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Aguilar Maria Eugenia - No Hay Mal Que Por Bien No Venga

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Aguilar Maria Eugenia No Hay Mal Que Por Bien No Venga

No Hay Mal Que Por Bien No Venga: resumen, descripción y anotación

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NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA

CAPÍTULO 1: ADONDE EL CORAZÓN SE INCLINA, EL PIE CAMINA

Un arrogante pezón asomaba por un roto de la bata desvencijada. Quizá que hubiera sido puta, como luego me enteré, le daba privilegios morales a la hora de llevar o no algo debajo de la bata, que en sus buenos días debió de ser de discretos cuadros azules y grises. Yo traté de seguir el protocolo, pero es que el aire subía y bajaba por su aparato respiratorio cual si fuera recorriendo un laberinto forrado con papel de lija, y entre las frases musicales que emitían sus pulmones y el pezón sobresaliente me había trabado después de los buenos días. El pezón magnético se coló para adentro con el movimiento que se produjo cuando la señora metió las manotas en los bolsillos de la bata. Aliviado y determinado a cumplir mi deber, le lancé una de mis características preguntas incisivas «¿le gusta a usted la novela negra o es más de novela pseudohistórica?» Antes de cerrar la puerta, la señora me obsequió con una vaharada de sudor añejo proveniente de la axila derecha, liberada de la brutal presión del brazote que levantó para darme con la puerta en mis perfumadas narices. Aún me dio tiempo a soltar un rapidísimo «que tenga usted un buen día».

Tal como había sido instruido en el curso preparatorio del que me había empapado hasta la última coma, y teniendo siempre presentes las sabias recomendaciones del profesor, quien el primer día repitió por diez veces que si nos fijábamos bien y nos grabábamos en la cabeza todo lo que iba a decirnos, el trabajo iría sobre ruedas, allí estaba yo, siguiendo punto por punto el protocolo. Respiré hondo, repasé posibles errores y fallos cometidos en mi primera actuación, hice propósito de enmienda y me lancé con confianza recuperada a la puerta de enfrente. Esperé un tiempo prudencial que fue el que medió entre el timbrazo y la sensación, tal vez cierta, tal vez fruto de mis nervios alterados por el primer fracaso, de que la señora del 1ºA estaría riéndose a mis espaldas. Pensé en insistir. Sin embargo, en el último momento cambié de idea. Mejor subir al piso de arriba con mi dignidad de comisionista puerta a puerta casi intacta.

Por cambiar la suerte, cambié de mano. En el 2ºB obtuve la misma respuesta que en el 1ºA. Nadie salió a recibir las interesantes explicaciones que tenía preparadas para facilitar la elección del libro adecuado a cada ocasión y a cada lector. El silencio de ese edificio empezaba a hacer mella en mis nervios. ¿Era la señora asmática la única habitante del inmueble? No podía ser que tuviera tan mala suerte. Me acerqué al 2ºA. El timbre tenía sonido de campanita. Eso era una buena señal. Una mente avispada sabe que un sonido de campanita en una vivienda denota calor de hogar, una cierta búsqueda de prestigio en la comunidad, un deseo de agradar al visitante. «Aja», me dije, «tomaré apunte mental para sentar de culo a mis compañeros del grupo sector oeste en la próxima reunión». Pasaron sesenta y cinco segundos controlados por el reloj digital recientemente adquirido por mi persona a los efectos de mostrar profesionalidad. La compra fue realizada en el centro comercial más renombrado de la zona; el vendedor fue un joven, apostado en uno de los pasillos del centro comercial, que sin duda pasaba por malos momentos -el joven y puede que también el centro comercial-. Mi idea al adquirir ese bien por la tercera o cuarta parte del precio que se mostraba en los escaparates de las joyerías del centro comercial, no fue, como pudiera pensar alguno, ni por un momento, aprovechar la desesperada situación económica y vital que alegó el jovencito para tener que desprenderse de ese reloj de magnífica marca helvética, sino por encima de todo, hacer un favor a esa persona que, según me contó, necesitaba viajar urgentemente a Córdoba y carecía tanto de tarjeta de crédito como de efectivo, motivo por el cual se deshacía del regalo que su querido papá le había hecho en su último cumpleaños. La transacción comercial permitiría al joven desdichado visitar la hermosa ciudad de los califas; mi muñeca izquierda, a cambio, se equipararía a las de mis ya colegas en la prometedora profesión recién inaugurada.

