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Keith Luger - AÑO 2.000 FIN DEL MUNDO

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Keith Luger AÑO 2.000 FIN DEL MUNDO
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    AÑO 2.000 FIN DEL MUNDO
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    Editorial Bruguera, S.A.
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AÑO 2000 FIN DEL MUNDO - image 1AÑO 2000 FIN DEL MUNDO - image 2 KEITH LUGER AÑO 2000: FIN DEL MUNDO Colección LA CONQUISTA DEL ESPACIO n° 52 Publicación semanal Aparece los VIERNES AÑO 2000 FIN DEL MUNDO - image 3 EDITORIAL BRUGUERA, S. A. BARCELONA — BOGOTA — BUENOS AIRES — CARACAS — MEXICO Depósito Legal B 24.6 -1971 Impreso en España - Printed in Spain a edición: agosto, 1971
© KEITH LUGER - 1971 sobre la parte literaria © RAFAEL GRIERA - 1971 sobre la cubierta Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Mora la Nueva, 2. A . A .

Mora la Nueva, 2 - Barcelona – 1971 Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia.

ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS EN ESTA COLECCIÓN 47— Los mercenarios de las estrellas, A. Thorkent. 48— El número uno, Glenn Parrish. 49— La cosa que vino de Venus, Keith Luger. 51— Rescate en Marte, Glenn Parrish. 51— Rescate en Marte, Glenn Parrish.

CAPÍTULO PRIMERO —Me estoy jugando la piel, Frank. —Tu piel es muy hermosa. Déjame que la bese, Patty. —Pero, Frank, si no haces otra cosa desde que llegué aquí hace una hora. —Entonces, para variar, te besaré en los labios. nos mandarán al polo Norte. —Ahora estamos en el Ecuador. —No es el Ecuador, Frank. —No es el Ecuador, Frank.

Esto es el infierno. Las llamas me consumen. —Consumámonos los dos. —Oh, no, Frank, quiero seguir en el Comando Espacial. He estudiado catorce años el sistema planetario. ¿Y para qué me serviría? —Para esto.

Para que veas las estrellas —dijo Frank Connors y la volvió a besar en los labios. Patty lo apartó un poco y dijo: —¿Por qué el general Emerson tiene que prohibir a los hombres y a las mujeres del Comando Espacial que fraternicen? Es una injusticia, Frank. —Olvídate del general Emerson por una hora más. De pronto oyeron una voz. —¿Qué hacen ustedes? La reconocieron. Era el general Emerson.

Los dos pegaron un brinco y saltaron del sofá. Observaron el living, pero no vieron al general. —¡Estoy aquí! Estaban aturdidos y por eso no se habían dado c uenta de que el general Emerson los miraba desde la pantalla del televisor. —Son ustedes un par de ingenuos. ¿No saben que tengo en permanente vigilancia a las personas que se encuentran bajo mi mando? Frank habló en voz baja a la joven. —¿Lo ves, Patty? Debiste aceptar mi plan de ir al parque.

El general Emerson gritó: —¡También en el parque tengo mis espías electrónicos! —Usted no se priva de nada, general. —¿Qué es lo que ha dicho, capitán Connors? —Nada. No dije nada. Era sólo un comentario. —Pues ahórrese los comentarios, capitán Connors. Quiero verlo en mi despacho antes de quince minutos.

Y, naturalmente, también la cito a usted, teniente Gibbons. —Sí, general. —Eso es todo. El general iba a desaparecer de la pantalla, pero agregó algo más. —Excepcionalmente, pueden darse el beso de despedida. —Muy amable, general —contestó Frank—.

Oh, tampoco he dicho nada. El general le dirigió una mirada ceñuda desde la pantalla y su imagen desapareció. Patty Gibbons, hermosa, morena, dio un suspiro. —Se acabó mi carrera en el Comando Espacial. Y también se acabó la tuya. Frank tenía los ojos entornados.

Ella le echó los brazos al cuello y dijo: —En fin, dame ese beso de despedida. Pero que sea el mejor de tu repertorio. Frank estaba con los ojos entornados, pensativo, y no le dio aquel beso. —¿Qué te pasa? —Estoy tratando de dar con la persona que le dio el soplo. El general aprovecha estas horas para jugar al ajedrez, y alguien le tuvo que interrumpir para decirle dónde estábamos. ¿Y tú, Frank? —Yo tampoco. ¿Y tú, Frank? —Yo tampoco.

