Guy de Maupassant - Bajo el sol
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- Libro:Bajo el sol
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1884
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Bajo el sol: resumen, descripción y anotación
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«Me gustan con locura las excursiones a un mundo que creemos descubrir, las sorpresas súbitas ante costumbres que ni siquiera podíamos sospechar, la constante tensión del interés, la alegría para los ojos, ese estímulo constante del pensamiento. Pero hay una cosa, sólo una, que me arruina esas exploraciones encantadoras: la lectura de guías de viaje».
Todos aquellos a quienes las guías al uso los hastíen, y busquen en el viaje algo más que un simple desplazamiento con cambio de decorado, disfrutarán la lectura del viaje de Maupassant a Argelia. Más que describir los paisajes o los lugares visitados, el escritor francés da testimonio de la perplejidad que le produce el encuentro con un mundo, unas costumbres y unas gentes del todo diferentes (y que no siempre consigue comprender). Maupassant convive con las tribus nómadas en el desierto del Sáhara y descubre los devastadores efectos del sol en esa parte del mundo, la verdadera soledad de unos hombres que a fuerza de resistir a un medio tan hostil se han convertido en casi indestructibles; se cuela en un prostíbulo, el único lugar donde los hombres pueden contemplar a las mujeres; acompaña a una misión militar en busca de pozos de agua por territorios que en los mapas son sólo espacios sin accidentes, desconocidos, inexplorados…
Y así, aprovechando cualquier pretexto para compartir la rutina de los habitantes nativos y de los adoptivos sus compatriotas, el autor nos muestra la complejidad de un país que abarca un vasto territorio lleno de contrastes, desde las grandes extensiones desérticas del Sáhara, hasta la fértil y poblada llanura de la Mitidja, las zonas montañosas en la región de Cabilia, o los frondosos vergeles del valle de Bu-Saada. Y en cada nueva región lo asombran sus habitantes, unas veces sólo las hienas, los escorpiones o los resistentes camellos, y otras los douars, los trafis, los mozabites, los judíos o los propios colonos franceses, derrotados una y otra vez a causa de su ceguera y obstinación.
Este volumen de viajes se completa con distintos artículos.
Guy de Maupassant
Argelia 1881: de Argel al Sáhara
ePub r1.0
Titivillus 08.12.16
Título original: Au soleil
Guy de Maupassant, 1884
Traducción: Elisenda Julibert
Diseño de cubierta: Raimon Julibert
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A Pol Arnault
La vida tan breve, tan larga, a veces resulta insoportable. Transcurre monótona, con la muerte al final. No es posible detenerla, ni cambiarla, ni comprenderla. Y a menudo nos subleva la indignación ante la impotencia de nuestros esfuerzos. Hagamos lo que hagamos morimos. Creamos lo que creamos, pensemos lo que pensemos, intentemos lo que intentemos, morimos. Y nos parece que vamos a morir mañana sin conocer nada aún, aunque asqueados de todo lo que ya conocemos. Entonces nos sentimos abrumados por el sentimiento de la «eterna miseria de todo», de la impotencia humana y de la monotonía de las acciones.
Nos despertamos, andamos, nos acodamos en nuestras ventanas. Enfrente unos almuerzan, como almorzaron ayer, como almorzarán mañana: el padre, la madre, cuatro niños. Hace tres años la abuela aún vivía con ellos. Ya no está. El padre ha cambiado mucho desde que somos vecinos. No se da cuenta; parece contento; parece feliz. ¡Qué imbécil!
Hablan de un matrimonio, después de un fallecimiento, después de lo tierno que está su pollo, después de que su criada no es honesta. Les inquietan mil cosas inútiles y tontas. ¡Qué imbéciles!
Ver su apartamento, en el que viven desde hace dieciocho años, me asquea y me indigna. ¡Eso es la vida! Cuatro paredes, dos puertas, una ventana, una cama, sillas, una mesa, eso es todo. ¡Una cárcel, una cárcel! Cualquier lugar donde habitamos mucho tiempo se convierte en una cárcel. ¡Oh, huir, partir! Huir de los lugares conocidos, de los hombres, de los mismos movimientos a las mismas horas y, sobre todo, de los mismos pensamientos.
Cuando estamos hastiados, hastiados hasta el punto de llorar de la mañana a la noche, hastiados hasta el punto de no tener fuerzas para levantarnos a beber un vaso de agua, hastiados de los rostros amigos que acaban resultándonos irritantes a fuerza de verlos demasiado a menudo, de los vecinos odiosos y de los amables, de las cosas familiares y monótonas, de nuestra casa, de nuestra calle, de nuestra criada que viene a decirnos: «¿qué desea el señor para cenar?», y que se marcha dejando ver a cada paso, con un inmundo talonazo, el borde deshilachado de su falda sucia, hastiados de nuestro perro tan fiel, de las manchas inmutables de las colgaduras, de la regularidad de las comidas, de dormir en la misma cama, de cada una de las acciones repetidas cada día, hastiados de nosotros mismos, de nuestra propia voz, de las cosas que repetimos sin parar, del estrecho círculo de nuestras ideas, hastiados de nuestro rostro en el espejo, de la cara que ponemos al afeitarnos, al peinarnos, hay que partir, adentrarse en una vida nueva y cambiante.
El viaje es una especie de puerta por donde se sale de la realidad conocida para penetrar en una realidad inexplorada que parece un sueño.
¡Una estación! ¡Un puerto! ¡Un tren que silba y escupe su primer chorro de vapor! ¡Un gran buque que pasa por los espigones lentamente, pero cuyo vientre jadea de impaciencia y que desaparecerá en el horizonte, rumbo a países nuevos! ¿Quién puede observar todo esto sin estremecerse de envidia, sin sentir despertar en su alma el ansia de largos viajes?
Siempre soñamos con un país predilecto, para unos es Suecia, para otros la India; para el de más acá es Grecia y para el de más allá Japón. Yo me sentía atraído por África con una necesidad imperiosa, con una nostalgia del desierto ignorado, como si se tratase del presentimiento de una pasión por nacer.
Salí de París el 6 de julio de 1881. Quería ver aquella tierra de sol y de arena en pleno verano, bajo el pesado calor, bajo la cegadora furia de la luz. Todo el mundo conoce los magníficos versos del gran poeta Leconte de Lisle:
Mediodía, rey de los veranos,
extendido sobre el llano,
Cae, en capas de plata,
de las alturas del cielo azul.
Todo queda en silencio.
El aire arde y abrasa sin aliento;
La tierra está adormecida en su vestido de fuego.
Es el mediodía del desierto, el mediodía esparcido por el mar de arena inmóvil e ilimitada, el que me ha hecho abandonar las orillas florecidas del Sena a las que canta la señora Deshoulières, y los frescos baños de la mañana, y la sombra verde de los bosques, para atravesar las soledades ardientes.
Otra razón daba a Argelia una atractivo particular. El escurridizo Bouamama dirigía aquella campaña fantástica que llevó a decir, escribir y cometer tantas tonterías. Se afirmaba también que la población musulmana preparaba una insurrección general, que iba a emprender una última tentativa, y que tan pronto como terminara el ramadán estallaría la guerra por toda Argelia. Me daba mucha curiosidad ver al árabe en ese momento, intentar comprender su alma, que no parecía inquietar demasiado a los colonizadores.
Flaubert dijo en alguna oportunidad: «Podemos hacernos una idea del desierto, de las pirámides, de la Esfinge, antes de haberlas visto; pero lo que no podemos imaginar en absoluto es la cabeza de un barbero turco en cuclillas delante de su puerta».
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