Stel Pavlou - El códice de la Atlántida
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- Libro:El códice de la Atlántida
- Autor:
- Editor:La Factoría de Ideas
- Genre:
- Año:2012
- Índice:4 / 5
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El códice de la Atlántida: resumen, descripción y anotación
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Título Original: Decipher
Traductor: Notario Matey, Isabel
Autor: Pavlou, Stel
©2011, La Factoría de Ideas
Colección: Bestseller, 3/2
ISBN: 9788498007091
Generado con: QualityEbook v0.57
Generado por: Selubri, 18/11/2012
EL códice de la Atlántida es la epopeya de una aventura apasionante en busca de la mítica ciudad perdida de la Atlántida, que continúa con la tradición de Julio Verne y Michael Crichton.
De lo más profundo del hielo de la Antártida sale una señal. La Atlántida ha despertado. Los monumentos antiguos de todo el mundo, desde las pirámides de Egipto y México hasta los yacimientos sagrados de China, están reaccionando a la crisis que se avecina. Los monumentos se están interconectando a través de los océanos. En la tierra cunde el pánico, porque parece que las señales procedentes de la Atlántida son el preludio de algo de mucha más envergadura…
Dos ejércitos, el estadounidense y el chino, están a punto de entrar en guerra por el control de los enigmas, codificados en fragmentos de cristal rescatados de la ciudad hundida. La humanidad ha tenido doce mil años para interpretar las claves… Ahora al mundo solo le queda una semana.
Stel Pavlou
El Códice de la Atlántida
AHURA Mazda creó Airyana Vaejo, el paraíso original y lugar de nacimien to de la raza aria. Hubo siete meses de verano y cinco de invierno. Pero una vez finalizado el Angra Mainyu, el Espíritu diabólico, hubo solo dos meses de verano y diez de invierno. Ahora solo habita en la Tierra una poderosa serpiente, un frío intenso, una gruesa capa de hielo y nieve. Hace tanto frío que nadie puede sobrevivir. A Yima le ordenaron que en lugar de un arca construyera un var, un lugar subterráneo que uniese las cuatro esquinas para poder llevar allí a todas las especies de seres vivos, sanos y salvos.
Pasaje extraído de Tales of the Deluge:
A Global Report on Cultural Self-Replicating Genesis Myths Dr. Richard Scott, 2008
los Estados Unidos, Washington D. C.
14 de junio de 1960
(Basado en trascripciones reales)
—Si se aprueba este acuerdo —dijo el senador Aiken mientras sacudía la ceniza envuelto en el espeso humo azul de un cigarrillo—, la Antártida se convierte en un país sin gobierno. Por supuesto, ahora no tiene un gran gobierno pero, ¿en el futuro no se prevé ningún gobierno bajo ninguna circunstancia?
Herman Phleger revolvió sus papeles y tosió con la esperanza de escupir algo. Pero no lo consiguió, era un día caluroso y húmedo. Los ventiladores de latón y arce del techo funcionaban sin descanso. Por la ventana entró un olorcillo a hierba recién cortada procedente del césped. Estaba bien cuidado, como la humanidad quería y Herman Phleger tuvo que toser de nuevo.
—¿Algún problema, Sr. Phleger?
—Esto… sí, caballero —dijo Phleger con voz ronca. Miró buscando un empleado. Se puso de pie.
—Por favor, haga uso del micrófono que tiene delante, Sr. Phleger. Creo que todos coincidimos en que casi no le oímos. —El senador miró a sus compañeros esbozando una sonrisa bien marcada. Hubo un murmullo de sonrisas forzadas entre el resto de la comisión que retumbó en los paneles de madera y por la sala de audiencias del Congreso con escasos asistentes.
Phleger se inclinó, acercándose al aparato. El chirrido que hacía la retroalimentación era molesto.
—Esto… me gustaría beber un poco más de agua, senador —se enderezó la corbata y volvió a tomar asiento.
