Mar Mella - El Músico de la Lluvia
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El Músico de la Lluvia: resumen, descripción y anotación
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EL Músico de la Lluvia
Mar Mella
Diseño Portada: Juan G. Miralles y Leti Cabana
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Agosto 2017
copyright: Mar Mella
www.marmella.com
Para Gonzalo, maestro de vida, capaz de sonreír a cada obstáculo
Y para sus hermanos Álvaro y Alejandro, por su amor protector.
“Si nada nos salva de la muerte,
que al menos el amor nos salve de la vida”
Pablo Neruda
(1904-1973)
La tarde en la que el piano volvió a Valldemossa, llovía. Una cortina de agua que no cesaba desde que el temporal había quedado atrapado entre los montes que rodeaban el pueblo. La celda de la Cartuja ya estaba dispuesta para albergarlo, en la misma estancia dónde había sido compañía de Frédéric. Las mismas paredes encaladas… escasos adornos. Atmósfera de recogimiento y silencio sólo interrumpida por el constante tañer de la lluvia sobre los vidrios de la ventana. Tal y como había pasado aquella noche, tantos años atrás, antes de que tuvieran que precipitar su partida para tratar de esquivar a la muerte.
En aquella ocasión el Pleyel viajó también hasta Palma, pero tuvo que ser vendido para evitar otra carga de aranceles. Una nueva vida condenado al tacto de manos torpes, lecciones tediosas y a servir de mero soporte a un jarrón con flores y dos candelabros de bronce. Un mueble más en la cotidiana soledad de aquella sala de invitados.
El trasiego que estremecía la celda paró abruptamente cuando el instrumento terminó de ser nivelado, sacado brillo y afinado. Una noche oscura y fría y, sin embargo, extrañamente conmovedora. Tras casi noventa años de larga espera, el legado de Chopin quedaba protegido de nuevo por los muros dónde todo había comenzado.
PRIMERA PARTE
“Las decepciones no matan y las esperanzas hacen vivir”
George Sand
JOSÉ
J osé intuyó que Adriana había salido hacía rato, aunque todavía era temprano y la luz débil. Una mañana fría para ser primavera, en la que la humedad empañaba los cristales y se mezclaba con el aroma a café que salía de la cocina. Cómo si fuera un día de invierno. Se sirvió una taza y abrió la puerta de la terraza para inspirar con fuerza. El aire penetró en su cuerpo con facilidad, abrumando sus sentidos. Su aliento fresco y limpio, todavía a salvo del humo de los tubos de escape y la contaminación.
Le extrañaba ser capaz de sentir esa completa sensación de plenitud entre las paredes de un piso desconocido. Un espacio donde todo parecía encajar con la precisión de un complejo engranaje. Cada rueda dentada y lubricada para adaptarse a la siguiente; cada pequeño movimiento, capaz de poner en marcha un mecanismo mayor. Lugar en el que todo confluía de forma suave, orquestado por la figura pequeña de Adriana. Una presencia silenciosa que, sin embargo, conseguía hacerse ensordecedora entre aquellas paredes.
No pudo contener un gruñido de placer, mientras se estiraba aparatosamente. Alivio fugaz tras haber dormido mal y sentirse vapuleado por la diferencia horaria. Cada vez le costaba más sobreponerse a las largas horas de vuelo y hábitos tan diferentes. La edad, suponía. Una invitada a la que ni siquiera había visto llegar, pero que parecía decidida a no volver a dejarle solo y con la que ni su cuerpo, ni su mente, congeniaban bien. Y cómo cada día, cuando comenzaba a espabilarse, su mente se enredó en el mismo recuerdo que acarreaba como una herida perennemente abierta. Su boca sobrecogida por el amargo sabor de la culpabilidad. Un gusto metálico que ni siquiera el potente rastro del café, conseguía suavizar. Años y años de repetir las mismas prácticas, los mismos protocolos, perfeccionados por la costumbre y la experiencia, pero convertidos ya en rutina. Cada paciente distinto pero casi invariablemente, idénticas reacciones: los mismos ojos desbocados por el hachazo de tener que enfrentarse a la realidad; cuerpos contraídos en la misma postura rígida, paralizados por el miedo. Sus instrucciones siempre claras y concisas. Órdenes sencillas, con las que ayudarles a recuperar el control sobre si mismos, sobre sus mentes y siempre pronunciadas con un tono de voz suave, reforzado por la calidez de su sonrisa. Una situación a la que se había enfrentado cientos de veces. Siempre con éxito. Hasta entonces.
Un desafortunado incidente que la dirección del hospital logró dar por cerrado, tras acordar una cuantiosa indemnización con la familia de la joven en un acuerdo privado. Dinero perdido, pero una solución menos incierta que arriesgarse a asumir el veredicto de un jurado popular. Un infortunio que, tras el revuelo inicial, había quedado olvidado, engullido por la vertiginosa rutina del día a día en un centro hospitalario de ese tamaño. La mente de José, sin embargo, atrapada para siempre en ese instante; presa de la mala conciencia y la dureza de no encontrar excusas para su negligencia. Una condena a cadena perpetua, agónica sin el alivio del paso del tiempo.
