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Lindsey - El mito de jupiter

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Lindsey El mito de jupiter
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    El mito de jupiter
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El mito de jupiter: resumen, descripción y anotación

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Lindsey Davis

El Mito de Júpiter

Didio Falco 14

I

—Depende de lo que entendamos por «civilización» —caviló el procurador.

Con los ojos clavados en el cadáver, no estaba yo de humor para hablar de filosofía. Nos encontrábamos en Britania, donde el imperio de la ley lo administraba el ejército. La justicia funcionaba de manera improvisada en un lugar tan alejado de Roma, pero las extraordinarias circunstancias implicaban que iba a ser difícil que aquel asesinato se pasara por alto.

Nos había hecho venir un centurión del pequeño destacamento de tropas local. La presencia militar en Londinium era sobre todo para proteger al gobernador, Julio Frontino, y a su segundo, el procurador Hilaris, pero como las provincias no están guarnecidas por los vigiles, los soldados llevan a cabo el mantenimiento básico del orden en la comunidad. De manera que el centurión acudió al escenario de la muerte y allí se mostró como un hombre preocupado. Al empezar a investigar, un asesinato local aparentemente rutinario presentó ciertas «complejidades».

El centurión nos contó que había acudido al bar esperando encontrarse con uno de los acostumbrados apuñalamientos o palizas de borrachos. Hallar a un hombre ahogado metido de cabeza en un pozo era una cosa algo insólita, emocionante quizá. El «pozo» era un profundo agujero situado en una esquina del diminuto patio trasero del bar. Hilaris y yo nos inclinamos para escudriñar su interior. El agujero estaba recubierto con las duelas de madera impermeable de lo que sin duda sería una enorme cuba de vino germánico; el agua casi la colmaba. Hilaris me había explicado que aquellos toneles importados eran más altos que una persona y que, tras ser vaciados de vino, a menudo se volvían a utilizar de esa forma.

Cuando llegamos ya habían sacado el cuerpo, por supuesto. El centurión había tirado de la víctima cogiéndola por las botas con la intención de arrojar el cadáver a un rincón hasta que el carro del estercolero de la ciudad se lo llevara de allí. Quería sentarse a tomar una copa gratis mientras contemplaba los atractivos de la chica que servía.

Sus atractivos no eran gran cosa. No lo eran según los parámetros del Aventino. Todo depende de lo que entendamos por «atractivo», tal como reflexionaría Hilaris, si acaso fuera de esa clase de hombres que hacen comentarios sobre las camareras. Yo sí era de ésos, y en cuanto entramos en el oscuro establecimiento me había fijado en que ella medía un metro veinte de altura, tenía una ridícula mirada lasciva y olía como el forro de unas botas viejas. Era demasiado corpulenta, demasiado fea y demasiado dura de mollera para mi gusto. Pero yo vengo de Roma. Tengo unos principios morales elevados. Aquello era Britania, me recordé a mí mismo.

Sin duda no había ninguna posibilidad de obtener bebida gratis ahora que Hilaris y yo estábamos allí. Éramos funcionarios del gobierno. Quiero decir funcionarios de verdad. Uno de nosotros ostentaba un maldito alto rango. No era yo. Yo no era más que otro advenedizo de clase media. Cualquiera que tuviera un poco de gusto y estilo podría notar mi origen barriobajero al instante.

—Evitaré el bar —bromeé en voz baja—. ¡Si tienen el agua llena de muertos seguro que su vino está contaminado!

—No, yo tampoco voy a hacer ninguna degustación —asintió Hilaris empleando un tono de voz discreto—. No sabemos qué pueden llegar a meter en sus ánforas ...

El centurión se nos quedó mirando fijamente, mostrando su desprecio ante nuestro intento de ser graciosos.

Aquel suceso era aún más incómodo para mí que para el soldado. Al fin y al cabo, él, de lo único que tendría que preocuparse era de si mencionaba o no en su informe aquellas «complejidades». Yo, en cambio, tenía que decidir si revelarle o no a Flavio Hilaris —Gayo, el tío de mi mujer— la identidad del muerto. Pero antes de hacerlo necesitaba evaluar las posibilidades de que el propio Hilaris hubiera reconocido el cadáver atascado en el tonel.

