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Isaac Belmar - Reunión y otras historias que caminan hacia ella

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Isaac Belmar Reunión y otras historias que caminan hacia ella
  • Libro:
    Reunión y otras historias que caminan hacia ella
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  • Año:
    2011
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Reunión y otras historias que caminan hacia ella: resumen, descripción y anotación

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Reunión y otras historias que caminan hacia ella es un libro de relatos que acaban desembocando en una historia final: Reunión que une personajes y tramas.

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Luz

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1. Saint Burger

No me quito de encima el olor a grasa. He perdido la cuenta de los años en la hamburguesería y tengo bajo la piel esta peste a animal muerto y refrito. Cuando llego a casa me ducho y restriego hasta que el pellejo enrojece y arde, pero siempre es igual, un aura de aceite me rodea, hiere mi olfato y me sigue como una densa nube.

Resoplo y estampo la esponja para quedarme con la cabeza pegada a la pared y el agua en cascada sobre mi cuello. Entré para ganar algo de dinero y me tiene cogido por los huevos. Entre esto y hacer el suicida con la moto de mensajero apenas pago el alquiler del nido de mugre. En mi cabeza mi padre repite que soy un inútil, que no puedo ganarme la vida.

Es el olor a grasa lo que repele en las entrevistas de trabajo papá, lo llevo tatuado.

Me resultan tan aburridas las horas allí que siempre me quedo embobado tras el mostrador y siempre tiene que venir alguien a despertarme de mala manera.

“¡Eh tú!” Me escupe un tipo grande y gordo que me arranca del ensueño, luego pide la doble chorreante con tres salsas y bacon. Repito como un robot por el micro y le observo con ojos vacunos, como el bicho que se va a comer le hubiera mirado, eso sí, si tiene suerte de que tengamos vaca y no echemos mano de lo que gerencia llama “carne multiuso”.

Mientras esperamos el manjar mi sudor se mezcla con la grasa del ambiente y resbala viscoso por mi rostro. No soy el único que se deshace al calor de animales muertos. Al gigantón ante mí le brilla el rostro como si lo hubiera metido en la freidora, es la estampa por aquí: pieles aceitosas, papadas de gelatina y de postre granos con pus, montañas rojas de cimas nevadas salpicando las caras. Nuestras hamburguesas esculpen cuerpos flácidos en tiempo récord.

Miro al techo y cierro los ojos, estoy quemado. El otro día casi me empotro contra un imbécil sin intermitentes. Primero me acordé de toda su familia, luego, por un segundo, no me pareció tan malo reventarme la cabeza y joderle la pintura del Bmw con los sesos. Victoria y descanso hubiera sido eso.

Mi querido cliente ya tiene lo suyo y estando Juanjo en cocina supongo que habrá escupido como mínimo en su comida. Eso cuando no trae sus “botecitos especiales del señor Juan José”, una mezcla blancuzca con “destellos iridiscentes marrones”, como dice él.

El chaval está loco, habla siempre raro y más de dos veces se ha meado en los depósitos de refresco, pero no es mal tipo en el fondo, un día me fui de cervezas con él, se puso algo borracho y me contó que su viejo arrojó a su madre balcón abajo, con la cara ardiendo en llamas, la había rociado con gasolina de mechero, tras empujarla reía con el chisquero encendido en una mano y asomado al balcón. Él tenía diez años y a su padre lo soltaron en dos, buen comportamiento y todo eso. Unos días antes de soplar la mayoría de edad le metió tal paliza a su señor padre que ahora sólo babea en una silla de ruedas. Ser menor fue un chollo según él y aún lo visita de vez en cuando en una residencia que se cae a pedazos, más que nada para susurrarle lo cabrón que es y lo que se merece estar ahí sentado, haciéndoselo encima hasta que se pudra en el infierno.

Me cruzo de brazos, cambio de pie de apoyo y observo el local, no ha llegado la hora fuerte pero hoy ya está concurrido. El aceite se acumula y derrama por la comisura de los labios, trocitos de comida salen disparados de las bocas cuando la gente se ríe a carcajadas o se hablan a gritos, patatas se caen al suelo y de ahí directamente a la boca. Por un momento, en mi cabeza, este sitio de luces blancas que hacen brillar la grasa que todo lo cubre, se convierte en una pocilga donde todo el mundo se revuelca y traga. Y lo hacen con ese sonido al masticar, ese ruido pastoso de chapotear en pringue.

