Mi gratitud de corazón a la abuela Tova por enseñarme lo que es el verdadero coraje, a mi madre Elizabeth por enseñarme a cuestionar las cosas, y a mi padre Haim por guiarme desde el cielo.
Agradezco a mi querido amigo Dana que me haya introducido al chamanismo, y a mi amada esposa Vicky su inspiración y el amor que me profesa.
Gracias a Esther Bradley-DeTally por su guía y apoyo, a mi editor Averill Buchanan, y al diseñador gráfico Zackary, de Raven Tree Design, quien ha diseñado la portada y las ilustraciones de este libro.
Prólogo:
Acerca de este libro
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Hilla y yo estábamos sentados en la playa en el Mundo Inferior. Observábamos a Delfín que nadaba en las cercanías sin perdernos de vista. Ella, en silencio, extendió una mano buscando la mía.
—Hilla, hablamos de escribir un libro —dije—. Quiero poner todo por escrito, ayudar a las personas a comprender lo que es la vida, el amor y la amistad, y por qué son como son. Me gustaría compartir con los demás cómo es la vida en realidad y la manera en que yo la veo.
—Desde luego —contestó—. Lo harás, no te preocupes. Pero hay algo que debes aprender, no puedes acelerar estas cosas. Las escribirás cuando estés preparado, ni un minuto antes.
—Tienes razón, supongo —contesté tranquilo.
Estuvimos en silencio unos momentos. Delfín se nos acercó. Podía ver la curva de su fina espalda gris cuando intentaba mantenerse por encima del agua para oír nuestra conversación.
—Hablemos de mi libro, por favor —dije.
—Claro —respondió ella. Me miró sonriendo, y brillaron sus ojos verde-castaño.
—¿Cuál sería el tema del libro?
—Bueno, hemos estado visitando a Elías —contestó—. No sé de qué le gustaría hablar, ni qué cosas querría compartir contigo, así que mejor no lo planifiquemos. Continuaremos yendo a ver a Elías, y cada vez que vayamos, podría ser un nuevo capítulo, una nueva historia. Al final encontrarás que hay alguna clase de conexión entre los capítulos.
—De acuerdo, veremos qué tal irá eso —dije.
—Elías te ayudará. Te guiará.
Nos mantuvimos en silencio mientras mirábamos a Delfín en el agua esmeralda.
—Veo que tienes dudas —me dijo leyendo mi mente como de costumbre—. Quieres escribir un libro que divierta y que entretenga a las personas —continuó—. Pero no es para eso para lo que lo vas a escribir. Tu libro hará que la gente piense. Ayudará a aquellos que buscan respuestas y una dirección que seguir. No escribirás para complacerlos.
Y desde luego así fue.
Caminando con Elías es una colección de viajes chamánicos que he realizado con mi maestro, Elías, el profeta. Cada capítulo narra un viaje relacionado con un aspecto distinto de la existencia.
Cuando empiezo un viaje chamánico, aparece en mi mente un tema o una pregunta. No intento cuestionarlo o predecirlo, ni tampoco espero respuestas concretas. Recibo mensajes sorprendentes e impredecibles.
Estimado lector, los viajes chamánicos me producen un profundo placer y así deseo que también sea tu experiencia a medida que leas Caminando con Elías.
Muchas gracias.
Con afecto:
Doobie.
Introducción:
El kibbutz—Crecer en el paraíso
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Aquellos de vosotros que, como yo, se hayan criado en un kibbutz, estarán de acuerdo en que un kibutz realmente es un paraíso para los niños. Los que no tuvisteis esa suerte, imaginad que crecéis en el templo de la naturaleza, donde en el patio de tu recreo hay un campo enorme de grama verde, naranjales, limonares, plantaciones de aguacates y otras frutas, un bosque de eucaliptos altos como torres y donde el aroma de los jazmines siempre está flotando en el aire. Imaginad un lugar donde el medio de transporte más frecuente son unos pocos tractores, caballos, mulas y un par de burros. No tendréis por qué temer a los coches en la carretera; de hecho, no hay carreteras asfaltadas en absoluto, a excepción de la entrada principal. Solo caminos de tierra conectan las distintas secciones del kibbutz: los hogares de los habitantes, el área de la escuela, la zona industrial, los establos del ganado y las huertas.
