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Jeannette Angell - Máxima discreción

Aquí puedes leer online Jeannette Angell - Máxima discreción texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2005, Editor: ePubLibre, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Jeannette Angell Máxima discreción
  • Libro:
    Máxima discreción
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2005
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Máxima discreción: resumen, descripción y anotación

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A los treinta y cuatro años, Jeannette Angell tenía en su haber varias licenciaturas universitarias y daba clases en la facultad de antropología de la universidad de Boston. Un buen día su novio tuvo el detalle de dejarla plantada, llevándose además todo el dinero de la cuenta corriente que compartían, así que la mujer decidió contestar un anuncio de una agencia y dedicarse durante un tiempo a la prostitución de altos vuelos, sin por eso dejar las aulas. Ese trabajo de «belle de nuit» duró tres años y le aportó un material muy interesante para sus clases de antropología: si de noche acudía a las llamadas de los clientes, de día analizaba sus comportamientos desde el punto de vista científico. Hoy la autora tiene cuarenta y ocho años, está felizmente casada y recuerda aquella época de su vida con mucho detalle y pocos miramientos: nada dispuesta a instalarse en el papel de víctima de la sociedad. Angell ha escrito un libro inteligente y polémico, que reivindica la legalización de la prostitución apoyándose en su propia experiencia como trabajo de campo. Lejos del morbo y muy cerca de la realidad, «Máxima discreción» nos habla del sexo como profesión sin renunciar a la dignidad y al sentido del humor.

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¡ C uidado al bajar! ¡Cuidado al bajar! Advertía la voz incorpórea del transporte metropolitano londinense con soniquete de institutriz severa. Agradecí sus desvelos, pero no así el modo de transmitirlos.

Aguardé obediente en el andén, pensando en el anuncio arrancado del periódico que guardaba en el bolso. Tenía la sensación de que todos los viajeros de la estación podían verle, incluso leerlo.

Había comprado el Phoenix justo antes de salir de Boston, dejándome llevar por un impulso, que no fue tal, pero así prefería yo verlo. Todos mis impulsos suelen ser así. Me disponía a pasar una semana en Londres con el fin de dar unas conferencias en la London School of Economics, pero mi mente no estaba centrada en asuntos docentes.

Aunque debiera haberlo estado. Era un honor y un privilegio haber sido invitada; no podía permitir que mis problemas personales afectaran a mi trabajo. Pero así es la vida, ¿no? Te crees capaz de mantener cada faceta por separado, de dividir la vida en departamentos estancos, bien definidos, pero tarde o temprano descubres tu error.

Mi vida privada clamaba atención a voz en grito. Necesitaba dinero, mucho dinero, y cuanto antes.

Esa apremiante necesidad se la debía a Peter, mi último novio, que no contento con coger un avión y largarse a San Francisco para encontrarse con una antigua amante (a la que, según supe más tarde, había estado tirándose a mis espaldas durante toda nuestra relación), se había ocupado también de vaciarme la cuenta corriente a modo de despedida. Toda una joya de hombre.

Aún no había pagado el alquiler de mi domicilio. Antes de que Peter me desplumara, todos los ahorros con que contaba hasta finales de semestre estaban ingresados en la cuenta corriente. Entonces recibiría la paga de los dos community colleges donde impartía clases de sociología. Mi vida se regía por esos parámetros, por un rígido presupuesto planeado de antemano, no podía permitirme dispendios extras o gastos sorpresa.

La deserción de Peter había que calificarla sin duda de gasto sorpresa.

En cualquier caso, faltaban aún dos meses para el final del semestre, de ahí la apremiante necesidad de fondos.

Reaccioné ante la crisis como acostumbro: pasé una noche emborrachándome hasta perder el sentido, compadeciéndome de mí misma, y cuando me levanté al día siguiente, hice lo que pude por quitarme de encima la resaca y escribí una lista. Me encantan las listas, siempre me han gustado, me permiten hacerme la ilusión de que todo está controlado. En esa lista anoté todos los métodos posibles para recaudar el dinero que necesitaba.

Pero resultó deprimente de puro breve.

Solo sabía con certeza que no recurriría a ayudas, ni familiares ni estatales. El error había sido mío; era absurdo que otros pagaran por él. Por tanto, aunque la «ayuda estatal» constaba en lista, lo pasé por alto y seguí leyendo.

Estudié los demás puntos, taché también «cuidar niños», no solo por mi incompetencia en ese terreno sino porque sabía que la escasa remuneración no cambiaría gran cosa mi situación, y seguí cavilando sobre los restantes.

Tendría que probar alguna de aquellas opciones. Respiré hondo y me puse manos a la obra.

Marqué un número de teléfono que había copiado de una revista universitaria, uno de esos típicos números que buscan personal para atender llamadas de una línea erótica.

