Elogios recibidos para La búsqueda de un sueño
“Una conmovedora autobiografía sobre la creación de una familia, el camino para convertirse en escritora y la redefinición de los Estados Unidos de América”.
—Viet Thanh Nguyen, ganador del Premio Pulitzer y autor bestseller del New York Times
“Reyna Grande es una escritora valiente y una incansable guerrera para quienes han sido silenciados y opacados. Su fuerza se hace más grande con cada libro”.
—Luis Alberto Urrea, finalista del Premio Pulitzer y autor de The Devil’s Highway
“La marcha de Reyna Grande en su brillante carrera es asombrosa. Ella toma decisiones aparentemente desastrosas, pero a pesar de todo se balancea y flota tan liviana como un corcho. Sus errores son comunes, pero su recuperación es única. Esta es una historia de vida tan increíble que solo podría ser verdad”.
—Sandra Cisneros, autora bestseller de La casa en Mango Street
“Escritores como Reyna Grande nos brindan algo más que una historia, más que un libro, más que sólo una rebanada de su experiencia o de su imaginación; nos brindan un mundo donde sumergirnos, un lugar al que siempre podemos regresar cuando necesitamos darle sentido al caos que nos rodea. La búsqueda de un sueño es ese lugar”.
—Valeria Luiselli, autora premiada de Los niños perdidos
“Un retrato conmovedor, hermosamente escrito, de la travesía de una joven para encontrar una vida mejor, a pesar de todo. Reyna Grande es un tesoro nacional; su visión no sólo es singular sino esencial para nuestra cultura contemporánea. Este libro es un faro de luz que guía e inspira”.
—Carolina De Robertis, autora premiada de The Gods of Tango
A Diana,
por estar ahí cuando necesité que me salvaran.
A Cory,
por estar ahí cuando ya no necesité ser salvada.
Todos los inmigrantes son artistas porque les basta un sueño para crear una vida y un futuro.
—P ATRICIA E NGEL
Nota de la autora
Para escribir La búsqueda de un sueño , debí confiar en mis recuerdos y en los de muchas de las personas que aparecen en este libro. Investigué los hechos cuando fue posible y varios de los implicados sobre quienes escribí leyeron, corroboraron los datos y aprobaron el contenido. Salvo unos cuantos sucesos, la historia se narra en el orden en el que ocurrió. Se cambiaron los nombres de algunas personas en el libro para proteger su privacidad. No hay amalgama de personajes ni de eventos, aunque a fin de favorecer el arco narrativo y el desarrollo de los personajes, se omitieron algunas personas y acontecimientos.
Libro uno
LAS DOS REYNAS
1
C ON CADA MINUTO que pasaba, otra milla me separaba de mi familia. Viajábamos hacia el norte por la interestatal 5, y me sentí partida en dos, igual que la autopista por donde avanzábamos —un sentido apuntaba al norte; el otro, hacia el sur—. Parte de mí quería regresar a Los Ángeles para luchar por mi familia —por mi padre, mi madre, mis hermanas y hermanos—, quedarme a su lado a pesar de que nuestra relación estaba en ruinas. Sentía a la ciudad cada vez más lejos de mí, la contaminación envolvía los edificios como si Los Ángeles ya se encontrara envuelta por la bruma de la memoria.
La otra parte miraba entusiasmada hacia el norte, optimista a pesar de mis miedos. Había conseguido transferir mis estudios a la Universidad de California en Santa Cruz, y me iba persiguiendo el sueño imposible de convertirme en la primera integrante de mi familia en obtener un título universitario. “La llave para lograr el sueño americano pronto será mía”, me dije a mí misma. No se trataba de una hazaña menor para una inmigrante previamente indocumentada de México. Me sentía orgullosa de haber llegado hasta aquí.
Después recordé la traición de mi padre y mi optimismo desapareció. Aunque partí por mi voluntad, de pronto sentí como si me hubieran exiliado de Los Ángeles. No me querían ni me necesitaban más.
