Los hechos y/o personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Publicado por:
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5 rue Plaetis, L-2338, Luxembourg
Junio, 2018
Copyright © Edición original 2018 por Antonia J. Corrales
Todos los derechos están reservados.
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Imagen de cubierta © Henrik Sorensen © stock_colors © Angel Uriel Ramirez Gonzalez / EyeEm/Getty Images; © Cultura Creative (RF) / Alamy Stock Photo
Producción editorial: Wider Words
Primera edición digital 2018
ISBN: 9781477819760
www.apub.com
SOBRE LA AUTORA
Antonia J. Corrales es una escritora española nacida en Madrid en 1959. Después de varios años trabajando en el mundo de la administración y dirección de empresas, decidió dedicarse de lleno a la escritura. Comenzó a adentrarse en el mundo de la edición en 1989 como correctora, y desde entonces ha trabajado como lectora editorial, columnista, articulista, entrevistadora en publicaciones científicas, jurado en certámenes literarios y coordinadora radiofónica. Ha sido galardonada con una veintena de premios en certámenes internacionales.
Es autora de las novelas La décima clave , La levedad del ser , As de corazones , Epitafio de un asesino , En un rincón del alma y su segunda parte, Mujeres de agua . Con En un rincón del alma lleva más de cinco años en el top de ventas en España, Estados Unidos y América Latina. Traducida al inglés, griego e italiano, su última novela publicada de forma independiente es Y si fuera cierto , y se estrena ahora en el sello Amazon Publishing con Una bruja sin escoba , la primera parte de la trilogía Historia de una bruja contemporánea .
ÍNDICE
Paciencia, escocés. Lo has hecho muy bien, aunque te llevará tiempo continuar. Generaciones enteras nacen y mueren continuamente. Tú estarás con los que viven mientras quieras, los pensamientos y los sueños de cada hombre son tuyos ahora. Tienes más poder de lo que se pueda imaginar. Utilízalo bien, amigo mío, no pierdas la cabeza.
Los inmortales
No estoy loco, simplemente, mi realidad es diferente a la tuya.
LEWIS CARROLL, Alicia en el País de las Maravillas
PRÓLOGO
No quise creer en la existencia de las brujas hasta que me vi obligada a aceptar que era una de ellas. Una bruja torpe y sin escoba que habitaba en una ciudad ruidosa, de calles asfaltadas y semáforos que acompañaban con sus luces verdes, ámbar y rojas mis pasos en la madrugada; una bruja que se sentía presa, encadenada a una agenda y un reloj. Hacía años que había dejado de volar, que había cambiado el rumor del bosque por el sonido atronador de cientos de coches con venas de plástico y sangre negra.
Vivía en una gran urbe donde la magia había desaparecido, devorada por los atascos en hora punta y a deshora. Los hechizos lanzados al aire se perdían entre el bullicio de los centros comerciales abarrotados y la luz de las farolas impedía que los seres fantásticos se escondiesen entre las hojas de unos árboles que se habían ido, que habían dejado de sombrear las aceras. La magia, allí, únicamente daba señales de vida en la literatura y el cine. Muchos querían creer en ella. Eran conscientes de que la necesitaban para vivir, para darle sentido a una vida que parecía virtual, ajena a uno mismo, pero pocos se atrevían a decir que creían. Eran escasos los disidentes, los que le echaban ganas y coraje para buscarla en la mirada perdida de un mendigo o en un cielo donde las estrellas habían desaparecido, absorbidas por el agujero negro de la civilización. Los presentimientos se diagnosticaban como angustia, las visiones como delirios y la mayoría creía que el tiempo en el que vivía, aquella realidad ruidosa y ajena, donde los deseos y los sueños se controlaban como si estuvieran envasados al vacío, era la única. La única realidad, la única posibilidad, la única salida, pensaban. Pero… se equivocaban. Tras ella había muchas otras, y cada una, cada realidad, era vital para que existiesen las demás. Para habitarlas, solo era necesario creer, pero muchos hacía tiempo que habían perdido la fe.
CAPÍTULO 1
Nos conocimos en una de las tiendas que la empresa americana para la que trabajaba tenía en el centro de la ciudad. Fue el día que recogí unas zapatillas exclusivas cuyo precio se duplicaba en el mismo momento de su adquisición y que solo se podían conseguir a través de un sorteo previo en el que me había apuntado con la esperanza de resultar seleccionada. Y, en efecto, así fue. Con un poco de suerte las revendería y destinaría el beneficio a reparar mi ala delta, que se había rasgado tras un abrupto aterrizaje hacía unos meses. De aquel traspié me quedaron varios moretones en las piernas, el mono roto en la zona de las rodillas y el aspecto propio de haber mantenido una reyerta con un gato callejero. Solía volar una vez cada quince días. Tomaba las corrientes de aire y, abismada en otra perspectiva del mundo, olvidaba el bullicio, el ajetreo de la ciudad y las horas muertas que pasaba en aquella oficina sin más vistas que la pantalla de mi ordenador o los paneles grises que me separaban de mis compañeros de trabajo y cuyos laterales estaban repletos de fotos tomadas durante mis vuelos. Volar era la forma de volver a encontrarme con Rigel, de mantenerlo con vida a mi lado. De no olvidarlo.
Alán era el area manager de la cadena de tiendas de zapatillas deportivas. Cuando se dirigió a mí, saltándose a varias personas que permanecían esperando antes que yo, pensé que me había confundido con alguien.
—Tengo debilidad por las pelirrojas —me dijo bajito, casi en un siseo, acercándose a mi oreja, y con un gesto cómplice me indicó que lo acompañase a una de las cajas en las que no había gente…
Y lo seguí. Sin decir una palabra, sonriendo y a la espera de una perorata tonta y sin sentido que no llegó.
—Me gustan las leyendas de la vieja Escocia. Todo lo que tenga que ver con magia y con otras realidades me fascina. —Señaló el libro que yo llevaba en mi bolso y que sobresalía de él mostrando parte de su título.
—Bueno, no es un libro sobre leyendas. Es de no ficción. Me estoy documentando sobre la lengua de los antiguos pictos —le respondí en tono irónico, pensando, de nuevo, que era un oportunista.
—Los pictos eran escoceses, su nombre proviene de la costumbre que tenían de pintarse y tatuarse la piel —respondió seguro de sí mismo y sonriendo divertido—. Tú pareces escocesa. Una guapa escocesa que seguramente haya heredado los genes de alguna bruja que habitaba en aquellas tierras. Soy doctorado en Historia, aunque mi trabajo no tenga mucho que ver con mi carrera, pero…, ya sabes, no están las cosas como para ir haciéndole ascos a nada.
»Me gustaría volver a verte. ¿Qué te parece si me das tu número de teléfono y quedamos un día de estos para tomar una copa? Así, de paso, podría echarte una mano con la documentación sobre los pictos —sugirió sin mirarme, al tiempo que sacaba mi tarjeta de crédito del datáfono…
Pensé que la primera cita sería la única. Cenaríamos, nos tomaríamos unas copas y haríamos el amor, dejando de lado a los misteriosos pictos y a Escocia. Después se iría, probablemente de madrugada, antes de que yo me despertase y el sol saliese. Se marcharía en silencio, de puntillas, como un ladrón. De aquella forma evitaría una explicación, un último beso, y esquivaría mi gesto adormecido y triste. Más triste que adormecido, porque me gustaba. Y yo, una vez más, volvería a mi rutina, añorando un desayuno de sábanas blancas, pensamientos extraviados y ducha compartida. Echando en falta vivir una historia de amor como las de las películas americanas que tanto me gustaban. Pero me equivoqué.
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