Aiken hizo una seña a un empleado para que le llevara agua al asesor legal del Departamento de Estado. Después de todo, Herman Phleger era el hombre que había estado al frente de la delegación estadounidense en la Conferencia sobre la Antártida. Al menos él se merecía un vaso de agua.
Phleger volvió a inclinarse, acercándose al micrófono, mientras colocaba la silla y le daba las gracias al senador. Casi podía oír las toses del tipo viejo procedentes del otro lado de la sala. La amenaza roja. Quedémonos con algún territorio, ahora que todavía podemos. Estamos entre Kruschev que todavía echa chispas por el tema del avión espía U-2 de mayo y Eisenhower que el pasado jueves, a la defensiva, envió al sudeste asiático ciento veinte aviones.
Bueno, vale, China y Rusia no tienen precisamente buenas relaciones, pero eso es jugar con fuego. Por supuesto Francis Gary Powers estaba trabajando para los militares, todos los sabían en el Departamento de Estado. Aunque tampoco era del todo mentira que el Gobierno había intentado decir que estaba pilotando un avión «para realizar predicciones meteorológicas». Solo querían saber si los rusos tenían o no tenían misiles en la zona.
El empleado colocó una jarra de agua helada sobre la mesa. El asesor legal ignoró el ruido que hicieron los cubitos de hielo al saltar cuando se sirvió un vaso de agua y se lo bebió de un trago.
—Senador —dijo, respirando con alivio y limpiándose la ceja—, el Tratado estipula expresamente que nadie renuncia a su derecho. Hay siete concesiones que abarcan el ochenta por ciento de la Antártida: el Reino Unido, Francia, Argentina, Chile, Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica. Ustedes se quedan con el sector que tienen Argentina y Chile, lo han incorporado a sus territorio:; metropolitanos y tienen códigos penales que reivindican que se apliquen allí, y con Nueva Zelanda ocurre lo mismo. Así que sí hay gobierno en esos territorios. —Pues vaya mierda, senador; no fuimos suficientemente rápidos cuando teníamos que reclamar nuestro derecho. Conténtate con que los Russkies tampoco tienen terreno. Phleger volvió a toser—. Entonces, senador, puede que solo haya cincuenta personas en la zona, pero sí que tienen gobiernos.
Ese pensamiento incomodó bastante a Aiken. Se removió en la silla, como si su trasero hablara por él.
—Pero después de aprobar este Tratado, ¿se aplicarían las leyes de una docena de países?
Phleger no necesitaba comprobar sus notas. Asintió con la cabeza.
—El Tratado dice que los firmantes no renuncian a sus derechos, pero mediante el Tratado, los demás firmantes, como por ejemplo Estados Unidos, que no reconocen sus derechos, tampoco reconocen esos derechos y su postura de no reconocimiento. —Eso, eso debería confundir al viejo águila y lo hizo. Vio como movía el trasero otra vez.
Phleger hacía como que estaba impaciente.
—Por ejemplo —añadió—, si hubiera alguien de derecho mercantil, el Tratado versa sobre científicos y habla de temas militares… —Era evidente que Aiken quería volver sobre ese tema. Phleger inspiró otra vez.
—De acuerdo —dijo—, si enviamos un científico o un inspector al sector que reclama Chile, ellos no pueden detenerle. Se le aplica nuestra jurisdicción aunque esté en la Antártida, porque tomamos la decisión para no reconocer otras demandas territoriales, y porque los demás solicitantes hicieron la concesión de que permitirían que nuestros científicos y el personal militar desarmado trabajasen en el territorio de la Antártida. Pero si hubiera un ingeniero de minas que fuera al sector reclamado por Chile y se viera envuelto en algún problema, Chile diría que son sus leyes las que se aplican.
Aiken frunció el ceño.
Esta vez fue Phleger quien se movió. ¿Tenía Aiken en realidad tan poca memoria a corto plazo?
—Y en ese caso, senador —explicó—, reclamaríamos que no se aplicase la ley chilena porque no reconocemos la reivindicación de Chile y entonces habría una controversia internacional sobre quién tiene jurisdicción sobre el individuo.
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