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Raúl Fierro - Ensoñaciones: Historia de un viajero en el tiempo (Spanish Edition)

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Raúl Fierro Ensoñaciones: Historia de un viajero en el tiempo (Spanish Edition)
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    Ensoñaciones: Historia de un viajero en el tiempo (Spanish Edition)
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    2017
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Ensoñaciones: Historia de un viajero en el tiempo (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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ENSOÑACIONES

ENSOÑACIONES

Raúl Fierro

CAPÍTULO I.

ÉL

Resultó ser cierto no había duda Aquella mañana volvía a mi casa desde el - photo 1

Resultó ser cierto, no había duda.

Aquella mañana volvía a mi casa desde el barrio del norte. La lluvia había dejado un rastro de humedad en las calles que la ligera brisa del momento borraría en poco tiempo. Había madrugado y venido al pueblo, en tren, para asistir a clase de violín en casa de Rudolf, un músico alemán ya jubilado que se había afincado aquí hacía varios años. Rudolf tenía seis alumnos de la zona con distintos niveles, cuatro de violín y dos de viola. A algunos los preparaba para el acceso al conservatorio y a otros, como a mí, nos perfeccionaba la técnica y la expresividad para que mejorásemos en la interpretación. La disciplina, según él, era necesaria para ser un buen instrumentista, aunque decía que sentir la música era aún más importante. No bastaba con estudiar metódicamente, repasar una y mil veces las partituras para llevar el ritmo y la afinación exacta, hacía falta, además, sentir la música, cada nota, cada matiz.

Las mañanas son frías aquí , solía repetir Rudolf. Las cuerdas del violín emitían lamentos al contacto con mis dedos. Con su acento extranjero me decía a menudo: Manejas cierta tristeza . Yo asentía a la vez que pensaba que no era cierto, que no eran más que pensamientos de alguien que realmente no me conocía. La mayoría de las piezas que ensayábamos eran en tono menor, así que, pensando en que era Rudolf el que las proponía, más culpa tendría él de que la atmósfera que se creaba en la casa tuviera nieblas tristes. Era un tipo extraño, tenía un aura de filósofo antiguo, soltando frases profundas a la vez que sugerentes, muchas veces sin venir a cuento. Frases que me hacían pensar en las cosas de la vida, en cómo se pueden ver las situaciones desde distintos puntos de vista.

Crucé la arboleda que separaba el barrio del norte del centro del pueblo. Los álamos temblaban por el viento produciendo un bonito sonido, lleno de frescura. Caía alguna hoja de envés blanquecino trayendo irremediablemente el final del otoño. La mañana era fría.

Al doblar una esquina escuché un vehículo a lo lejos. Sin prestar demasiada atención seguí caminando distraídamente. Todo sucedió muy rápido, oí un golpe, después otro golpe, muy seguidos. La furgoneta blanca avanza despacio hacia mí, oigo sonidos agudos, estridentes, giro la cabeza para mirar detrás del vehículo y ahí empieza todo. Lo que vi fue un gato cualquiera saltando, rebotando contra el suelo, agonizando, lleno de dolor, atropellado en cualquier lugar. Los golpes se debían corresponder con la rueda delantera y, acto seguido, la trasera pasando por encima de la conmocionada criatura. Horrorosos maullidos inundaban el aire. El infortunado gato maullaba y saltaba para quedar, por fin, quieto y moribundo en mitad de la calle, reventado y solitario. En ese instante preciso sentí, como si del Aleph de Borges se tratara, todas las sensaciones del mundo: la barbarie, la injusticia, la sinrazón, la ausencia de fe, la certeza del triunfo de las máquinas sobre los seres vivos, lo inexplicable, el desamparo, lo incomprensible, la soledad. Todo en un solo instante a través del lamento de un gato. La furgoneta giró en la siguiente esquina abandonando la escena. Encendí un cigarrillo y seguí caminando.

Seguí mi camino hacia el sur como un río a finales de verano, vacío y sin ganas. Las campanas de la torre repicaban con timidez anunciando una hora cualquiera. Pronto nevaría, pronto un manto blanco cubriría nuestros tejados tapando nuestra memoria, congelándola al menos, quién sabe si tapando también nuestra propia existencia. Las mañanas son frías aquí.

