Mi eterna gratitud a mis más fieles seguidores en estos cinco libros, que siempre, antes que nadie, han conocido lo que he escrito. Dumbo, Tropical y Leonardo, mis caninos colaboradores, así como a Pepe Cabecita, Lupillo y Botas, los desvelados inquisidores felinos que me acompañaron en todo el proceso.
Me quedé con la boca abierta.
Mejor dicho, como la letra de una canción ranchera de Pedro Infante ... “Si tus miradas fueran puñales, me matarían con sólo mirar ... tan ... tan.” La soviética, rubia, menuda, con rastros de haber sido bonita, me miraba fijamente con esos ojos que no se necesitaba ser Walter Mercado para adivinar que querían borrarme instantáneamente de este mundo.
Parada junto a Fabio Fajardo, mi marido, en el Aeropuerto Internacional de Miami, no entendía nada de lo que sucedía, especialmente porque hasta aquel 2 de julio de 2004, parecía que el verano transcurriría igual a los otros nueve que Fabio y yo habíamos pasado junto a nuestra familia inmediata, nuestros tres hijos, Antonietta, Antón y Adrianna, y sus problemas; Adys y Fabio, mis suegros, y la cada vez más popular de las cuñadas, Ines Marina, “Yuyita,” quien ha estado al tanto en los últimos seis años de todas las aventuras de mi vida periodística y de mis libros. En fin, que fuera de algún chisme sabrosón, nada más iba a alterar nuestra existencia.... Yeah, right! ¡Sí, cómo no! Pero la vida me tenía preparada una sorpresa.
Cuando Fabio y yo nos conocimos en octubre de 1995, de inmediato me contó por completo la “parte caucásica” de su historia personal. Muy joven se fue a estudiar ingeniería a Rusia. Ahí conoció y se casó con una rusa con quien tuvo dos hijos y de quien hacía más de cinco años estaba divorciado. A mi favor estuvo el hecho de que rápidamente conocí a Antón, su hijo mayor, a quien idolatra y que orgullosamente es producto del esfuerzo y dedicación total de su padre, que ha hecho al mismo tiempo de madre, y padre, y al que trajo en la misma balsa en la que llegó junto con su sobrino Jorge Rey Fajardo a las costas de la Florida, cuando el niño tenía sólo trece años de edad. Antón Fajardo es hoy un adulto sin complejos ni rencores y un profesional exitoso en el mundo de las computadoras. Por todo esto, es que en nuestro esquema familiar, la presencia de la ex esposa rusa ni remotamente significaba un problema. ¿Cómo iba a serlo si nunca estuvo involucrada? Y más aun, cuando por decisión propia se quedó en su país a tener otro hijo de Fabio que de acuerdo a ella debería nacer únicamente en Rusia sin importar que el padre no estuviera ahí. Por esta poderosa razón fue que Fabio y Antón regresaron solos a Cuba en 1990, y que tres años después ambos vendrían sin ella y sin la bebé, a vivir en el exilio en Miami. En los años posteriores y hasta el día de hoy, la ausencia total de esa mujer en el círculo familiar de los Fajardo la fue disolviendo hasta hacerla prácticamente inexistente ... justo y preciso hasta aquel momento cuando Fabio muy serio me esperaba para hablarme de algo:
“La rusa viene” me dijo de golpe y porrazo.
Más desorientada que un chino en medio de un funeral griego respondí: “¡Ay que bueno! ¿Cuál rusa?”
“La madre de Antón,” me dijo sin más.
“¿Y cómo?”
“Bueno, Antón quería ver a su madre y ésta viene con mi hija a quien yo tampoco he visto en años.”
Aunque no entendía absolutamente nada, mi instinto presentía lo que se avecinaba.
Los que siguieron fueron días de negros presentimientos. Era el temor de enfrentarme a la desconocida, aunque pensando las cosas con calma, si alguna puede tenerse en esos momentos. En realidad, para Antón era la oportunidad de tener una relación más real con su madre, y para Fabio también era el momento de conocer a una hija a quien siempre había sostenido económicamente, pero con la que nunca había tenido una relación cercana por la actitud de su madre. Pero nada de eso era asunto que me incumbiera porque no tenía que ver conmigo. ¿De qué tenía que preocuparme, si al fin y al cabo entre Fabio y su ex rusa no existía el menor contacto ni la menor pizca de relación? Además, no en balde Fabio y yo llevábamos nueve años juntos, muchos más años de convivencia de los que tuvo con ella. Y algo más: entre su divorcio y nuestro matrimonio hubo otro brevísimo episodio matrimonial (del que hablaré más adelante en el capítulo correspondiente). Después de todo esto, ¿qué habría de extraño en un reencuentro como ese?
Con semejantes reflexiones y un sinfín de preguntas sin respuestas, llegó el gran día del arribo del personaje. De inmediato supe que mis temores no fueron infundados porque las visitas no llegaron libres de problemas sino todo lo contrario. Luego de un retraso de ocho horas en el que Antón, Fabio y yo estuvimos esperándoles, finalmente aparecieron. Nos levantamos felices de verlas salir de la aduana. Antón abrazó a su madre, Fabio a su hija y cuando llegó el momento de presentarme, aquella mujer de inmediato me clavó una terrible mirada de odio, y volteó la cara hacia otro lado. Por su parte la niña, tampoco respondió a mi saludo cuando el padre me la presentó. Dejaría de ser la reportera que soy si lo hubiera pasado por alto.
Y ahí comenzó la guerra silente del personaje en mi contra. Del aeropuerto nos fuimos a casa de mis suegros, que muy emocionados conocieron a su nieta, aunque no podían comunicarse con ella, ya que la madre, perfectamente bilingüe en español no le había enseñado el idioma de su familia cubana, pero sí la había mandado a estudiar inglés y francés. En medio de aquella algarabía tuve la segunda andanada. Traté nuevamente de hablar con la niña y ésta otra vez me volvió a voltear la cara. La madre por su parte también me dejó con las ganas de platicar. Confundida y enojada intenté llamarle la atención a Fabio quien por supuesto, aunque sabía lo que pasaba, prefirió ignorar todo: “Cuando pasen los días voy a hablar con ellas, hoy es muy pronto porque apenas han llegado y no quiero que lo tomen como una agresión de mi parte.”