Raúl Núñez Ríos - El Alcázar de Malviento: Crónicas de la Princesa de la Magia Volumen I (La Era de los Poderes nº 1) (Spanish Edition)
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- Libro:El Alcázar de Malviento: Crónicas de la Princesa de la Magia Volumen I (La Era de los Poderes nº 1) (Spanish Edition)
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El Alcázar de Malviento: Crónicas de la Princesa de la Magia Volumen I (La Era de los Poderes nº 1) (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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Libro Primero.
Alcázar de Malviento.
Muchas Gracias.
Prólogo.
Ciudadela de la Rosa Blanca.
Año 5.807; el Año de la Destrucción.
Con un rugido sobrenatural, surgido de cien bestiales gargantas, el descomunal ariete se lanzó contra las doradas puertas de la Ciudad de las Rosas. Desde las fortificadas almenas, los orgullosos defensores hicieron llover flechas contra los atacantes, desencadenaron la magia más poderosa que conocían, pero nada detuvo el infernal camino de la inmensa máquina de guerra. Un sólo golpe de la cabeza, tallada en forma de dantesca cabeza de demonio, hizo saltar en astillas la madera y fundió el oro mágico que reforzaba las defensas. Al apagarse el trueno de la explosión una imparable oleada de impíos guerreros inundó las hermosas calles de la asediada ciudad. La marea de capas negras y rojas armaduras barrió las avenidas y pisoteó los jardines, incendió las primeras casas, y mancilló los templos con su insaciable sed de muerte. Mientras en los cielos una descomunal tormenta se formaba, cientos de desalmados guerreros bestiales gritaron deseosos de matanza.
Ante ellos, serenos y tranquilos en la seguridad de su destino, se desplegaron los últimos defensores. Valientes soldados de brillantes armaduras doradas y pulcras capas blancas formaron la postrera defensa de la Torre Blanca, el último baluarte de los Poderes de Ley que quedaba en todo el continente. La guerra se extendió por entre las calles y avenidas, por los parques y plazas, por las casas y mansiones. Decenas de crueles escaramuzas se cruzaron por toda la ciudad, la lucha de los defensores era gallarda y temeraria, un desesperado canto al valor y la heroicidad. Miles de almas se elevaron a las Sagradas Salas en ese aciago día, miles de valientes nacidos que perecieron ante la más absoluta de las maldades, el más impío de los poderes. Las espadas se elevaron una y otra vez, la sangre tiñó las esbeltas estatuas de la Avenida de los Reyes, y los gritos de los moribundos plagaron los Colegios Reales y las Academias de la Magia.
Tan imparable fue el avance de las hordas de la Muerte que en pocos minutos los defensores se parapetaban detrás de los cadáveres de sus compañeros a los pies de la Torre de la Rosa. Mientras las nubes rugían en el cielo y la oscuridad se adueñaba del mundo, una fina pared de luminosas capas blancas se formó rodeando la torre, baluarte y pilar de la Vida. Entre estos fieles se hallaban guerreros llegados de todos los rincones del continente, soldados de veinte razas diferentes que jamás habían fallado en su cometido. Militares que, ahora, miraban con ojos llenos de tristeza a las enloquecidas bestias que se lanzaban una y otra vez contra ellos. Las relampagueantes espadas de los protectores repelieron una tras otra las acometidas de los vloen y de los sylaen, masacraron líneas enteras de nuimbranos, destrozaron armaduras y escudos sabiendo todos ellos que su destino era la muerte, que no había salvación para ninguno de ellos. Los sonidos de la batalla enloquecían a las bestias sin alma que se arrojaban al filo de los defensores, aullando promesas de tortura eterna, rabiosos al ver la fortaleza inexpugnable que era la fe y la voluntad de los defensores de la torre.
Pero ni la más férrea de las defensas resistiría tanto tiempo el embate de semejante poder sin flaquear. Los sylaen, maestros demoníacos, invocaron sus poderosos daertacks, y estos, demonios de figura siniestra y gigantescas fauces, se lanzaron contra los guardias. La magia reverberó entre las filas Aliadas, cuando el acero dejó paso al conjuro. Los daertacks se retorcieron bajo una lluvia de furibundo fuego y atroz hielo, de afilados rayos e hirientes huracanes. Tal fue el dominio de la magia invocada que provocó que la tierra se desgajase bajo la presión del poder en bruto, los edificios se resquebrajaron y las orgullosas torres de los palacios de los nobles se derrumbaron mientras la batalla continuaba. A una orden, las filas de los defensores se dispersaron. Formando grupos aislados, intentaron distraer a las bestiales criaturas. Todos combatían con fiereza y habilidad. La batalla se prolongó durante horas y, desde los cielos, los rayos restallaron sobre los luchadores. La tormenta se cernía imponente e impávida ante la matanza.