- Lisa, no hace falta que tomes ninguna determinación en este momento – había recomendado él sin preámbulos, con el objetivo de ralentizar el torbellino de sacudidas que torturaba el cerebro de esa pobre chica, en aquél momento. –
- ¡Dios mío!¿Qué voy a hacer ahora?
- Ir a casa. Intentar descansar.
- ¿Descansar? – Interrumpió la joven, mirándole por primera vez directamente a los ojos. – ¡Descansar…! ¡Qué ironía!
- Lisa, éste es el momento al que hemos temido enfrentarnos durante tanto tiempo; esa posibilidad a la que preferíamos no referirnos, nunca considerar. Sin embargo, pese a tu lucha y valor, a tu ánimo y determinación, hoy estamos frente a ella. Sé que estás aturdida y asustada. Hasta ahora no tenías más opción que luchar. Luchar contra la enfermedad, contra el miedo, contra el dolor, contra la incertidumbre, contra el cansancio; contra la injusticia de que tanto sufrimiento cayera sólo sobre ti.
- Sin embargo, por lo menos tenía algo a lo que aferrarme… pero ya no tengo nada.
- Ahora tienes la oportunidad de decidir qué hacer con tu tiempo, de seguir tu propio juicio… pero no tienes que tomar ninguna decisión ahora. Date un respiro y duerme en casa esta noche. Te sentará bien salir del hospital y verte entre tus cosas. Tus padres están esperando fuera.
- No quiero verles ahora – interrumpió ella, con una mirada aterrorizada. – No puedo enfrentarme a ellos así. Necesito… necesitaría un poco de tiempo… por favor.
- ¡Claro! – aceptó él, tras dudar unos instantes. – Saldré a hablar con ellos y a explicarles la situación. No te preocupes, les convenceré para que bajen a tomar un café y te den un rato para recuperarte. ¿Te parece bien? Enseguida regreso.
La joven sólo había asentido levemente con la cabeza, antes de parecer quedar engullida en la tempestad de la certeza. José se había acercado a la puerta con determinación aunque, antes de abrirla, se había vuelto hacia ella y asegurado: “Siempre es mejor enfrentarse a la verdad, Lisa, aunque uno no sepa todavía cómo va a ser capaz de afrontarla”. Una filosofía en la que siempre había confiado pero que, en ocasiones como aquella sonaba a palabras huecas.
- Gracias, doctor… – había susurrado la joven, antes de que saliera – Gracias por todo.
El corazón se le aceleró, como cada vez que revivía ese momento. El recuerdo de los minutos siguientes se agolpaban en su memoria siempre con la misma fuerza y confusión. Sus pasos firmes se habían dirigido hacia la sala donde esperaban los padres de Lisa; su mente ya puesta en la mejor manera de comunicarles las terribles noticias. Unos metros que había recorrido demasiado deprisa, casi en huida. Sino, quizás hubiera advertido el inconfundible sonido del pestillo al cerrarse. La conversación con la que había tratado de consolar a sus padres, una metralla de palabras que sabía que no podrían procesar hasta mucho más tarde. Un discurso adornado con expresiones de empatía y ánimo, mecanizadas por la costumbre. Tiempo precioso, perdido, sin reparar en el peligro. El regreso pausado, con la insolencia de una parada en la estación dónde hacían guardia las enfermeras. Sus manos relajadas mientras terminaba de rellenar el informe de salida con parsimonia. Pese al paso de los años, todavía recordaba nítidamente la confusión que sintió al ver que la puerta de su despacho no abría y caer en haberlas dejado sobre su mesa. El nerviosismo despertando todas sus alarmas. El picaporte se había balanceado inútilmente bajo la fuerza de sus sacudidas. Intentos furiosos y repetidos que no habían logrado abrir la puerta, ni atender a sus súplicas. El eco de su propia voz pidiendo ayuda, ajeno y distante. Momentos de indecisión hasta que finalmente, había ido en busca de algo con lo que hacer saltar aquella barrera. Tras correr de un lado al otro, su mirada se había enfocado en una camilla y sus dedos se había aferrado a aquél esqueleto metálico, con alivio y determinación. Después el primer impacto, un golpe seco y ensordecedor, que apenas si logró hacer una muesca en la pintura. La impotencia le había empujado a seguir, hasta que los brazos de un médico residente le había relevado tras sugerirle echarse a un lado. Intentos vanos que, después de un buen rato, recibieron el alivio de un primer crujido y del siguiente. La frustración de un nuevo impedimento habían inundado sus gargantas de impotencia. La visión de la camilla atorada, sobre lo que quedaba de aquél marco ya destartalado, un incomprensible rompecabezas al que no encontraban solución. Juramentos inapropiados en boca de dos médicos que veían pasar los minutos con angustiosa rapidez. Movimientos torpes, en direcciones opuestas, hasta que el residente había conseguido alcanzar el otro lado tras lograr abrir un hueco más grande. José le había seguido con agilidad, ayudado por el resorte de la consternación. El silencio que le recibió al otro lado, anunció el peor presagio. El olor férreo de la sangre impregnaba ya el aire que había quedado viciado entre aquellas paredes. Y pese a todo su entrenamiento, sus estudios, sus años de experiencia y dedicación, sólo una salida ante ese momento de horror… cerrar los ojos.
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