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Jaime Despree - Los años de rojo carmín. Memorias de un cura republicano español (Spanish Edition)

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Jaime Despree Los años de rojo carmín. Memorias de un cura republicano español (Spanish Edition)
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    Los años de rojo carmín. Memorias de un cura republicano español (Spanish Edition)
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Los años de rojo carmín. Memorias de un cura republicano español (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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JAIME DESPREE LOS AÑOS DE ROJO CARMÍN

Jaime Despree Los años de rojo carmín
Memorias de un cura republicano español
© Jaime Despree ISBN: 84-611-4361-2 www.jaimedespree.de Este libro no podrá ser reproducido por ningún medio sin el permiso de su autor.

A la memoria de «La chata», miliciana de las J.S.U. caída durante el asedio a la catedral de Sigüenza, en octubre de 1936,

y de Francisco Gonzalo, alias «El carterillo», socialista y presidente de la Casa del Pueblo de Sigüenza, asesinado por los fascistas la víspera de la Guerra Civil

Los tres hermanos Valiente los tres a la misma hora murieron el mismo día naciendo para la gloria.

Los tres hermanos Valiente salieron a hacer la guerra armados de su apellido más que de lanza guerrera

Fernán Silva Valdés TRES HOJITAS MADRE

Tres hojitas, madre, tiene el arbolé,
la una en la rama,
las dos en el pie,
las dos en el pie,
las dos en el pie.
Inés, Inés, Inesita, Inés. Inés, Inés, Inesita, Inés.

Dábales el aire meneábanse. Dábales el aire,
jaleábanse,
jaleábanse,
jaleábanse.
Inés, Inés, Inesita, Inés. Inés, Inés, Inesita, Inés.

Arbolito verde
seco la rama,
debajo del puente
retumba el agua,
retumba el agua,
retumba el agua.
Inés, Inés, Inesita, Inés.

Canción popular infantil. Juan Hidalgo MontoyaCAPÍTULO PRIMERO Abril de 1931 Mi nombre es Andrés Lafuente pero para mi - photo 1
CAPÍTULO PRIMERO
Abril de 1931

Mi nombre es Andrés Lafuente, pero para mi desdicha desde muy joven siempre me han llamado «don Andrés». Antes de la guerra fui pastor y seminarista, después cura de pueblo. Desde entonces solo he vivido para el recuerdo de dos besos estremecedores: uno de vida y otro de muerte. También de una primavera feliz y del alegre canto de un ruiseñor en el frescor de la noche castellana. Por pereza, respeto o desconsuelo no había pensado escribir esta historia hasta hoy, cuando ya solo espero el inevitable abrazo de la muerte. Esta es la historia de dos hijos del campo, retoños tiernos de una primavera republicana y ramas rotas de un otoño fascista.

Lo que voy a narrar en este libro lo siento todavía vivo como si hubiera sucedido ayer, y, sobreponiéndome al dolor de su recuerdo, no quiero que se vaya conmigo a la tumba. Si me quedan fuerzas quiero contar la historia de los hermanos Valiente: Juan, Damián, Benjamín e Inés, ésta última la flor más recia y perfumada que ha dado el mísero páramo castellano. Flor rota cuando liban en ella las abejas; cuando la primavera da paso al verano y agitan las tiernas alas las nuevas golondrinas; cuando el relente matutino se hace pronto bochorno abrasador; es decir, en lo mejor de su vida.

Mis recuerdos se remontan a los primeros días de abril de 1931, cuando «con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros», según cantara nuestro inmortal Antonio Machado, Inés subía como de costumbre por el camino hacia el pueblo mientras yo intentaba cuidar un par de docenas de tercas ovejas y una cabra imposible de dominar. Ella venía jugando con su cuaderno de escritura, garabateado por cada espacio disponible, y lo lanzaba al aire como si fuera una cometa, volviéndolo a recoger como si estuviera amaestrado. Al llegar a mi lado se reía, tal vez de mi terquedad de adolescente analfabeto, al tiempo que me miraba provocativa, ensayando esas artes de mujer que surgen de forma natural en todas las adolescentes sin que nadie se las enseñe. Al acercarse parecía como si el viento se agitara con más fuerza, las ásperas jaras parecían florecer, como si fueran madreselvas, y el canto de los monótonos chichipanes parecían ser jilgueros o ruiseñores.

Cuando estaba cerca se sonrojaba, o hacía ver que se sonrojaba, porque Inés nunca tuvo vergüenza de mí, lo que me hacía perder la entereza, como si ella fuera veinte años mayor que yo y supiera todo lo que hay que saber de la vida, mientras que yo, un mocetón de quince años, casi dieciséis, apenas si sabía de dónde venían los niños, porque había visto parir a las ovejas, no sin cierto embarazo, pues me repugnaba la placenta y la viscosidad del cordero recién nacido.