El kibutz era un lugar donde, durante el día, todo lo que oías era el sonido de los niños que jugaban y el canto de los pájaros y, durante la noche, el llanto de algún bebé con hambre, acompañado de una sinfonía de grillos y al lobo solitario que aullaba a la luna. Así fue el escenario de mi vida y la banda sonora de mi niñez.
En el kibbutz, podías tener toda clase de mascotas, siempre que las mantuvieras fuera de la casa. En distintos momentos, tuve conejos, serpientes (no venenosas, por supuesto), ratones (solo blancos, desde luego), abejas (¡sí!), y perros y gatos. En fin, era una vida sin preocupaciones: un verdadero paraíso.
A los seis años, en mi primer día de colegio, entré en el aula y encontré mi nombre escrito en un pupitre de la segunda fila. Me sentaba con Mazal, una preciosa niña morena con el pelo en cola de caballo, grandes ojos castaños y una sonrisa deslumbrante.
—Buenos días, niños —nos saludó Bella, nuestra maestra—. Bienvenidos a primer grado.
Nos pidió que abriéramos los cajones de los pupitres. En el mío, encontré una pequeña barra de chocolate; todos teníamos una. Me sentí alegre y emocionado; fue un momento que nunca olvidaré. Entonces la profesora Bella sacó una preciosa mandolina marrón con forma de lágrima y tocó unas melodías de sus días de infancia en Minsk, Bielorrusia. Estaba enamorado, aunque no estoy seguro de si era de la asombrosa morenita de seis años que se sentaba a mi lado o de la maestra Bella, el hada de la mandolina de Minsk.
Al menos una vez por semana, la profesora nos llevaba a una excursión de media jornada por los campos alrededor de nuestro kibbutz. Hasta el día de hoy, ella es mi maestra favorita, una amable anciana con un gran talento para la música.
Crecer en Givat Brener, el kibbutz más grande de Israel, me dio una oportunidad que atesoraré toda la vida; la oportunidad de experimentar la naturaleza: vivir con ella mano a mano en sus ciclos anuales fue un regalo maravilloso. Me sentía intoxicado con el perfume de los azahares y quedaba entristecido cuando el barro y las tormentas del invierno lo aniquilaban. Me sentía renacer cuando veía el trigo germinar en los campos, pero triste cuando se secaba con lentitud durante los meses de sequía antes de poder crecer con todas sus posibilidades. Mi corazón se llenó de felicidad cuando mi tía Eta trajo las gemelas más adorables: una paloma blanca y otra marrón, pero me sentí desolado cuando fueron devoradas por un animal salvaje.
La naturaleza me enseñó que lo que nos es dado, en realidad no nos pertenece. No es de nuestra propiedad, así que lo mejor es apreciar y disfrutarlo mientras dure.
Cuando tenía trece años mi familia tuvo que abandonar el kibbutz. Mi madre se divorció de mi padrastro y nos mudamos a Beer Sheva, “la capital del Negev”, un desierto en el sur de Israel. Fue una experiencia devastadora, aunque al mismo tiempo, me obligó a tomar las riendas de una realidad más dura. Por primera vez en mi vida, me sentía asustado e inseguro. Tenía que conocer a nuevos compañeros y no sabía cómo me iban a tratar. ¿Sería capaz de hacer amigos? Me sentía indefenso. En mi primer día de colegio, caí en la cuenta de que los niños son iguales en todas partes; todos comparten las mismas necesidades básicas. Todos quieren disfrutar de la vida, relacionarse con los demás, explorar sus propios sentimientos, sentirse inspirados.