Pero no me quiero morir sin saber quién es la persona que nos ha delatado. Vámonos. —El beso, Frank. —Oh, sí, el beso. Unió sus labios a los de ella y, cuando hubo terminado, Patty, dijo: —Me mandarán al polo Norte, pero ha valido la pena. —Si a ti te mandan al polo Norte, a mí me mandarán al polo Sur.

Le pediré al general que me deje llevar el sofá como recuerdo. —Oh, no, de nin guna forma, Frank. Este sofá es nuestro. No consentiré que lo compartas con una esquimal. El capitán Frank Connors tenía veintiocho años y era alto, de recia constitución, cabello negro, rostro de facciones varoniles, ojos azules, muy brillantes. —Vamos, nena, el pelotón de ejecución nos espera.

Diez minutos más tarde, se encontraban ante el despacho del general Emerson. La puerta era vigilada por dos soldados con metralleta laser. Le dejaron el paso libre y el teniente Mayer les salió al encuentro. Era un tipo feo. —¿Pasó una buena tarde, capitán Connors? —La mejor —le sonrió Frank, apretando los dientes fuertemente. —Celebró que los dos hayan pasado tan buen rato. —Celebró que los dos hayan pasado tan buen rato.

El de ahora va a ser peor. Pueden pasar. El general Emerson tenía cuarenta y cinco años. Había hecho una carrera meteórica en el Ejército, debido a sus condiciones privilegiadas. Era hombre que había conseguido estar en perfectas condiciones físicas durante veintidós horas al día, porque sólo dormía dos. Podía compararse a una computadora.

Estaba lleno de vitalidad. Era tan alto como Frank Connors, pero un poco más grueso, la frente amplia, el cabello rizado. Estaba sentado tras de su mesa, las manos entrelazadas. No fumaba, no bebía, y, según las referencias de Frank, nunca había estado casado ni se le había visto con una mujer. —Capitán Connors, teniente Gibbons... —Lo que ustedes han hecho no tiene nombre. —Tiene uno, general —dijo Frank. —¿Ah, sí? —Amor. —¿Ah, sí? —Amor.

Emerson pegó un puñetazo en la mesa. —¡Capitán Connors, tiene un nombre! Pero no es amor. Es indisciplina. ¿Me ha oído bien? —Sí, señor. —Es increíble lo que ustedes han hecho. —General, ¿me permite decirle una cosa? —De acuerdo. Dígalo. —¿Cree usted que el capitán Connors que tiene usted delante es distinto al capitán Connors de hace dos horas? ¡Sigo siendo el capitán Frank Connors, que usted eligió y puede hacer hacer las pruebas necesarias para comprobarlo! El general empezó a ponerse rojo. —Capitán Connors, ¿quién es el jefe de aquí? —Usted, general Emerson. —¿Y quién da las órdenes? —Usted, general Emerson. —Pues le voy a dar la primera orden. ¿Está dispuesto a escuchar? —Sí, general Emerson. ¿Está dispuesto a escuchar? —Sí, general Emerson.

El general Emerson cogió un papel de encima de la mesa. —Acabo de firmar su traslado. Irá a la Estación 3-R. —¿3-R? ¿No podría ser la 4-R, señor? —No, capitán Connors. He dicho la 3-R. La 4-R. es París, y allí no le necesitan para nada. —Sí, señor. —¡Teniente Gibbons, he firmado también la orden de traslado! —¿3-R., general? —Teniente Gibbons, usted va a la 5-R. —¿Las selvas del Amazonas? —Nuestra base en esa selva tiene la climatación adecuada... —¿Las selvas del Amazonas? —Nuestra base en esa selva tiene la climatación adecuada...

Y no admito protestas. Cada uno de ustedes saldrá para la base en una hora. Pueden retirarse. Los dos jóvenes hicieron el saludo militar. La teniente Gibbons giró, pero el capitán se quedó quieto, firme. Emerson ya había dejado de mirar a los dos inculpados.

La teniente Gibbons titubeó ante la puerta al ver que Frank no iba con ella, pero en seguida reaccionó y salió del despacho cerrando tras de sí. El capitán Connors carraspeó y eso hizo que el general alzase la mirada. —¿Qué le pasa, capitán Connors? ¿Es que no entendió la orden? —La entendí perfectamente, señor, Sólo quiero hacer una pregunta. —¿Está relacionada con su nuevo servicio? —Indirectamente, sí, señor. —Está bien. —Quisiera saber quién le dio el soplo. —¿Qué? —Quisiera saber quién le dijo que la teniente Gibbons y yo..., ya sabe. —¿Qué? —Quisiera saber quién le dijo que la teniente Gibbons y yo..., ya sabe.

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