Tabla de contenido
Un traje nuevo
para el abuelo
Pablo Aguayo de Hoyos
Dedicatoria
Quiero dedicarle estas líneas a mi madre,
Enriqueta de Hoyos,
esa voz necesaria,
tan añorada,
tan dentro.
Ella fue testigo de tantas idas y venidas familiares,
con esa manera de estar en todo tan humilde y cercana,
que me resulta casi imposible imaginar este escrito sin ella.
Agradecimientos
Son muchas las personas que han hecho posible este libro
y prefiero no mencionar a ninguna en concreto
por miedo a que se me quede alguna en el olvido.
Gracias a todas ellas por compartir conmigo
sus vivencias y recuerdos.
Introducción
Esta es mi modesta aportación a algo en lo que creo: para mirar adelante con esperanza hay que asumir lo que se deja atrás.
España tiene aún pendiente un elemental ejercicio de reparación y justicia de lo ocurrido durante los 40 años de franquismo. La herencia de aquel siniestro régimen ha sido un secuestro sistemático de la verdad y el olvido deliberado de aquellas personas convertidas en criminales por defender la libertad.
Rechazo tal legado y, aunque sea a través de esta novela, reivindico la memoria contra la impunidad del franquismo y la amnesia complaciente en la que vivimos.
Primera parte
Este bosque, este bosque
es igual que otros bosques.
Y sin embargo, yo quizás quisiera
estar en otros bosques.
* * *
Otoño silencioso de este bosque,
¿me estoy desvinculando de la patria,
alejándome, perdiéndome?
Haz que tus hojas, que se lleva el viento,
me arrastren hacia ella nuevamente
y caiga en sus caminos
y me pisen y crujan
mis huesos confundiéndose
para siempre en su tierra.
Rafael Alberti
(Fragmento de “ Abierto a todas horas ”)
1
El retrato disfrazado de Papa Noël
Un aire frío barre las calles y ya los comercios de la calle principal comienzan a echar el cierre con estrépito. Algunos clientes rezagados se reencuentran tras años de separación y se saludan con grandes aspavientos. La vida les ha puesto en caminos distintos, pero la mayoría cumple con el rito de volver a casa para la cena de Nochebuena.
Feliciano, Salma y su hijo Toñín, desempolvan los adornos navideños de la casa de los padres de él. Ése año, excitados con la ilusión del chiquillo, sacan hasta los angulosos corchos de las montañas del portal de Belén. Un exceso. Desde hace unos cuantos años Margarita, la madre de Feliciano, ya no se siente con fuerzas, ni ganas, de meterse en tantos preparativos. Han colocado una mesa, arena y musgo para hacer el campo, el río con el trozo de espejo, el puente, las montañas de corcho, las figuritas... Por último, han hecho nevar harina sobre el conjunto. Sólo falta colocar un papel sobre la pared para simular el cielo estrellado. Pero justo encima de la ubicación que han elegido para el nacimiento, cuelga el retrato de un familiar. El lienzo de gran tamaño muestra en primer plano la figura de un hombre de unos 65 años sobre un fondo campestre. Feliciano hace un mohín de disgusto: no. El rostro serio como de haber hecho una mala digestión de aquel señor no pega de ninguna manera. A toda prisa, deciden integrarlo en la escena. Le han sobrepuesto una barba blanca de algodón y un gorro de papá Noël.
Los tres se parten de risa. Feliciano recuerda haber visto antes aquél cuadro en alguna de las salas “nobles” del chalé de su abuela materna. Sin embargo, no consigue precisar cuando se ha mudado hasta esa pared. Aparece Margarita traída de la mano de su nieto para que contemple la obra:
–Desde luego, qué poco respeto tenéis por vuestros antepasados –le dice algo molesta a su hijo.
–¿Quién es ese señor? –pregunta Toñín divertido.
–Es el Tío Benito –dice Feliciano–, mi..., mi...
