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Annick Cojean - Las cautivas. El harén oculto de Gadafi

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Annick Cojean Las cautivas. El harén oculto de Gadafi
  • Libro:
    Las cautivas. El harén oculto de Gadafi
  • Autor:
  • Editor:
    Anagrama
  • Genre:
  • Año:
    2014
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Las cautivas. El harén oculto de Gadafi: resumen, descripción y anotación

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En 2011, poco después de la muerte de Gadafi, Annick Cojean, reportera de Le Monde, viaja a Libia para investigar sobre el papel de las mujeres durante la revolución. De regreso de este viaje revelador, la periodista publica el artículo «Una esclava sexual de Gadafi cuenta su calvario», la historia de Soraya, una joven de veintidós años. Cojean cuenta cómo, a los quince años, la chica fue elegida para ofrecer un ramo de flores al dictador, que respondió al regalo con una caricia en su cabello. Un gesto dirigido en realidad a sus guardias, que quería decir «ésta es la que quiero». «Al día siguiente -escribe Cojean en su artículo-Salma, Mabruka y Faiza, tres mujeres en uniforme, consagradas al servicio del dictador, se presentan en la peluquería de su madre. Gadafi quiere verte. La adolescente las sigue de buen grado. ¿Cómo sospechar algo? Era el héroe, el príncipe de Sirte.» Y Gadafi la secuestraría para convertirla en su esclava sexual. La historia de Soraya es el detonante de Las cautivas, un libro donde se denuncian por primera vez los abusos sexuales del «Guía», del supuesto defensor de los derechos de las mujeres en el mundo árabe, en un país en el que la violación es una mancha que contamina a todo el clan, tabú supremo. Y la autora nos conduce al corazón mismo de las tinieblas.
«La investigación excepcional de Annick Cojean demuestra cómo el líder libio usó la violación como arma de poder durante su reinado. Y como arma de guerra durante la revolución de 2011» Caroline Laurent-Simon, Elle.

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Índice

A mi madre, siempre.

A Marie-Gabrielle, Anne, Pipole, esenciales.

A S.

Nosotros, en la Yamahiriya y la gran revolución, afirmamos nuestro respeto por las mujeres y alzamos nuestra bandera. Hemos decidido liberar totalmente a las mujeres de Libia para rescatarlas de un mundo de opresión y sometimiento de manera que sean dueñas de su destino en un medio democrático, en el que tengan las mismas oportunidades que los demás miembros de la sociedad. [...]

Llamamos a una revolución para la liberación de las mujeres de la nación árabe: ésta es una bomba que sacudirá a toda la región árabe y hará que las prisioneras de los palacios y de los mercados se rebelen contra sus carceleros, sus explotadores y sus opresores. Este llamamiento encontrará sin duda ecos profundos y tendrá repercusiones en toda la nación árabe y también en el resto del mundo. Hoy no es un día común y corriente, sino el comienzo del fin de la era del harén y de las esclavas.

M UAMAR EL G ADAFI , 1.º de septiembre de 1981, aniversario de la revolución, al presentar ante el mundo a las primeras diplomadas de la Academia Militar de Mujeres.

PRÓLOGO

En el comienzo de todo, está Soraya.

Soraya y sus ojos de crepúsculo, sus labios enfurruñados y sus sonoras carcajadas. Soraya, que pasa rápidamente de la risa a las lágrimas, de la exuberancia a la melancolía, de una dulce ternura a la brutalidad de una mujer que está en carne viva. Soraya y su secreto, su dolor, su rebelión. Soraya y la historia demencial de una niña alegre arrojada a las garras de un ogro.

Fue ella quien desencadenó este libro.

La conocí en uno de esos días de júbilo y caos que siguieron a la captura y la muerte del dictador Muamar el Gadafi en octubre de 2011. Yo había viajado a Trípoli enviada por el diario Le Monde. Fui a investigar el papel que habían desempeñado las mujeres en la revolución. Era una época febril y el tema me apasionaba.

Yo no era una especialista en Libia. De hecho, desembarqué allí por primera vez, fascinada por la increíble valentía que demostraron los combatientes para derrocar al tirano instalado en el poder desde hacía cuarenta y dos años, pero profundamente intrigada por la total ausencia de mujeres en filmaciones, fotos y crónicas aparecidas en los últimos meses. Las demás insurrecciones de la primavera árabe y el viento de esperanza que había soplado sobre esa región del mundo habían revelado la fuerza de las tunecinas, omnipresentes en el debate público; la audacia de las egipcias, que salieron a manifestarse, corriendo todos los riesgos, en la plaza Tahrir de El Cairo. Pero ¿dónde estaban las libias? ¿Qué habían hecho durante la revolución? ¿Anhelaban que se produjera, la iniciaron, la apoyaron? ¿Por qué se escondían? O, lo más probable, ¿por qué las ocultaban, en ese país tan desconocido, cuyo grotesco líder confiscó la imagen y convirtió a sus guardaespaldas femeninas –las famosas amazonas– en el símbolo de su revolución?