Allí el importante era Hilaris. Era procurador financiero en Britania. Para ser objetivos, yo también era procurador, pero mi papel, que implicaba la teórica supervisión de los Gansos Sagrados de Juno, era uno de los cien mil honores sin sentido que concedía el emperador cuando le debía un favor a alguien y era demasiado mezquino para pagarlo con dinero. Vespasiano consideraba que mis servicios ya le habían costado bastante, así que saldó las deudas restantes gastándome una broma. Ése era yo: Marco Didio Falco, el payaso imperial. En tanto que Gayo Flavio Hilaris, que había conocido a Vespasiano muchos anos atrás en el ejército, estaba entonces únicamente por debajo del gobernador provincial. Puesto que conocía a Vespasiano en persona, el querido Gayo era los ojos y oídos del emperador (como bien sabría el gobernador) y evaluaba la manera en que el nuevo gobernador dirigía la provincia.

A mí no tenía que evaluarme. Ya lo había hecho hacía cinco años cuando nos conocimos. Creo que salí bien parado. Quise causar una buena impresión. Eso fue antes incluso de que me enamorara de la elegante, inteligente y superior sobrina de su mujer. Hilaris era el único en todo el Imperio que siempre había creído que Helena podría terminar conmigo. De todos modos, su esposa y él me habían vuelto a recibir ahora como sobrino político, corno si fuera algo natural e incluso un placer.

Hilaris parecía un tipo tranquilo, un poco inocente, con un aire de oficinista, pero yo no me enfrentaría a él a las damas ... Bueno, a menos que pudiera jugar con los dados trucados de mi hermano Festo. Manejaba la situación como tenía por costumbre: de un modo curioso, concienzudo e inesperadamente firme.

—He aquí un britano que no ha obtenido mucho beneficio de la civilización romana —había dicho cuando le mostraron el cadáver. Fue entonces cuando añadió secamente—: Aunque supongo que todo depende de lo que uno entienda por civilización.

—¿Te refieres a que se dio cuenta de que su vino estaba aguado? —sonreí burlonamente.

—Mejor será no bromear. —Hilaris no era ningún mojigato y aquello no era una reprobación.

Era un hombre delgado y pulcro, todavía activo y alerta, aunque más canoso y demacrado de lo que yo lo recordaba. Siempre había dado una ligera impresión de tener mala salud. Su esposa, Elia Camila, no parecía haber cambiado mucho desde última visita, pero Flavio Hilaris tenía un aspecto mucho más envejecido y me alegré de haber traído conmigo a mi esposa y a las niñas para que lo vieran siempre que me había sido posible.

Mientras intentaba disimular que lo estaba observando, decidí que él también conocía al hombre muerto que tenía a sus pies. Como diplomático de carrera, también se daría cuenta de por qué aquella muerte iba a causar problemas. Pero, de momento, a mí no iba a decirme lo que sabía.

Eso era interesante.

II

—Lamento entreteneros, señores —murmuró el centurión. Debía de estar deseando no haber dicho nada. Estaba calculando con cuánta documentación adicional se había enredado, y se había dado cuenta demasiado tarde de que su comandante le iba a armar una buena por involucrar a los poderes civiles.

—Hiciste lo que debías. —Yo nunca había visto que Hilaris eludiera los problemas. Se hacía extraño pensar que aquel hombre había servido en el ejército (Segunda Augusta, mi misma legión, veinte años antes que yo). También formó parte de las fuerzas de la Invasión en una época de pragmáticas relaciones con los habitantes del lugar. Pero tres décadas de cívica burocracia lo habían convertido en aquella poco común y muy prometedora maravilla, un servidor público que seguía las normas. Más raro aún, en lugar de anquilosarse allí inútilmente había llegado a dominar el arte de hacer que las normas funcionaran. Hilaris era bueno. Todo el mundo lo decía.

En cambio, el centurión disimulaba su propia ineptitud moviéndose despacio, hablando poco y haciendo menos aún. Era un hombre de complexión ancha y cuello corto. Estaba de pie con los pies plantados en el suelo, muy separados y los brazos colgando. Llevaba el pañuelo del cuello metido por dentro de la coraza con el desaliño suficiente para expresar desprecio por la autoridad, pero sus botas estaban lustradas y su espada tenía aspecto de estar afilada. Seguro que era uno de aquellos que se pasaban el día sentados, quejándose de sus oficiales superiores. Yo dudaba que se quejara del emperador. Vespasiano era un general militar.

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