a un enemigo y nada más; mientras que en el segundo caso el perdedor se convierte al régimen del vencedor. Pero incluso si la victoria es completa, es decir, cuando ven la luz o se restablecen democracias que antes no existían, aun así la consolidación requiere tiempo y podemos obtener democracias inestables. Una vez hecha esa premisa, pasemos al estado de los hechos.
Geográficamente, la victoria de la democracia se circunscribe al mundo modernizado. Nunca me ha parecido que la modernidad sea un paraíso terrenal que Occidente tiene que proponer e imponer al resto del mundo. La única superioridad segura de la modernización es tecnológica. Pero esa superioridad basta por sí sola para hacer de la modernización un proceso imparable, un destino casi inexorable. Tarde o temprano, en mayor o menor grado, la técnica de la modernidad, es decir, su componente tecnológico, acabará llegando a todas partes. Por lo tanto, si la democracia avanza con la modernización, si es cierto que donde llega la primera también llega, antes o después, la segunda, es razonable prever que la geografía de la democracia se irá extendiendo en sintonía con la geografía de la modernización.
Pero a principios de los años noventa la realidad de los hechos es que la victoria de la democracia se detiene, grosso modo, en las fronteras de África. Por lo tanto, la victoria espacial de la democracia está todavía muy lejos de ser global. Por otra parte, si la geografía de la democracia como forma política se circunscribe a la mitad del planeta Tierra, es más extensa y más importante —repito— la victoria de la democracia como principio de legitimidad. En ese frente sólo resisten el islam y las sociedades donde el tradicionalismo todavía no se ha visto corroído. Pero en todo el mundo «avivado» y tocado por la modernidad cada vez es más cierto que el único poder legítimo —el único poder al que le es debida libre obediencia— es el poder de investidura popular, elegido desde abajo.
La legitimación democrática del poder chocaba en el pasado con tres enemigos: un enemigo escatológico (el comunismo, como reino de los fines); el derecho divino o de tipo hereditario-tradicionalista; y la pura y simple fuerza, los regímenes de espada. De estos tres enemigos sólo el comunismo era moderno en el sentido de que desbordaba el presente y se proponía como una fuerza motriz hacia el futuro. El segundo, el poder teocrático, sacro, hereditario y legitimado por la tradición, existe y resiste, pero sin fuerza de expansión extra moenia. En cuanto al poder de la espada, su fuerza sigue siendo la fuerza: pero es ya una fuerza desnuda, sin «misión», que se justifica sólo como necesidad. Los regímenes de fuerza, las dictaduras, sin duda existen y seguirán apareciendo: pero como remedio y mal necesario. Y por lo tanto la democracia ya no se enfrenta a contralegitimidades de su misma fuerza. La legitimidad que desciende de arriba ha dejado de legitimar. No es que todo el mundo esté convencido de que sólo la democracia funciona. Pero ya está muy extendida la convicción de que un sistema político no puede durar sin el apoyo de una efectiva legitimación popular.
***
¿Me he olvidado del nacionalismo? No, porque ahí es donde voy. El único nacionalismo «imperialista» que queda es de fundamento religioso, y eso nos devuelve al caso del islam y especialmente del fundamentalismo coránico. El imperialismo comunista ha muerto. Y los nacionalismos que hoy pululan y vuelven a estallar son localistas, fragmentadores y desmembradores. No son nacionalismos de conquista sino de regreso a identidades preexistentes, de recuperación de «pequeñas patrias». Si esta exhumación de las pequeñas patrias es genuina es algo que a menudo está por ver. En la destrucción del imperio soviético (y alrededores) no entran en juego sólo las «naciones» —las identidades culturales y lingüísticas— sino también el establecimiento de la «nueva clase», es decir, el abordaje al poder. Alguien que no era nadie o que era un simple teniente en el gran Estado multinacional, puede convertirse en general en la unidad mononacional que consiga meterse en el bolsillo. Alguien que perdió su cargo como comunista lo supera disfrazándose de nacionalista e irredentista. Más de la mitad de los casos de inopinado despertar de atavismos es sospechosa, por lo menos en el sentido de que podía acomodarse en el ámbito de estructuras confederales (que no hay que confundir con estructuras federales). Y queda por ver si las microunidades que surgen de las ruinas del pasado son, o serán, unidades viables y sensatas.
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