Algunos colegas masculinos que habían seguido la rebelión de Bengasi en Sirte me confesaron que sólo se habían cruzado con unas pocas sombras furtivas envueltas en velos negros: los combatientes libios les habían negado sistemáticamente el acceso a sus madres, esposas o hermanas. «¡Quizá tú tengas más suerte!», me dijeron, un poco burlones, convencidos de que, de todos modos, en ese país, nunca son las mujeres quienes escriben la historia. Sobre el primer punto, no se equivocaban. En los países más cerrados, ser una periodista mujer representa la maravillosa ventaja de tener acceso a toda la sociedad, y no sólo a su población masculina. De modo que me bastaron algunos días y varios encuentros para entender que el papel de las mujeres en la revolución libia no sólo había sido importante, sino crucial. Las mujeres, me dijo un jefe rebelde, constituyeron «el arma secreta de la rebelión». Alentaron, alimentaron, escondieron, transportaron, equiparon, informaron a los combatientes. Consiguieron dinero para comprar armas, espiaron para la OTAN a las fuerzas gadafistas, desviaron toneladas de medicamentos, incluso en el hospital dirigido por la hija adoptiva de Muamar el Gadafi (sí, la que él hizo pasar –falsamente– por muerta tras el bombardeo norteamericano a su residencia en 1986). Las mujeres corrieron enormes riesgos: ser detenidas, torturadas y violadas. Porque la violación –considerada en Libia el mayor de los crímenes– era una práctica habitual, y fue declarada arma de guerra. Las mujeres se comprometieron en cuerpo y alma con la revolución. Enfurecidas, sorprendentes, heroicas. Una de ellas me dijo: «La verdad es que las mujeres tenían una cuenta personal que arreglar con el coronel.»

Una cuenta personal... No entendí en un primer momento el significado de esas palabras. El conjunto del pueblo libio, que acababa de soportar más de cuatro décadas de dictadura, ¿no tenía acaso una cuenta común que arreglar con el déspota? Confiscación de derechos y libertades individuales, represión sangrienta contra los opositores, deterioro de los sistemas de salud y de educación, estado desastroso de las infraestructuras, pauperización de la población, destrucción de la cultura, malversación de los ingresos petroleros, aislamiento en el escenario internacional... ¿Por qué esa «cuenta personal» de las mujeres? ¿Acaso el autor de El Libro Verde no había proclamado siempre la igualdad entre hombres y mujeres? ¿No se había presentado permanentemente como su decidido defensor, al fijar los veinte años como la edad legal para casarse, al denunciar la poligamia y los abusos de la sociedad patriarcal, otorgarle a la mujer divorciada más derechos que en muchos otros países musulmanes y abrir a postulantes de todo el mundo una Academia Militar de Mujeres? «¡Mentira, hipocresía, farsa!», me dijo más tarde una renombrada jurista. «Todas éramos sus potenciales víctimas.»

En ese momento conocí a Soraya. Nuestros caminos se cruzaron en la mañana del 29 de octubre. Yo estaba terminando mi investigación y debía dejar Trípoli al día siguiente para volver a París, vía Túnez. Regresaba sin estar convencida de haber terminado del todo mi trabajo. Había obtenido, es cierto, una respuesta a mi primera pregunta sobre la participación de las mujeres en la revolución, y me llevaba una gran cantidad de historias y relatos detallados que ilustraban su lucha. ¡Pero quedaban tantos enigmas pendientes! Las violaciones en masa perpetradas por los mercenarios y las fuerzas de Gadafi constituían un tabú infranqueable e involucraba a autoridades, familias y asociaciones femeninas en un silencio hostil. La Corte Penal Internacional, que había iniciado una investigación, también se enfrentaba a las peores dificultades para acceder a las víctimas. En cuanto a los sufrimientos de las mujeres anteriores a la revolución, sólo eran mencionados en forma de rumores, con fuertes suspiros y miradas huidizas. «¿Para qué insistir en esas prácticas y esos crímenes tan infamantes y tan imperdonables?», oí decir a menudo. No había ningún testimonio en primera persona. No aparecía ninguna víctima que con su relato pusiera en tela de juicio a Gadafi.

Y apareció Soraya. Usaba un chal negro que cubría su espesa cabellera recogida en un moño, grandes gafas de sol, pantalones anchos. Sus labios gruesos le daban cierto aire a Angelina Jolie, y cuando sonrió, un destello infantil iluminó súbitamente su bello rostro ya desgastado por la vida. «¿Cuántos años me pone usted?», me preguntó, quitándose las gafas. Esperó ansiosa, y luego se me adelantó: «¡Siento que tengo cuarenta años!» Le parecía que eso era ser vieja. Tenía veintidós.

Era un día luminoso en la agitada Trípoli. Muamar el Gadafi había muerto la semana anterior. El Consejo Nacional de Transición había proclamado oficialmente la liberación del país, y la noche anterior, en la Plaza Verde, rebautizada con su antiguo nombre de Plaza de los Mártires, se reunieron una vez más multitudes de tripolitanos eufóricos gritando los nombres de Alá y de Libia entre cantos revolucionarios y ráfagas de kaláshnikovs. Cada barrio compró un dromedario y lo degolló frente a una mezquita para compartirlo con los refugiados de las ciudades saqueadas por la guerra. Todos se declaraban «unidos» y «solidarios», «felices como nunca podía recordarlo la memoria humana». También aturdidos y desconcertados. Incapaces de retomar el trabajo y el curso normal de la vida. Libia sin Gadafi... Era inimaginable.

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