Mi novio me miró y dijo las palabras que yo quería escuchar:
—Tu padre está muy orgulloso de ti. Me lo dijo.
Me sentí agradecida de que él estuviera manejando. Si yo hubiera estado al volante, me habría regresado.
A Edwin lo aceptaron en la Universidad Estatal de California en la Bahía de Monterey, que estaba como a una hora al sur de Santa Cruz. Lo conocí en el PCC, el community college de Pasadena a principios de año, justo antes de que mi padre y mi madrastra decidieran ponerle fin a su matrimonio. En los meses recientes, acompañé a mi padre y lo apoyé de todas las formas que pude durante aquella caótica separación. Hasta consideré quedarme en Los Ángeles para ayudarlo a poner en orden su vida una vez que concluyera el divorcio.
Mi padre, un empleado de mantenimiento que cursó hasta el tercer grado de primaria, hablaba poco inglés. Once años atrás, cuando yo tenía nueve y medio, regresó a México y nos trajo a mis hermanos mayores y a mí a los Estados Unidos para darnos una vida mejor que la que teníamos allá. Mi hermana mayor, mi hermano y yo tomamos su divorcio como una oportunidad para mostrarle que su sacrificio había valido la pena: hablábamos el idioma de este país, obtuvimos una educación estadounidense y podíamos conducirnos ante la policía y en los tribunales. Sabíamos cómo cuidarlo para que no terminara en la calle, sin nada.
Entonces, mi padre le pidió a mi madrastra que reconsiderase el divorcio, y ella lo hizo, pero con una condición: no nos quería cerca. Así que luego de meses de velar por él y de darle nuestro apoyo, nos excluyó de su vida a Mago, Carlos y a mí. Hice mis maletas y me fui de su casa; al día siguiente mi madrastra se mudó y les dio mi habitación a su hijo y a su nuera. Por segunda vez desde que la conocí, me fui a quedar con Diana Savas, mi profesora del PCC.
—Trata de entenderlo —dijo Edwin—. Sabía que te marcharías al terminar el verano y no quería quedarse solo.
—Podría haberme quedado con él —respondí.
—¿Por cuánto tiempo? Algún día te vas a casar. Tendrás tu propia familia. No te quedarías con él para siempre. Él lo sabía. Además, no quería retenerte.
—Podría haber luchado por nosotros igual que lo hicimos por él —repliqué—. No tenía por qué escoger entre su esposa y sus hijos. ¿Por qué no puede haber lugar para nosotros en su vida? Ahora es igual que mi madre.
Cuando yo tenía siete años, mi padre dejó a mi madre por mi madrastra, y ella nunca volvió a ser la misma. Ya no quiso ser nuestra madre. Fue como si en el instante en el que él se divorció de ella, ella también se hubiese divorciado de sus hijos. Nos abandonaba una y otra vez que iba en busca de otro hombre que la amara. Cuando mi padre nos llevó a vivir con él, solamente la veíamos si hacíamos el esfuerzo de ir a visitarla donde vivía con su marido. No le importaba que no formáramos parte de su vida. Mi partida rumbo a Santa Cruz no le había importado en lo más mínimo. “Ahí nos vemos”, me dijo cuando la llamé el día antes de irme. “Ahí nos vemos”, en lugar de “Te quiero. Cuídate. Llámame si necesitas algo”, que eran las palabras que esperaba escuchar de su boca.
—Los padres nos decepcionan porque esperamos de ellos algo que nunca podrán cumplir —comentó Edwin. Tenía la asombrosa habilidad de leerme el pensamiento. Me apretó la mano y agregó—: Reyna, algunos padres son incapaces de dar amor y cariño. ¿No crees que ya es hora de que bajes tus expectativas?
Miré por la ventana y no respondí. Mi mayor virtud y mi peor defecto era la tenacidad con la que me aferraba a mis sueños, sin importar lo inalcanzables que pudieran parecerles a los demás. El anhelo de tener una relación de verdad con mis padres era a lo que más me aferraba porque era el primer sueño que había tenido, pero también el más lejano.
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