Catedráticas de Escuela Universitaria de Organización de Empresas.
Departamento de Economía y Administración de Empresas. Universidad de Málaga
Prólogo
Sólo una razón de estrecha amistad justifica que escriba este prólogo, pero asumo encantado la tarea, no solo porque me honra el encargo de académicas como Ana María Castillo e Isabel María Abad, sino también por la oportunidad que me brinda para reflexionar, siquiera sea brevemente, sobre el mundo de la empresa y de su dirección en momentos tan difíciles y cruciales como los que nos ha deparado la enorme crisis en la que estamos sumergidos desde hace ya casi seis años.
La crisis ha alterado muchas cosas de nuestro mundo. La economía global se ha resquebrajado gravemente, docenas de bancos han quebrado y las finanzas se han venido abajo, dejando sin crédito a millones de empresas, el desempleo alcanza niveles exorbitados, en muchos países nunca antes vistos y miles de empresas han cerrado, volatilizando patrimonios y experiencia acumulados en muchos casos durante generaciones. Pero no solo ha sido la estructura económica y financiera de nuestras sociedades la que ha saltado por los aires. Como dijo el que fuera Presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Alan Greenspan, también ha colapsado nuestra mente, en el sentido de que muchas de las ideas que se mantenían como sacrosantas en el mundo económico, financiero y empresarial se han mostrado como completamente inútiles o, cuanto menos, como incapaces de proporcionar soluciones satisfactorias a los problemas económicos contemporáneos.
Lógicamente, de la mano de todo ello ha venido también una profunda crisis de valores y de los sistemas de incentivos que condicionan nuestras conductas y decisiones, y nada de eso puede ser ajeno al ámbito de la empresa y más concretamente al de su dirección, cuyas claves descifran las doctoras Castillo y Abad en este manual.
La dirección de las empresas, sus principios, las técnicas de gestión que utiliza, el contexto en el que se desarrolla, la responsabilidad que tiene ante la sociedad, su eficacia para alumbrar nuevos y positivos horizontes para las organizaciones..., entre otros aspectos, también están siendo afectados, como no puede ser de otro modo, por la crisis en la que nos encontramos.
El buen funcionamiento de las empresas es un prerrequisito para el correcto desarrollo de la economía, sea cual sea el sistema en el que lleve a cabo su actuación, algo que, por cierto, se olvida cuando tan a menudo se identifica su naturaleza con la del régimen de propiedad de un sistema en concreto. Pero en los últimos años, y aún más en los de crisis, se han producido demasiados factores de perturbación que han mediatizado mucho, y no creo que siempre para bien, el desenvolvimiento de las empresas en casi todos los ámbitos en los que actúan.
La moderna dirección de empresas tiene que hacer frente a retos que hace unos decenios ni siquiera se oteaban en el horizonte: la nueva globalización, que obliga a pensar en mercados y dimensiones que a veces nos desbordan, no solo a las grandes empresas, sino incluso también a las pymes; la financiarización, es decir, la aparición de un universo de especulación financiera muy rentable que tiende a desvirtuar la gestión empresarial, convirtiendo a la empresa, que en realidad es una organización dedicada a satisfacer necesidades mediante la producción real de bienes y servicios, en una fuente de ganancia bursátil a corto plazo, o incluso en un mero activo financiero; la competencia desaforada, que obliga a innovar constantemente y a encontrar vías de permanente renovación, so pena de caer en estrategias empobrecedoras que antes o después destruyen a la empresa como creadora de riqueza; o la aparición de nuevas demandas de equidad respeto al medio ambiente y transparencia, que obligan a las corporaciones a asumir nuevos compromisos de responsabilidad ante la sociedad o incluso a supeditar a esta última la propia búsqueda de su beneficio.
Y para salir de la crisis en la que nos encontramos será preciso que las empresas estén cada vez mejor dirigidas para afrontar ese tipo de retos, algo que no siempre se está consiguiendo.
En los últimos decenios se ha incentivado, sobre todo mediante la multiplicación perversa de las retribuciones a los directivos, un tipo de gestión que, si bien ha permitido aumentar los beneficios de las empresas, al menos de las más grandes, está siendo puesto en cuestión básicamente por dos razones. La primera, porque ha primado la generación de simple valor bursátil, la cotización financiera de la empresa y, en general, el resultado en el corto plazo, en detrimento de su desempeño digamos estrictamente empresarial, lo que a la postre solo ha coadyuvado a generar burbujas y a inflar los flujos financieros que crecen independientemente de la economía real, de la que las empresas deberían ser soporte preferente. La segunda, porque ha ido acompañada de una notable pérdida de transparencia y responsabilidad corporativa, aunque esto último se haya producido, paradójicamente, justo cuando más en boga ha estado esta última en centros de estudios o en la agenda aparente de la gestión empresarial.
Los datos al respecto son impresionantes. En Estados Unidos, el ingreso medio de los 100 ejecutivos mejor pagados en 1970 era 45 veces mayor que el salario medio de los trabajadores de aquel país, mientras que en 2006 era 1.723 veces mayor. Pero eso no ha ido objetivamente acompañado de un incremento paralelo de la buena gestión, como ha terminado por demostrar una crisis que cada vez más se vincula sin discusión, precisamente a los malos incentivos que ha generado ese crecimiento descomunal de las retribuciones.
En España, donde esa brecha ha aumentado también en los últimos años, los datos que proporcionan diversos observatorios indican que siguen existiendo lagunas muy importantes desde el punto de la transparencia y el buen hacer de la gestión empresarial. Así, en 2011, todas las empresas del IBEX-35 operaban, directamente o a través de filiales, en paraísos fiscales; sólo una cumplía con los requisitos de transparencia respecto a blindajes de directivos; ninguna informaba sobre los impuestos pagados o las subvenciones percibidas país a país, lo que imposibilita conocer su grado de transparencia o responsabilidad fiscal; solo dos hacían público el dinero que donan, los préstamos que perdonan o las aportaciones que realizan a partidos e instituciones, y solo cinco empresas asumen el compromiso de mantener y proteger los derechos laborales.
Es cierto que eso ocurre en las más grandes empresas y muy posiblemente no en todas las demás, pero en todo caso es lo suficientemente significativo como para poder deducir que estamos aún lejos de entender la dirección y gestión de las empresas como una tarea que no solo incumbe y afecta a los accionistas o directivos, al beneficio de la corporación, sino a la sociedad en general, y que ésta, por tanto, no solo tiene el derecho sino posiblemente la obligación de reclamar más eficiencia, más sujeción a la lógica de la economía real y más responsabilidad a la hora de actuar sobre ámbitos que, más allá del beneficio privado, afectan a toda la población o a la naturaleza, imponiéndoles costes que no se pueden eludir.
Como he apuntado ya, me parece indiscutible que para salir de la crisis va a ser imprescindible reactivar la vida de las empresas, lo que además obliga, se quiera o no, a repensar su propia naturaleza, su función y teleología. De que se recupere la producción de bienes y servicios en empresas con lógicas de eficiencia que tengan en cuenta costes individuales y también sociales, y de que se guíen por objetivos de competitividad, no empobrecedora, de sostenibilidad económica y social y de responsabilidad corporativa, depende que la economía española se condene para muchos años o que afronte con éxito un horizonte de equilibrio y bienestar.