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Giovanni Papini - Un hombre acabado

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Giovanni Papini Un hombre acabado
  • Libro:
    Un hombre acabado
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1913
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Un hombre acabado: resumen, descripción y anotación

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GIOVANNI PAPINI Florencia 1881 - 1956 Escritor y poeta italiano Fue uno de - photo 1

GIOVANNI PAPINI (Florencia, 1881 - 1956). Escritor y poeta italiano. Fue uno de los animadores más activos de la renovación cultural y literaria que se produjo en su país a principios del siglo XX, destacando por su desenvoltura a la hora de abordar argumentos de crítica literaria y de filosofía, de religión y de política.

Nacido en una familia de condiciones humildes y de formación autodidacta, fue desde muy joven un infatigable lector de libros de todo género y asiduo visitante de las bibliotecas públicas, donde pudo saciar su enorme sed de conocimientos. Obtuvo el título de maestro y trabajó como bibliotecario en el Museo de Antropología de Florencia, pero a partir de 1903, año en que fundó la revista Leonardo, se volcó con polémico entusiasmo en el periodismo.

Esta publicación se convirtió enseguida en un instrumento de lucha contra el positivismo que imperaba en el pensamiento filosófico italiano y, al mismo tiempo, contribuyó a difundir el pragmatismo. Ese mismo año se convirtió en redactor jefe del diario nacionalista Regno, mientras que en 1908, finalizada ya la andadura de Leonardo, empezó a colaborar activamente en La Voce, convirtiéndose en uno de los representantes más inquietos y ruidosos del movimiento filosófico y político que surgió en Florencia alrededor de esa revista.

Más tarde fundó también Anima (1911) y Lacerba (1913), de orientación más literaria y donde durante un tiempo defendió las tendencias futuristas de F. T. Marinetti. Agnóstico, anticlerical, pero no obstante siempre abierto a nuevas experiencias espirituales, su actividad periodística le permitió dar rienda suelta a su afición de sorprender y escandalizar a los lectores y de arremeter contra personajes más o menos famosos.

Su primera obra narrativa fue Un hombre acabado (1912), en la que describió su azarosa juventud y donde los retratos paisajísticos de su Florencia natal revelan, como en otros libros, las verdaderas dotes del Papini escritor. Afectado por la dura experiencia de la Primera Guerra Mundial, se convirtió al catolicismo empujado por la necesidad de encontrar certezas definitivas y absolutas.

Este cambio espiritual, que causó polémicas en su entorno, fue el germen de Historia de Cristo (1921), libro que alcanzó un enorme éxito a pesar de que algunos le acusaron de ser un gran manipulador de las ideas que se adaptaban al momento. En esta misma línea caracterizada por una heterodoxia que irritaba por igual a ateos y creyentes escribió San Agustín (1929), Gog (1931), El Diablo (1943), Cartas del papa Celestino VI a los hombres (1946), un papa imaginario del que se sirve para lanzar un mensaje de paz y fraternidad, y sobre todo Juicio Universal, en el que trabajó casi toda su vida y que se publicó póstumamente.

De su prolífica obra crítica cabe destacar Dante vivo (1933) o Grandezze di Carducci (1935), mientras que Cento pagine di poesie (1915) y Opera prima (1917) figuran entre sus mejores libros de poesía.

I

Un medio retrato

Yo nunca he sido niño. No he tenido infancia.

Cálidas y blondas jornadas de embriaguez pueril; largas serenidades de la inocencia; sorpresas de los descubrimientos cotidianos del universo: ¿qué son para mí? No los conozco o no los recuerdo. Después los he sabido por los libros, los adivino, ahora, en los muchachos que veo; los he sentido y probado por primera vez en mí, pasados los veinte años, en algún instante feliz del armisticio o de abandono. Infancia es amor, alegría, despreocupación, y yo me veo en el pasado siempre, separado y meditabundo.

Desde pequeño me he sentido tremendamente solo y diferente —no sé el porqué. ¿Quizás porque los míos eran pobres, o porque yo no había nacido como los otros?

No sé: recuerdo solamente que una tía joven, me puso el sobrenombre de viejo a los seis o siete años y que todos los parientes lo aceptaron. Y, en efecto; la mayor parte del tiempo estaba serio y cejijunto; hablaba muy poco hasta con los otros chicos; los cumplidos me daban fastidio; las caricias me causaban desprecio, y al tumulto desenfrenado de los compañeros de la edad más bella, prefería la soledad de los rincones más apartados de nuestra casa, pequeña, pobre y oscura. Era, en fin, lo que las señoras de sombrero llaman un «niño tímido» y las mujeres en cabeza «un sapo».