Después de unos minutos llegué por fin a mi primer destino, la vieja estación de tren que acogía los viajes y sueños de los pobladores de aquellas tierras montañosas. Me sobraba media hora, así que me senté en un banco y saqué del estuche del violín el libro que estaba leyendo. Estaba cerca de acabarlo y eso me producía placer a la vez que cierta pena. El libro era de ciencia ficción con tintes románticos, o romántico con tintes de ciencia ficción, según se mire. Era realmente bueno, desde luego entretenido. Trataba de un tipo que viajaba en el tiempo a su antojo, por propia voluntad, a la época que le apetecía. Su mayor obsesión era conquistar a una mujer de la que siempre había estado enamorado, para su desgracia nunca había conseguido acercarse e intimar con ella. En su presente no conocía su paradero. La posibilidad de viajar en el tiempo innumerables veces le otorgaba las experiencias necesarias para ir cometiendo cada vez menos errores e ir conociéndola cada vez más, de manera que en cada nuevo viaje sabía mejor qué temas tratar con ella y cómo hacerlo. A medida que avanzaba la historia el protagonista volvía a viajar al pasado y se volvía a encontrar con la mujer. Para ella era siempre el primer encuentro mientras para él era uno más. Cada vez llegaba más lejos pero al final siempre fallaba algo y la mujer se despedía educadamente, poniendo un punto final que sumía al protagonista en una triste desesperación. Me quedaban algunas páginas para acabarlo.

Quizás era imposible cambiar las cosas y el propio tiempo, como un ente consciente y superior, impedía los cambios. Quizá no haya tiempo para lo imposible.

Mi viaje era más sencillo, transcurría a través del tiempo de una forma lineal. Como mucho podría parecer un viaje hacia lo ignoto, hacia lo desconocido, hacia un futuro incierto. El ruido del tren al llegar a la estación me despertó de tales pensamientos. Me levanté y esperé en el andén a que se detuviera y se abrieran las puertas. Justo al subir alguien pasó detrás de mí soltando una pequeña risa, una risa aguda, como un trino feliz de mi violín. Entré en el vagón sin poder ver quién había reído de aquella manera.

El tren traqueteó con fuerza mientras me acomodaba en un asiento al lado de la ventana. En el vagón en el que me encontraba había cinco pasajeros más, todos de avanzada edad excepto un niño que me miraba con curiosidad. Me miraba con ojos de niño, con ojos llenos de incógnitas sobre los misterios de la vida. Ya con cierta velocidad el paisaje se sucedía a través de la ventana, volvía a llover y las gotas de agua luchaban por mantenerse en su sitio en el cristal.

En la nebulosa que propicia el sopor, pensé que nuestra existencia discurre como gotas de agua en los cristales, siempre aferrándonos a nuestro sitio hasta que un inesperado viento o el peso de otra gota nos conduce hacia otro lugar en la vida.

Me debí quedar dormido un rato. Al despertar, el tren estaba parado, el silencio era profundo. Me levanté y crucé el vagón, no se veía a nadie, ni dentro ni fuera del tren. Bajé los escalones dispuesto a andar por aquel lugar desconocido. Parecía saber hacia dónde iba aunque no era capaz de precisarlo. Dejé la estación y caminé durante varios minutos hacia una loma que arrojaba reflejos de piedra y verde, en su falda el río se remansaba creando un lugar de corrientes suaves, apartado del mundo. Allí me senté, lejos de cualquier lugar. Allí, rodeado de agua, peña y soledad, esperé con extraña calma.

Pasados unos minutos apareció. La visión fue desconcertante, mezcla de belleza y paz. La chica me miraba con ojos de hielo azul, sin embargo, estos no alcanzaban a mostrar frialdad, más bien exhibían lo contrario, una calidez hipnótica. Era unos centímetros más baja que yo. Sus facciones, suaves y preciosas, se escondían tras una melena oscura que le caía por el rostro, este era de tez ligeramente clara en contraste con su cabello. Su vestimenta parecía un poco rara para la época del año en la que estábamos. Llevaba un vestido ligero de color azul claro, con adornos de flores primaverales, por debajo unas finas sandalias sostenían unos pequeños pies. Era una visión hermosa. Una vez pasada la sorpresa me habló con una bonita voz:

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