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Gustavo Bueno - El mito de la cultura

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Gustavo Bueno El mito de la cultura
  • Libro:
    El mito de la cultura
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1996
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El mito de la cultura: resumen, descripción y anotación

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Prólogo a la edición americana de El mito de la cultura

Constituye para mí un gran honor, como autor de El mito de la cultura, el hecho de que la nueva editorial ecuatoriana, recién fundada por el empuje de los hermanos Carpio, haya decidido iniciar su andadura con una nueva edición de este libro (la octava, sin contar la edición alemana de 2003 y la edición digital de 2012).

Y, por supuesto, me parece que esta edición americana de El mito de la cultura puede estar llamada a desempeñar un gran papel en los debates políticos, nacionales e internacionales, que tienen lugar en nuestros días en los diversos Estados americanos, en la medida en la cual (y es muy grande) estos debates se mantienen, precisamente, en el terreno de las «reivindicaciones culturales» orientadas a fundamentar su «identidad», frente a las pretensiones de otros pueblos o naciones que reivindican, a su vez, la suya propia. Existen hoy «antropólogos humanistas» (herederos de los antiguos «filántropos») que orientan su actividad hacia el objetivo de preservar la identidad de ciertas culturas indígenas, propias de pequeñas familias o grupos que siguen viviendo, por ejemplo, en las selvas amazónicas.

Reivindicaciones que, en la mayor parte de los casos, no proceden siquiera de iniciativas propias de esos pequeños grupos, sino de aquellas «humanistas» (muchas veces teólogos) que pretenden que los gobiernos o las misiones (católicas, evangelistas, musulmanas o budistas) se abstengan de sus proyectos de «educar» a los «indígenas» conforme a los patrones de su propia cultura (a los patrones de sus escuelas, templos, hospitales o explotaciones mineras o madereras). Se trata de un humanismo que busca la «salvación» (o la «liberación») de los indígenas de la tutela de los Estados o de las Iglesias, cuya acción educativa o misionera estaría llamada, según los humanistas, a contaminar las culturas indígenas más primitivas, y, a la larga, a destruirlas. Este humanismo se fundamenta, precisamente, en el mito de la cultura.

Un mito de la cultura que toma ahora la forma de una percepción de cualquier morfología cultural «indígena» humana dada, como si fuera una suerte de participación mística en una Gracia, teológica o cósmica, que, al parecer, debiera ser mantenida en toda su pureza prístina, intacta, a la manera como los ecologistas radicales propugnan la no intervención en determinados paisajes del presente, delimitándolos y tratando por tanto de rescatarlos del paisaje actual contaminado, para restituirlos al estado en el que se encontraban antes de recibir el «impacto ambiental». Impacto que se derivará de cualquier intervención humana, dando pasos, a la manera como los daba el protagonista de una, hace ya años, famosa novela (Pan o La bendición de la tierra, de Knut Hamsum, premio Nobel en 1920), cuando volvía al lugar del bosque que había visitado horas antes con objeto de recomponer la ramita de un árbol que su pisada había partido, sin quererlo, en dos trozos.

El humanismo indigenista (F. I. Niethammer hubiera dicho, en 1808: el filantropismo indigenista) mana de fuentes muy distintas. Y una de ellas, no desdeñable, es el interés de los antropólogos (como figura propia, por cierto, de la «civilización occidental» y, más en concreto, del relativismo cultural vinculado a la escuela estructuralista de Lévi-Strauss, tal como se expuso, con la ambigüedad y confusión más lamentables, en sus Tristes trópicos) por preservar intactos los materiales necesarios para sus futuros «trabajos de campo», que ofrecen temas inéditos a sus tesis doctorales y a su prestigio como científicos subvencionados por diversas instituciones, casi siempre vinculadas a intereses gremiales, políticos, religiosos o empresariales, por no hablar de los intereses del narcotráfico internacional.