Tenían razón: debía ser, y era, tremendamente antipático a todos. Recuerdo que sentía perfectamente en torno mío esta antipatía, la cual me hacía más tímido, más melancólico más reconcentrado que nunca.

Cuando me encontraba, por casualidad, con otros muchachos, no entraba casi nunca en sus juegos. Me gustaba apartarme y mirarles con mis ojos verdes y serios de juez y de enemigo. No por envidia; era más bien desprecio lo que sentía dentro de mí en aquellos momentos. Desde entonces, comenzó la guerra entre yo y los hombres. Yo les huía y ellos no se preocupaban de mí; no les amaba y ellos me odiaban. En la calle, en los jardines, unos me echaban y otros se reían a mis espaldas; en la escuela me tiraban pelotillas o me acusaban a los maestros; en el campo, hasta en la quinta del abuelo, los muchachos de los campesinos me arrojaban piedras, sin que hubiese hecho nada a nadie, como si sintieran que era de otra raza. Los parientes me invitaban o me acariciaban cuando no podían hacer menos, para no demostrar ante los demás una parcialidad demasiado indecente; pero yo me daba cuenta muy bien de la ficción y me ocultaba y respondía a sus palabras hosco y malhumorado.

Un recuerdo se ha grabado, más que todos los otros en mi corazón: húmedas veladas dominicales de noviembre o diciembre en casa del abuelo, con el vino cálido en el centro de la mesa, dentro de una sopera, bajo la gran lámpara a petróleo, con la fuente de castañas asadas al lado, y toda la familia —tíos y tías, primos y primas en cantidad— con los rostros rojos, en derredor.

El patriarca, junto al fuego blanco y fino, reía y bebía. Crujían los leños, ya medio cubiertos de ceniza deIicadas; chocaban los vasos sobre las bandejas; murmuraban las tías beatas y sabidillas sobre los hechos y los escándalos de la semana, y los muchachos reían y chillaban en medio del humo azulino de los cigarros paternos. A mí, todo aquel bullicio de fiesta económica e idiota, me producía dolor en el alma y en la cabeza. Me sentía extranjero allí dentro, muy lejos de todos. Y, apenas podía, a escondidas, tomaba la puerta y, con pasos prudentes, pegado al húmedo muro, me deslizaba al pasillo, largo y tenebroso, que llevaba hasta la entrada de la casa. Allí sentía a mi pequeño corazón de solitario que latía con vehemencia, como si fuese a hacer algo malo o a cometer una traición. En aquel pasillo había una puerta vidriera que daba sobre un patiecito descubierto: la entreabierta apenas y me ponía a escuchar el agua, que venía cansada y de mala gana, rebotando sobre las piedras, sin furia, pero, con la obstinación lenta y odiosa de algo que no terminará nunca. Escuchaba en la obscuridad, con el frío en el rostro y los ojos bañados, y si alguna gota del surtidor me saltaba de improviso sobre la carne, me sentía feliz, como si aquella salpicadura viniese a purificarme, a invitarme a otra parte, fuera de las casas y de los domingos. Pero, una voz me reclamaba a la luz, al suplicio, a los comentarios. «¡Qué muchacho mal educado!».

Sí, es verdad, yo no he sido niño. He sido un «viejo» y un «sapo» pensativo y apocado. Desde entonces, lo mejor de mi vida estaba dentro de mí. Desde aquel tiempo, privado del afecto y de la alegría, me encerraba, me distendía en mí mismo, en la fantasía anhelante, en el solitario rumiar del mundo rehecho a través del yo. No les agradaba a los demás, y el odio me encerró en la soledad. La soledad me hizo más triste y desagradable; la tristeza apretó al corazón y aguzó el cerebro. La diferencia me separó hasta de los más próximos y la separación me hizo cada vez más diferente. Y desde aquel principio de vida, empecé a gustar la dulzura viril de esa infinita e indefinida melancolía que no quiere desahogos ni consuelos, sino que se consume en sí misma, sin objeto, creando poco a poco ese hábito de la vida interior y solitaria, que nos aleja para siempre de los hombres.

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