Madrid es moro.
RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA
«Quisiera uno seguir refugiándose todos los días en estas páginas, que son al mismo tiempo una inmersión en el agua bautismal de la literatura y una huida hacia tiempos más felices o que ahora nos parecen tales, porque conservan un resol de juventud que se irá empalideciendo. Ahora comprendo que escribir unas memorias, aunque ligeras como éstas, es más metafísico y corazonal de lo que uno pensaba. Me cuesta dejar este libro porque me ha hecho mucha compañía durante los meses de su escritura. Y no porque haya pensado mucho en él, que no ha sido así, sino porque de pronto abrí un espacio inédito en mi vida, una cancha libre y aireada para correr en todas direcciones y contarlo todo de cualquier manera.»
Francisco Umbral
Días felices en Argüelles
Memorias
ePub r1.1
Titivillus 28.03.16
Título original: Días felices en Argüelles. Memorias
Francisco Umbral, 2005
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
FRANCISCO UMBRAL (Madrid, 1936-2007). Desde los años sesenta se dedica, profesionalmente, a la literatura y el periodismo. Se le ha definido como «el mejor prosista en castellano del siglo». Su novela Mortal y rosa (1975) es considerada una de las obras maestras de la segunda mitad del siglo XX. Las ninfas ganó el Premio Nadal ese mismo año. La obra de Umbral ha merecido, entre otros reconocimientos, el Premio Mariano de Cavia, el Premio González Ruano de Periodismo, el Premio de la Crítica, el Premio Príncipe de Asturias en 1996, el Premio de Novela Fernando Lara 1997 con La forja de un ladrón, el Premio Nacional de las Letras en ese mismo año, el Premio Víctor de la Serna en 1998 y, en diciembre de 2000, el máximo galardón en lengua castellana, el Premio Cervantes.
Entre sus obras destacan Un carnívoro cuchillo; Los helechos arborescentes; El socialista sentimental; Madrid, tribu urbana; Trilogía de Madrid; La leyenda del César visionario; Diario político y sentimental; Historias de amor y Viagra; El hijo de Greta Garbo; Cela, un cadáver exquisito y Los metales nocturnos.
Un ser de lejanías, su primer título tras el Premio Cervantes, ha sido comparado a su obra cumbre, Mortal y rosa.
Después de fallecido, se ha publicado, en 2008, Carta a mi mujer, una emotiva epístola dirigida a su esposa, María España, que el autor escribió durante los veranos de 1985 y 1986.
Prólogo
Escribo este prólogo después de terminadas mis memorias que yo llamaría periodísticas. Y digo periodísticas porque, aparte de que casi toda mi obra sea memorial, aquí he procurado hacer las memorias de los demás. Después de Trilogía de Madrid no me había planteado otras memorias en serio. La Trilogía son unas memorias literarias, y esto son unas memorias como más periodísticas, donde hablo de la gente más que de esa gente que soy yo. O sea una mala gente.
En realidad, toda mi obra es memorialística, como ha visto el escritor José Antonio Marina. Incluso cuando hago la biografía de un clásico estoy retratándome parcialmente en el clásico. Esto no es monomanía ni pecado peligroso puesto que no podemos escapar del yo y la escritura no es más que una forma de lectura de nosotros mismos. A partir de esta idea no debe extrañar que uno sienta a veces la necesidad de hacer las memorias que lo son plenamente, o bien, como en este caso, las memorias de la gente que uno ha tratado, visto, admirado, plagiado y asimilado.
Buena parte de esa gente pasa por estas memorias, aunque no estuviera nunca en mi ático de Argüelles. En cambio hay otros que subieron mucho a verme y no salen aquí. Lo más valioso que tenía en el ático era el violín de Natanael, uno de sus violines, pero como a mí la música no me dice nada, un día lo llevé al Rastro y lo vendí.
Si Natanael vuelve por aquí, que no lo creo, le diré la verdad, porque cualquier mentira va a adivinármela y nadie vende el violín o el piano de la mujer que ama. Es saludable y renovador escribir de la gente, ocuparse de los antiguos y de los modernos, contar una época, unos viajes, unos peligros.
Este libro, para mí, es refrescante, pues me libera de esa atmósfera cerrada que soy yo mismo. He disfrutado bastante escribiéndolo y hubiera podido continuar, pero los días felices en Argüelles y en todo Madrid se han ido disipando a medida que he dejado de ser madrileño, y no por lo que opinen mis biógrafas.
Hay muchas maneras de hacer un libro de memorias, pero la más saludable es ésta. La vida se resume en salir a por el periódico, bajarse paseando todo Argüelles y el Parque del Oeste.
No ha querido uno profundizar en casi nada para que las cosas no pierdan su perfume antiguo y bravío. En puridad, no ha querido uno casi nada, sino soltar la pluma para que trisque alegremente libre, que es como soltar la cabra y verla correr y ramonear por los árboles con su cabeza de divinidad griega y corrompida, pero hermosísima.
Así hubiera preferido yo mi prosa: cabra loca.
1. Oficio de escribir
El Ateneo de Valladolid era un caserón romántico y como bombardeado por las guerras literarias del siglo anterior. Allí había vivido don José Zorrilla, de quien yo realmente no sabía nada ni lo he sabido nunca, pues era un poeta y dramaturgo que jamás me interesó y al que los vallisoletanos no hacíamos mucho caso. Si en aquella casa hubiera vivido por ejemplo Larra, un Larra hipotético y vallisoletano, yo me habría sentido en la intimidad hogareña de la literatura, del Romanticismo y del personaje. El caserón estaba bien amueblado, mal conservado y organizado con un criterio más teatral que literario, como si todo fuera falso cuando todo era verdadero, pero el saber esto a mí no me emocionó nada. Mi relación con el Romanticismo es posterior, tardía y viene de Francia. Yo descubriría a Baudelaire, privilegiado de este libro, a través de Jean Paul Sartre. Cuando, muchos años más tarde, publiqué en Madrid mi libro de Larra, un crítico jovencito, inexperto y de mala leche escribió: «Es la mejor traducción del Baudelaire de Sartre.»
Pero el Romanticismo como tal no me interesó nunca y de esta enemistad tiene la culpa don José Zorrilla. Los odios y amores de juventud ya se sabe que nos marcan para toda la vida. Me interesa mucho el Romanticismo crítico y desolado de Larra, pero no soporto el Romanticismo festivalero, cementerial y facilón de Zorrilla. Ya digo que la casa era interesante por dentro, de un Romanticismo carcomido por esos bichos que se comen el terciopelo rojo del tiempo como en una borrachera permanente, igual que las erratas se comen el texto de aquellos poetas. La casa, repito, servía para albergar el Ateneo de Valladolid, que era como una miniatura del Ateneo de Madrid que yo conocería luego, pero estaba situada en un barrio solitario de la ciudad, entre conventos y colegios de frailes, entre calles afiladas donde aullaba un viento gris y permanente que era la característica del Norte de la ciudad. Así no había manera, a aquel Ateneo no iba nadie o íbamos sólo cuatro jóvenes reviejos y cuatro señoritas resabiadas que previamente habían abandonado el negro piano familiar como se abandona el ataúd del amante muerto.