Más aún: el humanismo indigenista, aunque apela una y otra vez a la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, se apoya en interpretaciones ad hoc de esta Declaración, fundadas en el mito antropológico-filosófico de la cultura, como idea capaz de ecualizar («lisológicamente») a las más heterogéneas culturas que los etnólogos o los antropólogos culturales han ido delimitando. Ideas que aparecen expuestas en bronce en el atrio del Museo Nacional de Antropología de México: «Todas las culturas son iguales». Una sentencia que, al apelar a la relación de igualdad, sin dar parámetros, no tiene más valor que la sentencia opuesta: «Todas las culturas son desiguales».

El oleaje del humanismo (o del filantropismo indigenista), que comenzó a mediados del siglo XVIII, arreció en el siglo XX, multiplicándose en miles de olas particulares, antes, entre y después de las dos Guerras Mundiales. Y se unció generalmente al pacifismo: proceso de «deslegitimación de la Guerra», vinculado a los Puntos del presidente Wilson, corroborado más tarde por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, vinculada al Juicio de Núremberg.

La tesis central de El mito de la cultura es la tesis según la cual, la Idea «moderna» del Reino de la cultura objetiva es una transformación o «inversión teológica» de la idea medieval del Reino de la Gracia, y puede ser útil para aquilatar las fuentes y el alcance de estas oleadas de filantropismo o de humanismo indigenista. Oleadas que no sólo fueron impulsadas por círculos privados de carácter científico o religioso, sino también por instituciones políticas. Ya en la Constitución de Perú de 1920, artículo 58, podíamos leer: «El Estado protegerá a la raza indígena y dictará leyes especiales para su desarrollo y cultura en armonía con sus necesidades». Todavía no habían triunfado en Alemania las tesis racistas en función de las cuales, y como resultado de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, se estableció la distinción entre raza y etnia. Se considerará como «no científico» el concepto de raza, como poco después, tras establecerse la distinción entre «guerra» y «resolución de conflictos», se considerara a la guerra como concepto «no científico», fundándose en la supuesta evidencia de que la guerra ya no existe, una vez que ha sido sustituida por las «misiones de paz». Como si alguna vez, por lo menos desde Aristóteles, la paz no hubiera sido definida como el fin de la guerra, pero la paz de la victoria, de las condiciones impuestas al vencido por el triunfador.

Los planes y programas del humanismo o del filantropismo indigenista —que encuentran un aliado insustituible en los documentales televisados por cadenas internacionales que nos ofrecen escenas de la vida feliz de la que gozan algunas aldeas situadas en perdidos valles de las faldas del Himalaya o de las selvas amazónicas, o en las proximidades de los grandes ríos del África central— toman una dirección de sentido contrario a la que siguieron las oleadas de los conquistadores y de los misioneros católicos españoles que entraron en América el mismo año en el que capituló el reino mahometano de Granada ante los Reyes Católicos. Dejamos de lado, por supuesto, consideraciones valorativas, favorables o adversas, propias de los críticos de estas oleadas: nos limitamos a confrontar las semejanzas y diferencias que cabe advertir entre la dirección, sentido y ritmo de las «oleadas filantrópicas» y la dirección, sentido y ritmo de las «oleadas de los cristianos» en su proceso de expansión por los más diversos dominios del Imperio romano de Augusto y de los imperios sucesores.

Las olas de «cultura cristiana» rompieron al enfrentarse con determinadas instituciones de la cultura clásica, sobre todo cuando Constantino el Grande y Teodosio II elevaron esta cultura cristiana a la condición de religión oficial del Imperio. La expansión del cristianismo no «pasó de largo» ante tales instituciones, ni tampoco las aniquiló, sino que se comportó con ellas a la manera como los propios romanos se habían comportado en su expansión en torno al Mediterráneo. Es decir, siguiendo el plan consistente en reincorporar a su propia cultura las instituciones vigentes, una vez fracturadas. Lo que podría tomarse como criterio de superioridad de la «cultura absorbente» respecto de las «culturas absorbidas».

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