Cerca ya, en el ribazo, a cierta altura de donde estaba yo, Inés se arreglaba su tosco vestido estirando de aquí y de allí, colocándose bien las hombreras y ajustándose el delantal, como si se preparara para una actuación:

—¡Ea, Andrés, no me mires tanto que me vas a desgastar!

Lo decía sabiendo que la miraba de reojo, cuando en apariencia estaba atento a varios corderos que remontaban la ladera en busca de hierba fresca, pero yo ni los veía.

—¿No ves que la cabra se te desmadra?

Era verdad, aquella maldita cabra, que no todas las criaturas deben ser de Dios, se echaba siempre al monte y no había nada que hacer. Para un cuartillo escaso de leche que nos daba al día el trabajo de tenerla junto a las ovejas no compensaba, pero mi padre insistía en tenerla, más por nostalgia que por utilidad. Desde que murió mi pobre madre teníamos aquella cabra díscola e ingobernable como si fuera su alma que seguía en el mundo, y que solo a ella respetaba. La compró ella misma en el mercado de ganado de Sigüenza, en el otoño del 27, porque quería que a mí no me faltara la leche, aunque fuera de cabra. «Si quieres ser un hombre de bien, y lo serás, aunque tenga que molerte a palos, tienes que beber mucha leche de cabra». Lo decía como si aquella leche fuera el ungüento de confirmar del señor obispo.

—¡Eres un pastor tonto, que no sabe ni tener firme a una cabra vieja! —me recriminaba Inés.
Pero yo sabía que desde que murió mi madre Inés me tenía afecto, pero no solo por compasión femenina, sino que era por otras razones que mejor no quiero mencionar todavía. Pero disfrutaba martirizándome como si creyera que tenía la obligación de hacerlo. Era como si quisiera reemplazar a mi difunta madre y se propusiera la misión de espabilarme y hacer de mí un hombre de «bien» a base de rapapolvos y recriminaciones, tal y como lo dejo dicho mi pobre madre.
Se detenía, metía el cuaderno en el amplio bolsillo del delantal, y me volvía a reprender.
—¿No ves que la cabra se te va al monte?
Yo la silbaba, le gritaba, le arrojaba un guijarro y trataba inútilmente de hacerla volver al rebaño, porque no quería salir en su busca y alejarme de Inés. Ella era mi única alegría en el mundo y esperaba ese momento, cuando regresaba de la escuela, como se espera el sol tras una fría noche de helada. Todo a mi alrededor era silencio y desconsuelo. Mi padre no volvió a sonreír tras la muerte de mi madre; mis tías parecían esperar el momento de entrar en nuestra desangelada y fría casa para alejar de sus semblantes cualquier muestra de alegría, y parecían creerse en la obligación de compadecerse de mí a cada instante. «¡Pobre hijo mío! Sin una madre que lo cuide, ¡cómo va a hacerse un hombre de provecho!». Yo era para todos el «pobre Andresito», el niño sin madre, casi huérfano, porque mi padre parecía ya un cadáver. Los otros niños del pueblo, crueles y despiadados como todos los niños, me mostraban todo aquello que solo una madre puede hacer, como sus bien remendadas camisas y pantalones, las suculentas meriendas, y me sonreían maliciosamente cuando sus madres los llamaban para recogerse al anochecer. «Vaya, me voy porque me llama mi madre. Claro, tú como no tienes puedes quedarte hasta cuando te de la gana. ¡Vaya suerte!». Su crueldad era tan inmensa como su ignorancia.
—¡Estoy harto de esa cabra, tan harto que un día… bueno, que no sé lo que haré con ella!
—¡Ni se te ocurra, Andrés! ¡Esa cabra la compró tu madre y tienes que respetarla!
Como todos los demás, al mencionar a mi madre también Inés se creían en la obligación de compadecerse de mí, pero apenas si dejaba ver un instante de melancolía e inmediatamente su rostro volvía a brillar, sus mejillas se encendían y sus labios volvían a sonreír, como si tratara de alejar de sí cualquier pensamiento triste en alguien que parecía haber nacido para hacer propaganda de la alegría. Además, sentía la muerte de mi madre con la naturalidad de un cura que da la extremaunción a un moribundo, porque pienso que quien ama la vida también ama la muerte, de la misma manera que quien se presta a ser mártir puede llegar a ser verdugo.

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