Lo que yo busco en la performance de cada actor es el Hamartia, un término de arquería que se refiere a la forma en que se yerra, no a la forma en que se acierta.
Tarde en la noche,
viendo a Cortázar
Antes que nada, tengo que avisar que soy un sentimental. En el cine, cualquier escena medio lacrimógena —aunque sea malísima— me hace llorar. Por eso, resulta extraño que a veces en los velatorios de seres queridos no llore. Tal vez porque son precisamente para llorar. Soy —con el llanto— como esos tipos que se excitan para tener sexo en los lugares dónde es más difícil tener sexo (debajo de la mesa de un bar concurrido, en el pasillo de la oficina, etc.). La otra noche estaba tirado en mi cama viendo tele y de golpe apareció Cortázar, entrevistado por un gallego letal. Era una entrevista de fines de los setenta, imagino. Lo primero que me vino a la mente fue el recuerdo de estar volviendo del centro a mi casa, en el subte línea E, con el ladrillo negro de Rayuela recién comprado. Tenía once años y pasaba las manos por el lomo del libro con la excitación en el pecho propia de los enamorados. Leía en la contratapa cosas como: « Rayuela , exasperante contranovela, libro total, denuncia de la inautenticidad de la vida humana». Lo abría, lo hojeaba. Tenía un tablero de dirección con ordenación de los capítulos para leerlos de diferentes maneras. La primera línea de la novela decía: «¿Encontraría a la Maga?», la puta madre. Todo era críptico, prometedor, maravilloso. Me acuerdo que pensé: si me leo este libro, si lo diseco y lo metabolizo en mi porvenir, voy a ser un genio inalcanzable. Después, pasaron las lecturas múltiples de Rayuela , después pasaron los años y el libro me empezó a parecer ingenuo, esnob e insoportable, aunque jamás me pude desprender de él y ahora mora en mi biblioteca medio hecho mierda por el paso del tiempo. Hasta que finalmente llegó el día en que negué a Cortázar tres veces mientras cantaba el Gallo Airano. Listo. Pasemos a otra cosa: primero publicar, después escribir. Sin embargo, esta noche Cortázar habla con su inconfundible acento gangoso, francés, como el zorrinito enamoradizo de la Warner. Cortázar habla de sus primeros pasos, desprecia a los escritores que no piensan hacer la revolución, defiende a los escritores de la garcha del boom, critica su 62 modelo para armar y destroza su Libro de Manuel . Yo asiento. Habla de la urgencia de escribir mientras el mundo tiene que cambiar drásticamente. No hay pasión por la indiferencia: hay ingenuidad y nobleza. Me doy cuenta de que le creo todo lo que dice. Entonces, tapado por la frazada escocesa, solo con mi perra Rita a los pies, me doy cuenta de que estoy llorando. Sí, sí, digo, mientras empino el quinto whisky, Cortázar tiene razón. Quiero que vuelva. Que volvamos a tener escritores como él: certeros, comprometidos, hermosos, siempre jóvenes, cultos, generosos, bocones. No esta vulgar indiferencia, esta pasión por la banalidad, esta ficcionalización con todos los tics de la peor tv de la tarde, los talk shows de Moria, y toda esa mierda. Al octavo whisky lo llamo a mi amigo Santiago y le digo, medio llorando, medio exaltado: Che, Aira nos cagó, la literatura argentina cayó en la trampa de Aira, ¡es un agente de la Cia! Los escritores serios, los grandes gigantes, son mirados de soslayo: ¡reina el viva la pepa! Aira le hizo mucho mal a la literatura, la partió en dos, antes y después de él. De Operación Masacre a Operación Ja já .
Rumble Fish : la cantinela
eterna de los mitos
para mis hermanos
Teníamos un rito con mis viejos. Cuando me empecé a poner grande y ya no festejaba mi cumpleaños en casa, salíamos los tres juntos y solos (sin mis hermanos, sin nadie) a algún lugar que yo eligiera. El último cumpleaños que festejamos de esta manera fue el de mis 23. Yo había vuelto de un viaje de dos años y estaba contento de estar con ellos otra vez. Me empeciné en que fuéramos a ver Rumble Fish , la película de Coppola que en ese entonces daban en un cine de la calle Esmeralda y que era promocionada como una de aventuras juveniles con los galancitos yanquis del momento. La ley de la calle era el subtítulo en español. La había visto a la semana exacta de mi regreso sin gloria. Y sabía que no era una película simple de aventuras juveniles. De hecho, creo que nunca antes había salido del cine tan perturbado. Rumble Fish contaba una historia lineal, de cabo a rabo y sin complicaciones. Pero también respiraba de fondo un arsenal misterioso (como en los grandes relatos de H. P. Lovecraft) que, de alguna manera, Coppola había logrado sintetizar en sonido, imagen y texto. Cada fotograma de Rumble Fish tenía una ontología que lo verticalizaba. Trabajaba, para decirlo en términos de brujería, sobre el nagual y no tanto sobre el tonal. Desde entonces volví a ver este largo y oscuro poema un montón de veces.
Mi papá se durmió por la mitad del filme. Mi mamá se angustió y me recriminó que la llevara a ver cosas donde terminaba todo mal. Lo cierto es que durante su corta vida ella y yo pocas veces llegamos a entendernos.
¿Por qué quería que mis viejos vieran esa dichosa película?
Creo que porque Rumble Fish surge del territorio de los sueños (donde ahora mora mi madre). Creo también que, si se tratara sólo de una película, la cosa no pasaría de un comentario al margen. Pero Rumble Fish es un poema que infecta el cuerpo de una película para traernos noticias del mundo sumergido. El mundo del que estamos hechos tanto los padres como los hijos (del que no se puede escapar), pero al que, en algún momento de nuestra educación, perdemos de vista. La religión se institucionalizó mientras estábamos despiertos, pero se creó mientras soñábamos.
Como todo gran poema, Rumble Fish no está terminada. Está siempre por hacerse cada vez que alguien se le acerca (a este tipo de películas uno no se las pone a ver, se les acerca como si se tratara de un animal numinoso). Ya dije que la vi a lo largo de los años, en diferentes momentos (años buenos, años malos, años insípidos) y siempre me produjo algo diferente. Tal vez por eso sea un clásico, es decir, una obra que de alguna manera establece ella misma los parámetros sobre los que va a ser percibida. No depende de ninguna coyuntura y su materia esencial no tiene fecha de vencimiento. Como le replicó Eugenio Montale a Pasolini cuando este lo acusó de burgués porque le cantaba al paso del tiempo en vez de reflejar las injusticias sociales: «Querido Malvolio, no hay que cambiar lo esencial por lo transitorio». Sin duda hay injusticias sociales. Pero también hay injusticias esenciales. En un momento central del filme, Rusty James (Matt Dillon), después de recibir una golpiza, le dice a su hermano (Mickey Rourke) con tono de lamento: «Quiero volver a casa». Pedido que los gnósticos antiguos hicieron hace millones de años y por el cual, entre otras cosas, fueron perseguidos hasta el exterminio.