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Y o no estaba ganando millones. Aún no, pensé. No obstante, mientras estaba allí sentada y rodeada de cajas sin desempacar, bebiendo una cerveza helada y viendo televisión durante una noche húmeda del mes de julio, pensé en lo afortunada que era verdaderamente.
En dos semanas comenzaré a realizar mi sueño.
Estaba sentada al lado de Robert, con quien tenía una relación intermitente e incierta, en su nuevo departamento* en el número 45 de Wall Street, en el corazón de un renacido Bajo Manhattan. Era una noche estupenda de aquel prometedor verano de 2005. Los dos habíamos conseguido empleo en la Gran Manzana y habíamos rentado departamento en el mismo edificio en una de las calles más famosas del mundo. Por eso pensaba: ¿Qué importa que hayamos venido desde San Antonio en un camión rentado de mudanza para ahorrarnos el dinero de los pasajes aéreos? ¿Qué importa que el compañero de cuarto de Robert haya terminado haciendo ese viaje con nosotros en el último minuto, los tres apretujados y sudorosos en un asiento de vinilo color negro, borrando todos mis sueños de un viaje romántico por carretera? ¿Qué importa que yo esté ligeramente molesta porque el “Sr. Inoportuno” también esté invadiendo nuestro espacio en el departamento en este momento? Estamos aquí. Estamos en camino.
Yo estaba a punto de hacer un comentario sobre lo afortunados que éramos todos cuando de repente sentí un dolor agudo en el pecho. No podía respirar y un hormigueo empezó a recorrer mi brazo izquierdo.
Intenté convencerme de que era algo parecido al dolor de cabeza que da cuando uno come algo muy frío, porque quizá la cerveza estaba helada o me la había tomado con demasiada rapidez. Tras unos minutos de silenciosa agonía, comenzaron a sudarme las palmas de las manos y el dolor en el pecho se volvió muy intenso.
—Muchachos—dije.
Era difícil hablar, y apenas podía reunir el aire suficiente para pronunciar las palabras.
—Creo que me está dando un ataque al corazón.
—¿Qué?—dijo Robert riendo—. Estás loca.
—No, de verdad. Me duele el pecho, y siento un hormigueo en todo el brazo izquierdo.
Yo tenía veintidós años. No era posible que estuviera sufriendo un ataque al corazón. Los chicos dijeron que se me pasaría, y yo quería creerles; pero tenía la sensación de que me estaba muriendo. En serio, muriendo. La habitación se me caía encima, y comencé a sudar por cada uno de mis poros. Intenté respirar lentamente y controlar el fuerte latido de mi corazón, pero no podía.
—De veras, creo que necesito ir a un hospital—les dije.
No podía llamar al número de emergencias 911 porque tenía demasiado miedo de llamar a cualquier número del gobierno, y Robert era prácticamente la única persona que conocía el motivo.
Me miró a los ojos y finalmente pareció entenderlo.
—Está bien—dijo—. Vamos.
Era tarde, y Wall Street estaba muerto. Milagrosamente apareció un taxi, y le pedimos al conductor que nos llevara al hospital más cercano, que era el NYU Downtown (el hospital del centro de la Universidad de New York), en William Street. Estaba a menos de media milla [ochocientos metros] de distancia, pero el trayecto hasta allí me pareció una eternidad. Durante todo el recorrido sentí como si los edificios se arquearan sobre nosotros, como si estuviéramos atravesando un túnel gigantesco en cámara lenta.
—Todo va a estar bien—dijo Robert, pero yo podía ver que también él estaba preocupado.
En el hospital entregué mi identificación de estudiante y mi tarjeta de seguro médico de la Universidad de Texas. Me había graduado en mayo, así que estaba completamente segura de que el seguro había expirado, pero era todo lo que tenía. Tenía la certeza de estar a punto de derrumbarme por un paro cardiaco en el duro piso industrial de cerámica de esa sala de urgencias y sufrir el bochorno de hacer una escena delante de Robert. En cierto modo estaba más preocupada de hacer el ridículo delante de él que por la posibilidad de morir.
La persona que estaba en el mostrador me miró, escribió la información, y no hizo más preguntas.
Las enfermeras me llevaron adentro apresuradamente y me conectaron a una docena de monitores. Una de ellas me dio una aspirina para que la disolviera debajo de la lengua mientras otra me sacaba sangre y comenzaba una larga lista de preguntas rutinarias.
—¿Estás tomando alguna medicina?
—No.
—¿Hay alguna posibilidad de que estés embarazada?
—No.
Robert volteó a verme.
—¿No quieres que te hagan una prueba de embarazo para que estés segura?—me preguntó.
—¡No!—respondí moviendo la cabeza enfáticamente.
Cuando las enfermeras se fueron, le lancé una mirada de desaprobación.
—Pero, ¡qué diablos, Robert!—dije con la voz ahogada por la mascarilla plástica de oxígeno—. ¿Por qué dijiste eso?
—Bueno, ¿y si estás embarazada?
—¿Cómo puedo estarlo, Robert? ¡Ni siquiera tenemos relaciones sexuales!
Si me quedaba alguna duda de lo complicada que era nuestra relación, él me lo dejó dolorosamente claro en ese momento. Debo dejarlo, pensé. Pero ¿cómo podía dejarlo? Él estaba ahí conmigo en el hospital, a media noche.
No hablamos mucho después de eso. Yo seguí allí tumbada durante horas con médicos y enfermeras entrando y saliendo, hasta que finalmente entró un médico y me dijo que tenía buenas noticias. Después de todo, yo no estaba teniendo un ataque al corazón.
—Lo que experimentaste fue un ataque de pánico o de ansiedad—me dijo.
Estaba confundida. Yo no era el tipo de persona que entraba en pánico; ni era ansiosa. Habían ciertos tipos de personas que yo relacionaba con los ataques de pánico, y, sin duda, yo no era una de ellas.