Cierro los ojos e intento pensar en algo bueno, la última vez que me reí o algo así, pero nunca fui muy espabilado y a mi cabeza le cuesta recordar. Me rindo porque no ver nada aumenta mi concentración en el olor y el sonido de bocas mascando.

Alguien me pone entonces una mano en el hombro, es Sebastián el encargado, más joven que yo, pero ahí está, mi jefe en dos días. Me dice que el gerente quiere hablar conmigo y lo dice con gesto serio como si en vez de una hamburguesería aquello fuera la Microsoft.

El gerente del lugar, con cara de póker como si decidiera sobre la paz mundial, empieza a hablarme en su despacho de descenso de rendimiento, falta de implicación con la filosofía de la marca, desgaste de los valores de la compañía. Pego tal bostezo a mitad (sin querer, lo juro) que se calla y me mira como un padre severo que no tiene más remedio que castigar al hijo que se sale del redil. Me dice que estoy despedido y lo hace de forma grave y estudiada, que me pagan las vacaciones (¿qué vacaciones?) y que mañana es mi último día.

Mi única reacción es rascarme la entrepierna, me picaba tanto.

Me voy a casa, me ducho y es inútil. Me vuelvo a duchar y es inútil, pego la nariz al brazo y ahí sigue emboscado el olor a grasa.

Luego pienso, estoy tranquilo, trabajo basura siempre habrá, así que no preocupo y me acuesto pronto para estar fresco en mi último día, para afrontarlo con eficacia y conciencia de marca.

Dormir es un suspiro y aquí estoy, en mi última jornada con el delantal amarillo y rojo, la gorra que tiene una especie de halo que nunca se queda en su sitio y la obligación de fingir una sonrisa. Hoy la dibujaré, porque hoy es un buen último día, y hoy me he traído el “Botecito especial del señor Ramón”, o sea yo.

Lejía, amoniaco, pintura y unas cuantas cosas más que había por casa, incluyendo desatascador químico para el baño, “Especial Grandes Obstrucciones”. Fue verlo y saber que eso era lo que estaba buscando.

Comienza la hora punta y el local a llenarse, la remesa de hamburguesas para afrontar la primera oleada ha sido cosa mía. He sido diligente y lo he preparado yo casi todo, es mi forma de decir gracias a la empresa y los clientes por todo este tiempo. Con una jeringa y mucho cuidado he puesto mi ingrediente especial en cada pedazo de carne rancia. Juanjo estaba en cocina conmigo, me ha visto, pero no ha dicho nada, no ha hecho sensación alguna y sólo ha vigilado como siempre para que no le pillaran cogiendo cucarachas y echándolas a la freidora. El chisporroteo que hacen le causa una risa floja que le dura más de un minuto.

La gente comienza a pedir en masa y por primera vez sonrío a niñatos y niñatas saturados de acné, padres de familia y habituales que van pidiendo su ración, yo se la proporciono hoy con toda la simpatía de la que soy capaz y con un “que disfruten de su comida en Saint Burger”.

Me cruzo de brazos tras servir la primera tanda y los oigo tragar, gruñir y chuparse los dedos como siempre. Es curioso, hoy no me chirría en la cabeza el sonido. Sólo espero, espero hasta que el gesto les cambie, se agarren el estómago que arde y se retuerzan por el suelo agonizando.

Pero pasan los minutos y, de todo lo que podía pasar, no ocurre nada excepto que mi sonrisa se borra.

Siguen como animales devorando, hablando a gritos maleducados, risotadas, críos de instituto dándose collejas, es todo como siempre.

Me quedo con cara de tonto, la mandíbula abriéndose hasta tener la impresión de que toca el suelo.

No puede ser, me digo, todo está igual aunque he envenenado cada puñetera hamburguesa.

Juanjo se me acerca, me coge del brazo, se ríe al oído y me susurra que lo que he hecho no sirve de nada, que ya están acostumbrados, que lo que les damos todos los días entre el pan es peor que lo que he inyectado y que están vacunados. Sus estómagos se han adaptado a tanta basura que mis jeringas son inocentes como agua.

Le miro sin creerlo, y él sólo asiente indiferente, me dice que le crea, que lo sabe muy bien.

Porque ya lo intentó una vez.

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