Y trata de recordar su parentesco con él, pero no lo consigue. Se da cuenta de que no sabe prácticamente nada más sobre el invitado sorpresa de esta Nochebuena. Gira la cabeza hacia su madre esperando una respuesta; Toñín ya ha volado:
–Pues anda que estás tú poco enterado –dice Margarita– Era mi abuelo, o sea, tu bisabuelo José.
Feliciano se queda perplejo. Tiene narices la cosa, toda la vida viendo este retrato y no tengo ni idea de quien es. Mira a Salma, que se encoge de hombros, y se lanza a preguntar:
–¿Y por qué fue tan importante?
–Mi padre Fernando se marchó a Méjico y dejó a mi madre con 5 hijos y uno de camino..., así que mi abuelo José, este señor del retrato, tuvo que hacer de padre.
–¡Ah! –dice un tanto satisfecho Feliciano, no obstante su curiosidad ya se ha disparado– ¿Y por qué no volvió Fernando?
Oye el hondo suspiro de su madre; mira de reojo a Salma que le hace un mohín y piensa: Vaya, pinché en hueso. Y a continuación llega un gran estruendo desde el pasillo seguido por el incontenible llanto de Toñín. Fin del interrogatorio navideño.
2
Sonata desentonada
Cuando era pequeño Feliciano tenía dos sueños. Uno, ser inspector de Policía; lo sabía desde que jugaba al escondite. El otro era tocar el violín. Ése sueño también tenía que ver con el famoso juego infantil. Lo averiguó al ir a esconderse junto a una de sus primas bajo la mesa camilla del chalé de su abuela. Ella le dijo que tocaba el instrumento y él no sabía de qué estaba hablando. Ella simuló el vaivén del arco sobre las cuerdas y le pareció que tenía que ser lo más excitante del mundo.
Ya de mayor perdió parte de su amor por la música aunque siguió con la idea de hacerse inspector. Sin embargo, las duras pruebas físicas fueron un impedimento para acceder a la Academia. Orgulloso, no renunció a su afán detectivesco: se matriculó en la Universidad. Tres años más tarde obtuvo el diploma de investigador privado. Hizo las maletas y se marchó del pueblo cargado de ilusiones. Entró en sociedad con un paisano de parecidas inquietudes y se establecieron en la capital de la provincia. No les fue bien, al poco tuvieron que cerrar aburridos de esperar algún cliente.
Feliciano ya no volvió a casa: tuvo suerte y lo contrataron como vigilante nocturno en una empresa de seguridad. Las horas observando los monitores de las cámaras de vigilancia eran eternas. Pensó en aprovechar el tiempo y practicaba escalas algunos ratos durante sus largas noches en vela. Pero pronto tuvo que dejarlo, sus compañeros no tardaron en apodarlo como el señor de los ruidillos . Se matriculó en Derecho, y tiempo después se graduó como Asistente Social. Hastiado de la empresa y sin apenas afinidad con los compañeros de trabajo, un buen día pidió la cuenta y montó su propio despacho.
Han pasado algunos años desde que se estableció y hoy, la placa a la entrada del edificio le proporciona algunos clientes. Sin embargo, él no ceja en su empeño por hacer lo que realmente le gusta, y ofrece también sus servicios como investigador privado. Al principio le salieron unos cuantos casos en los que puso mucho empeño: infidelidades y abandonos familiares, absentismo laboral, bajas fingidas, espionaje y sabotaje industrial... Y algo que se había puesto de moda en los últimos años: airear las rencillas entre políticos de segunda regional. Aquello le parecía un sucedáneo aceptable de su sueño, pero andando el tiempo ya no disfruta con tanta impostura como se ve obligado a tragar. Fantasea, aún le gusta recrear una escena vista mil veces en las películas de serie negra: se abre la puerta de su despacho y una chica de largas piernas requiere sus servicios.
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