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Carmen Santos - La vida en cuarto menguante

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Carmen Santos La vida en cuarto menguante
  • Libro:
    La vida en cuarto menguante
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    2015
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La vida en cuarto menguante: resumen, descripción y anotación

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Carmen Santos

LA VIDA EN
CUARTO
MENGUANTE

Primera edición digital: Noviembre 2014

© Carmen Santos, 2003

© Pontas Literary & Film Agency

www.pontas-agency.com

CARMEN SANTOS 1958 vive en Zaragoza pero es de ascendencia valenciana Su - photo 1

CARMEN SANTOS (1958) vive en Zaragoza, pero es de ascendencia valenciana. Su amor a la literatura se remonta a sus años de infancia, periodo que pasó en Alemania donde redactaba cuentos en alemán. En 1989 dejó su trabajo de oficinista para dedicarse plenamente a escribir. Actualmente trabaja como profesora y traductora de alemán. En el 2001, uno de sus relatos quedó entre los finalistas del prestigioso concurso XV Premio Internacional de Cuentos Max Aub.

La delicia y el perfume de mi vida es la memoria de esas horas en que encontré y retuve el placer tal como lo deseaba.

(...)

Konstantinos Kavafis

Aunque la edad no haya podido librarme de la locura, me ha librado, sin embargo, de la infantilidad.

William Shakespeare,
Antonio y Cleopatra

ÍNDICE

Uno

El cartel me saltó a la vista como un felino dispuesto a hincar las uñas en los ojos del enemigo. Con la agresividad que sólo poseen los objetos que parecen recién estrenados. «Hotel El Indiano», proclamaba aquello. Debajo decía: «a 100 metros». Una flecha roja señalaba a la derecha, por si al viajero le quedaba alguna duda. Frank Sinatra seguía infiltrado en la radio del coche. Cantaba impertérrito "Moon River". El tema que maltrataba Holly Golightly en Desayuno con diamantes, antes de enamorar a su vecino, el gigoló escritor encarnado por George Peppard. Entonces el bueno de Peppard aún no se había ajamonado. Daba a la perfección el tipo de rubio cínico que se deja mantener por una dama madura. La señora en cuestión era una arpía. De adolescente me alegré cuando Peppard la plantó por Audrey Hepburn. Ahora ya no. Alcanzada la venerable edad de la Señora Robinson, los tópicos del viejo Hollywood ya no me sirven como doctrina vital.

Aborrezco las cosas nuevas. Estuve a punto de parar el coche y dar la vuelta. Pero hice frente a la impoluta obscenidad del cartel. Me desvié de la carretera. Enfilé el camino señalado por la flecha. Los guijarros se estrellaron contra el guardabarros: pop, pop, poporop. Como las palomitas de maíz cuando deciden abrirse dentro del microondas. Me vi sumergida en una penumbra verdosa, proyectada por los viejos árboles a ambos lados del sendero, que parecía sacado de Rebecca. Pero al tomar una curva no surgió Manderley. Sólo un seto frustrante, porque también él parecía inmaculado. Su frondosidad se veía impenetrable. Temí acabar estrellada contra tanto verde. O cercada por zarzas entretejidas, de las que no escaparía jamás. Moriría de inanición dentro de un coche alquilado. Pobre Alma, dirían las amigas, viajó sola a Galicia en un ataque de nostalgia y nunca volvió.

Frank Sinatra enmudeció sin previo aviso. Fue reemplazado por un grupito de rock sin sustancia. Apagué la radio. Me acordé de Pal Joey. No sé por qué. O quizá sí. Sinatra interpretaba en esa película a un vividor que sacaba la pasta a Rita Hayworth. Otra dama madura, dispuesta a pagar los servicios de un sinvergüenza complaciente. Hasta que él la mandó a paseo por amor a una joven rubia y un tanto vacua. Hollywood siempre fue cruel con las cuarentonas solitarias.