Curiosamente, en el curso no habían mencionado la forma correcta de proceder cuando tras el primer timbrazo no acudía nadie a abrir la puerta, así que, dispuesto a no admitir otro silencio sepulcral por respuesta, tomé por mí mismo la decisión de insistir con el dingdong mientras preparaba una cuidada disculpa por la impertinencia. Tras setenta y dos segundos de espera en posición de firmes, pegué la oreja a la puerta y claramente percibí que al otro lado no había nadie.

Mi ser se debatía entre liarme a patadas con todo o sentarme a llorar. No tenía pañuelo para secarme así que opté por liarme a patadas. Al segundo empellón se abrió la puerta del 2ºB y una cabecita provista de ojazos y sonrisa tristona asomó por la rendija.

—¿Qué haces? —preguntó con una vocecilla cantarina.

Yo le empecé a contar que estaba dentro del grupo del sector oeste de la gran empresa La Esfera Literaria. Que tenía que vender al menos cuatro libros para que me pagaran la comisión correspondiente. Que había gastado todo lo que me quedaba para vivir el resto de mi vida en un curso en el que prometían un futuro brillante para los jóvenes emprendedores y seguros de sí mismos. Que sólo había conseguido hablar con una vieja apestosa que me había atufado y no me había dejado abrir la boca. Que los zapatos que me había dejado mi primo me estaban machacando los pies. Que no podía llorar porque no tenía pañuelo.

—Dios da braga a quien no tiene culo —sentenció la chica de los ojazos.

Como no hacía intención de cerrar la puerta, recuperé mi yo profesional después del desahogo propio de la inexperiencia.

—¿Estaría usted interesada en echar un vistazo al catálogo actualizado?

—Vale, pero no te voy a comprar nada —me dijo dejando entrever unos dientes bastante blancos y bastante grandes para estar metidos dentro de esa carucha tan pequeña. Bajó la voz y entreabrió los labios delgaditos—. Me los bajo de Internet.

—Bueno —contesté—. Al menos me dará una opinión claramente ajena a la empresa.

Ella, dos años mayor que yo como luego supe, abrió la puerta y me invitó a entrar a su hogar. La seguí por el pasillo asombrado de que esas piernas tan flacas sostuvieran una estructura móvil de un metro y setenta y cinco o setenta y seis centímetros, que se deslizaba por el pasillo como por una pista de baile sin apenas rozar el piso.

Me indicó una preciosa butaca de mimbre con cojines floreados como asiento, y ella se acomodó en una butaca similar recogiendo las piernas en una postura que luego intenté repetir en la intimidad de mi hogar sin conseguirlo ni de lejos.

—¡Eh, tú! —dijo—. ¡Despierta y suelta el rollo que tengo cosas que hacer!

Yo hasta entonces no había conocido el amor. Ella no era consciente de ese detalle esencial de mi peripecia vital. Yo tampoco. Y, debido a mi falta de conocimiento de los síntomas que acarrea el flechazo, no pude rehacerme de los calambrazos que empezaron a recorrerme la espina dorsal y de la taquicardia galopante. No sabía si me encontraba presenciando mi propia muerte y, lamentando la impresión que esto pueda causar, mi mayor pesar en esos momentos catastróficos era haber pagado por adelantado el curso que tan poca rentabilidad me iba a dar a la vista de mi muerte cercana y prematura. Aun muriéndome entreoí a la causante de mi agonía.

—Oye, perdona. No he ido a trabajar porque me duele la cabeza como si me estuvieran taladrando el cráneo. He abierto el portal porque creía que eras un vecino. Te he dejado entrar a casa porque te veía capaz de lanzarte por el hueco del ascensor. Pero que te quedes en estado catatónico en mi salón es la gota que colma el vaso. ¡¡¡Largo!!!

Me acompañó amablemente hasta la puerta y, aunque me privó del placer de mirarla, me compensó con la presión de sus manos en mi espalda según fue empujándome por el camino de vuelta del paraíso.

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