Por entre los atacantes, iluminado por los dispersos rayos, avanzó un nacido de alta figura, gallardo porte y mirada firme. Vestía simples ropas negras y una capa más oscura que la mismísima noche le envolvía. Sus negros cabellos se agitaban por el viento y sus rasgos, hermosos y sádicos, mostraban deleite por la masacre. Galbert, Señor de la Muerte, se encaminó a su objetivo empuñando su espada, Loarnar, la Hacedora de Viudas. Regodeándose de las incontables almas que se desperdiciaban entre las espadas y los cuchillos miró de soslayo a su alrededor. Nada vio el señor que le distrajese. Siguió avanzando, incólume al caos que le rodeaba. La Torre de la Rosa se alzó ante él por fin, una espira de prístina blancura rodeada de llamas y humo. Su altura superaba con mucho las más altas torres de todo el continente y su belleza hacia que las almas de los píos se conmoviesen al verla. Decenas de minaretes surgían en su superficie y en las alturas una rosa de marfil se abría, formando balcones de jardines colgantes. Era el centro de la Ciudad, el alma de los defensores, último baluarte de la Ley en todo el continente. Galbert la miró de arriba a abajo con el desprecio pintado en sus delicados rasgos. A los pies de la torre una sencilla puerta de cristal daba acceso al interior, una puerta flanqueada por un pequeño estanque de nenúfares albos, protegida por los tres capitanes de los defensores.
Estos eran guerreros sabios y poderosos, capaces ellos solos de derrotar a ejércitos enteros. Su magia combinada si quiera pudo mellar en la carne de Galbert, sus armas ni le rozaron. El Señor de la Muerte era el más grande de los guerreros que nunca haya existido, poderoso entre los mortales como jamás habría sido posible. Su danza fue sencilla y elegante, su espada sesgó la vida de los capitanes, el último de los cuales cayó con rabia al suelo, sujetándose la sesgada garganta. La mirada del señor se fijó de nuevo en las alturas, luego bajó hasta el estanque y una sonrisa cruel asomó a sus labios. A su alrededor, sus tropas terminaban con los últimos nacidos que se habían tropezado en sus planes. Levantando la espada impía, Galbert invocó el poder que ostentaba e introdujo con fuerza la negra hoja entre las vivificantes aguas.
Estas bulleron y burbujearon, manaron vapores maliciosos de ellas y el fondo se transformó en negro cieno corruptor. La mancha de maldad se extendió por el agua, transformando las cristalinas aguas en oscuro ícor. La suciedad se expandió a la base de la torre, creciendo entre rayos de tormenta y truenos de batalla, haciendo añicos la puerta de cristal. Galbert pasó al interior mientras la tormenta estallaba al fin, las primeras gotas de lluvia cayendo sobre la batalla. Ascendió por las escaleras mientras la torre se consumía desde los pilares, volviéndose su superficie escamosa y oleosa. A cada paso que daba, la corrupción surgía en el elegante mármol blanco, azabaches manchas de podredumbre que crecían imparables anegando la Torre de la Vida en la Muerte. El Señor de la Muerte se sentía exultante pues, después de décadas de batallas y ardides, por fin se acercaba al desenlace de su misión. Había matado con sus propias manos a los pocos poderes de la luz que se opusieron a sus designios, él era la Muerte y se acercaba a la Vida, para aplacarla y destruirla. Su pecho se agitaba anhelante, sus ojos observaban las puertas que daban acceso a las salas donde habitaba la Señora de la Vida. Disfrutaba adelantándose a su sufrimiento, se deleitaba con su desesperación.
Con un manotazo desencajó la puerta, y con pasos decididos se paseó por la impoluta sala. Con la mirada buscó a la Señora de la Vida. Una figura se perfilaba en uno de los ventanales. Delgada y hermosa, vestida con telas blancas y brazales dorados, le esperaba. Con pasos decididos Galbert se acercó a la mujer. Cuando llegó a ella, la putrefacción se acercaba veloz por las paredes, ajaba los jardines y destruía el encanto del más sagrado de los lugares. La mujer abrazaba una rosa blanca y miraba al suelo, el cabello cayéndole por el rostro, sus hombros y manos temblaban ligeramente.
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