El camino decidió abrir un portal de tamaño considerable en la espesura. Como un arco de triunfo, pero en verde. Lo atravesé. Vi la a lo lejos la casona del indiano. Me decepcionó tanta pulcritud. Toldos de rayas blancas y amarillas hurtando el sol vespertino a las ventanas. Macizos de geranios ondulándose alrededor del porche, igual que olas de un mar carmesí. Y la fachada, exuberante como el decorado primaveral de una película dirigida por Cecil B. DeMille. Todo estaba magnífico. Sólo mis recuerdos se retorcían maltrechos en el fango de tanto esplendor. Siempre les creí imbatibles, ajenos a los ataques de la realidad. Porque los recuerdos, una vez depurados de dolor, quedan embalsamados como momias. Y es sabido que las momias pueden permanecer inmutables durante siglos. Eso sí: se resquebrajan si alguien las toca.

Aparqué bajo un entoldado blanco que cubría el aparcamiento como una mortaja gigante. Mi Corsa alquilado no parecía muy feliz entre aquel Mercedes de perfil despótico y un BMW de reflejos iridiscentes. Lo siento, amigo, le dije mentalmente. Saqué los bolsos del maletero. Cerré el portón trasero. Me dirigí hacia la casona. Recuerdo el crujir de la gravilla bajo las suelas de los zapatos. El piar despistado de unos cuantos pájaros, que no debían saber dónde habían caído. Cuando estuve a punto de alcanzar el porche, la puerta se abrió. Escupió a un joven desgarbado. Una nota disonante entre tanta perfección, que vino corriendo y casi me arrancó los bolsos de las manos.

—Yo cojo el equipaje, señora —voceó con acento gallego. Tenía ojos de ternero lánguido camino del matadero. La cara sembrada de granos redondos y pletóricos. De los que, gracias a las monjitas del colegio, siempre atribuyo a un exceso de desahogos solitarios. Su flacura era la de un esqueleto. Aún así, el uniforme de botones le quedaba apretado como si le hubiera encogido en el último lavado. Tanta fealdad reunida en un solo cuerpo me hizo sentir simpatía por el pobre ser que se arrastraba delante de mi sobre la gravilla, como a punto de desarmarse bajo el peso del equipaje. Alcanzó la puerta sin desfallecer. La abrió sin soltar los bolsos. Esperó a que yo entrara en la casa. Sentí su sombra de ciprés melancólico desparramada sobre mi espalda, cuando atravesé el hall de tonos pastel hacia el mostrador de recepción. Aquello no se parecía en nada a la antigua pensión, que conocí agonizante bajo la espada de su irremediable decadencia física. Alguien había convertido a la entrañable Villa Matilde en un hotelito de lujo. Y a mis recuerdos en una piltrafa.

—Buenas tardes, señora. ¿En qué puedo ayudarle?

Me cayó gordo el del mostrador. Sonreía como la tripulación de «Vacaciones en el mar». O esas viejas que salen eufóricas de la clínica de Pablo. Aligeradas de pellejo sobrante y su parte proporcional de dinero. Además, odio que me llamen señora desde que cumplí los cuarenta. Y pronto hará un lustro del cumpleaños más triste de mi vida. Me dieron ganas de rescatar mi equipaje y huir de allí. Busqué al botones onanista. Pero el adefesio se había esfumado. Los bolsos con él. El galancete seguía mirándome con la condescendencia de los jóvenes que se saben guapos. Parecía encantado de haberse conocido. Le espeté:

—¡No necesito ayuda, gracias! Me conformo con la habitación. Me llamo Alma Ferrer. Hice la reserva desde Valencia. ¡Seis días y siete noches! Como en la película.

La sonrisa del estirado se replegó a la velocidad de los cuernos de un caracol. Empezó a teclear en el ordenador con dedos puntiagudos de hipócrita. Su silencio se saturó de reprobación. Eso me irritó aún más. No suelo ser grosera, pero ese remilgado me estaba sacando de quicio. Preparé un nuevo ataque:

—Cuando esto era Villa Matilde, no había tantos adelantos.

Él levantó la vista. Me miró con controlada animadversión.

—¿Cómo dice, señora?

El segundo «señora» llegó cargado de veneno. Las vísceras me apremiaron a decirle algo muy hiriente. Me reprimí.

—Es igual, no tiene importancia.

Él retomó la búsqueda informática.

—Habitación 101. Tiene vista al mar —su cortesía sabía tan seca como un Dry Martini.

Me despachó pronto el galancete. Poco después, me vi otra vez andando detrás del botones onanista. Había surgido de alguna parte, con los dos bolsos colgando de las manos. Subimos por la escalera. Ancha y sinuosa. Como si la inspiración del arquitecto hubiera sido

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