La fuga
Carlos Montemayor
Primera edición, 2007
Primera edición electrónica, 2011
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ISBN 978-607-16-0711-9
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La fuga
Océano Pacífico, Islas Marías, 1970
Avanzada la noche dejó de llover. El viento sopló con fuerza. Extensas nubes grises se replegaban con rapidez y a pesar del surgimiento de estrellas en el firmamento no se distinguía la extensión del mar, el universo de las inmensas aguas. El barco se mecía ruidosamente por el rugido inconstante y grave de los motores.
—Dicen que eres un gatillero, que te enfrentaste a policías y a soldados —comentó con voz impersonal uno de los presos; parecía que hablaba a otra persona, que quizás se trataba de una confesión súbita, de una confidencia.
Se volvió a mirarlo. Un remoto foco de la cubierta, a la entrada de la escalerilla que descendía al interior del barco, bastaba para que se vieran a los ojos. Muchos reclusos volvían a concentrarse de nuevo en la cubierta.
—Quiero saber qué me dices —insistió el hombre moreno.
—No eran propiamente soldados.
—¿Qué, exactamente?
—Enemigos, digámoslo así.
Algunos presos estaban discutiendo; era una riña a punto de los golpes. Llegaban a ellos las voces, los gritos. Un reo se retiró del grupo e increpó al moreno.
—Es por droga —explicó el hombre cuando los que reñían se alejaron—. Me dicen el Jarocho. Puedes llamarme así tú también.
Luego extendió el brazo.
—Aquellas son las islas. Ya estamos llegando a nuestra prisión.
Tardó en distinguir tras la masa del oleaje la silueta de la isla. Le asombró ver otra vez la tierra oscura, árboles inmóviles y remotos, acantilados, la angosta franja de la playa. Algunos soldados y presos se acercaron a la proa. El hombre moreno permanecía a su lado y habló de nuevo.
—Prefiero estar preso en las ciudades, no en
el mar.
—Yo prefiero no estar preso.
El barco rodeó la costa y se dirigió al puerto de la isla mayor, la isla María Magdalena. No muy lejos giraba la luz del faro. Conforme avanzaron, apareció el puerto de Balleto, la sombra de caseríos, los muros de una construcción blanca, algunas luces insuficientes y vagas como insectos atrapados en la isla.
Comenzaron a desembarcar los presos. Pasaba de la medianoche. Se había acostumbrado ya al olor del barco. Ahora entraba en el olor de la tierra, de la basura, de la vegetación. Se dirigieron a la comandancia. Entraron en las oficinas. Un oficial empezó a revisar los documentos.
—¿Tú eres Ramón Mendoza?
—Así es.
El oficial sudaba en abundancia. Le devolvió los documentos; estaban húmedos.
—Vas a trabajar primero con los peones de Campo Nayarit. Después te mandaremos a otro lugar.
El guardia abrió la puerta. La habitación era asfixiante. Muchos mosquitos lo atacaron en la nariz, en los brazos. En el rincón vio un catre de lona; parecía una piedra junto a las paredes sucias y enmohecidas.
—Tienes tres horas para dormir. El primer pase de lista es a las cuatro de la mañana.
El guardia se retiró. Los mosquitos eran insistentes. Cerró los ojos. Sentía aún el barco, el bamboleo del mar, el cansancio de más de veinte horas de surcar el océano para llegar a las islas. No podía pensar en nada ni concentrarse. Cuando se acostó en el catre de lona sintió un olor rancio, ácido. Tenía la camisa empapada por el sudor. El calor era excesivo. Volvió a cerrar los ojos. Los mosquitos seguían acosándolo, pero dejaron de importarle. Seguía sintiendo el oleaje del mar, el olor grasoso y ácido de la cubierta del barco.
Oyó el estrépito de pasos y risas frente a la puerta. Se incorporó, agitado. Volvió a oír la corneta a lo lejos, convocando al pase de lista. Se puso de pie, mareado por el sueño. Tenía los brazos y las manos cubiertas de ronchas por la picadura de los insectos. Sintió deseos de orinar. Salió del cuarto. En la oscuridad de la madrugada muchos pasaban junto a él. Empezó a despertar conforme caminaba, conforme olía el sudor de los otros cuerpos. La sensación del bamboleo del mar no había desaparecido del todo. Sentía hambre.
La neblina cubría una parte del monte que se elevaba detrás de los caseríos. Decenas de presos se formaban cerca del muelle, en el embarcadero de Balleto, esperando la orden para partir a pie al campamento de Campo Nayarit. Los soldados aguardaban las instrucciones de los guías. Alguien se acercó a él por la espalda.
—También me incluyeron aquí —dijo el Jarocho tendiendo la mano para saludar—. Cuenta conmigo.
La neblina se disipaba gradualmente, conforme el sol ascendía. Pero el calor sofocaba todo, los cuerpos, la respiración, la somnolencia, la sed. Muchos perros ladraban cerca de las filas de presos. No entendía por qué había tantos perros ni de dónde brotaban. Varias parvadas de pelícanos y gallaretas volaban flotando en la brisa y de vez en cuando volvían a posarse en el largo muelle de Balleto o en la cubierta del barco que aún estaba anclado, meciéndose suavemente, gris, enmohecido, casi frágil.
—Los compañeros creen que eres muy peligroso, gatillero.
El Jarocho se había quitado la camisa. Sudaba copiosamente por la frente, por el cuello corto y vigoroso; los hombros y el pecho prominente estaban perlados de sudor. Se rió su enorme rostro moreno y brillante.
En Campo Nayarit repartieron a los reos por cuadrillas y les ordenaron recoger herramientas de trabajo para el desmonte. Cuando se retiraban las primeras cuadrillas oyó las voces. Eran opacas, enronquecidas. Trató de avanzar con rapidez, pero los reos formaban una masa compacta alrededor de aquellas voces que ahora parecían transformarse en ruidos guturales, bestiales, sin articular nombres ni palabras. Se arrojó sobre los reos para abrirse paso. Cuando llegó junto al Jarocho estaban ya varios guardias del penal. El Jarocho respiraba agitadamente y tenía el cuello enrojecido, con las venas hinchadas. Uno de los hombres que había reñido la noche anterior en la cubierta del barco sangraba por la boca y la nariz; de vez en cuando escupía una pequeña masa oscura y densa como si quisiera desprenderse de un sabor o de un bocado indeseable. El otro compañero del herido se hallaba con uno de los custodios del penal.
—¿Con qué lo golpeaste? —preguntó el custodio.
—Con el puño —contestó secamente el Jarocho.
—Dice este hombre que con una piedra —insistió.
—No necesito de piedras para poner en orden a estos pendejos.
—¿Con qué te golpeó? —preguntó al hombre que sangraba—. Dime, habla.
El hombre tenía la mirada en el suelo. Volvió a escupir una masa roja y oscura.
—Habla, ¿te golpeó con el puño?
El hombre asintió con la cabeza, sin hablar.
—Yo no busco dificultades, pero no quiero que se metan conmigo —aclaró el Jarocho.
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