El canalla de mi ex decía que tenía la voz sexy, de modo que quizá mereciera la pena intentarlo. Solo por esta vez, me dije.

No me detuve demasiado a reflexionar y la sordidez de la entrevista me pilló totalmente desprevenida. No me había parado a imaginar lo espantoso que podía llegar a ser aquel local: hilera tras hilera de cabinas minúsculas, los pilotos de los aparatos telefónicos emitiendo destellos sin cesar, las mujeres con los auriculares puestos, hablando, parloteando sin cesar. La mayoría eran de mediana edad, ajadas, pintarrajeadas, con una expresión de desgana en el rostro que podía considerarse cruel de no ser por la amargura que traslucía.

Tampoco imaginé que toparía con un encargado como aquel, un grasiento niñato tachonado de piercings que no se dignaba mirarme y que se dirigió a mí farfullando, con el palillo de dientes pegado al labio inferior. Aún no había levantado la vista de la revista porno que sujetaba en las manos.

—Esto es lo que hay, chavala. Ocho dólares hora, mínimo dos llamadas.

—¿Cómo que dos llamadas? ¿Dos por hora quieres decir?

Por fin conseguí atraer su atención. Levantó la vista hacia mí, no sé si con sorna o lástima.

—Dos llamadas al mismo tiempo —respondió.

Lo miré de hito en hito.

—¿Cómo? ¿Que hay que atender a dos personas a la vez…?

—Claro. —Era evidente que la conversación le aburría lo indecible—. Si por una línea te sale uno que quiere que te lo hagas de gimnasta ucraniana y por la otra línea te sale otro que quiere que vayas de lesbiana cubierta de tatuajes, por ejemplo, la idea es que le sigas el rollo a los dos a la vez. El tiempo es oro. ¿Qué, lo tomas o lo dejas?

Imaginé cómo reaccionarían los clientes en caso de confundirlos. Qué espanto. Y todo por ocho dólares la hora. Ni en broma.

Me di por vencida; rompí la lista y volví a angustiarme durante un tiempo por mi escasez de fondos. Por supuesto, las facturas no dejaban de llegar, pues el tiempo no se detiene porque alguien esté en la ruina. Por la rendija de mi buzón oxidado atisbaba la letra de imprenta oficial, los delgados sobres impresos por ordenador, algunos con su filete rojo. Inútil abrirlos; sabía qué contenían.

Una de las optativas de sociología que por entonces impartía llevaba el muy oportuno título de «Muerte y agonía». Y digo oportuno porque mi sombrío estado de ánimo encajaba muy bien con la materia en cuestión. Solía repartir la clase en grupos y, mientras ellos trabajaban, yo miraba embobada por la ventana, sintiendo cómo las frías garras del miedo me atenazaban el estómago. Una de aquellas semanas tratamos el tema del suicidio. A decir verdad, entonces no me pareció opción tan descabellada.

Después, al principio solo esporádicamente, me dio por pensar en el Phoenix. A veces ojeaba su sección de relax, aun a sabiendas de que nunca sería capaz de ser al mismo tiempo gimnasta ucraniana y lesbiana tatuada, así que pasaba de corrido por la sección de teléfonos eróticos.

Las páginas siguientes anunciaban las agencias de señoritas de compañía. Les echaba un vistazo, doblaba la revista y dejaba que mi gato Scuzzy se tumbara encima de él mientras yo volvía a corregir los trabajos de mis alumnos, fingiendo desinterés. Por otro lado…

¿Por qué no? ¿Tan descabellada era la idea? ¿De verdad prefería añadir otras cincuenta horas extra a mi jornada semanal vendiendo libros en una librería del centro o sirviendo cafés en Starbucks por poco más del salario mínimo? Porque esas eran las siguientes opciones en mi lista. Incluso me habían entrevistado ya para un par de puestos y en una librería estaban dispuestos a ofrecerme trabajo cuando deseara.

Fue entonces cuando empecé a oír una voz en mi mente. Sonaba muy parecida a la de mi madre y expresaba su desagrado por el rumbo que empezaba a tomar mi imaginación. Es curioso que no la oyera cuando me planteé trabajar en la línea erótica, aunque eran cuestiones bien distintas. La voz se hacía cada vez más insistente.

Un momento, repliqué por fin. Vamos a pensarlo bien. Puedes sentarte en una cabina y fingir un contacto sexual con dos señores a la vez (o quizá más, al parecer), mientras procuras mantenerlos al otro lado del auricular el mayor tiempo posible, y repetir las mismas conversaciones veinte o treinta veces por noche. O puedes no fingirlo; es decir, hacerlo de verdad, una vez por noche, y por una cantidad muy superior a ocho dólares.

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